– Casi siete, ¿no?
Una segunda consulta permitió que la informante de Patricia le dijera:
– No tanto. Solo alrededor de seis.
– Gracias -dijo Patricia.
Estaba del todo segura de que la gratitud resumía cómo se sentía, así que volvió a guardar el teléfono en el bolso. Entonces Dudley había mentido sobre la fecha en que escribió la historia. Supuso que aquello era comprensible, dada la controversia que había levantado. ¿Estaría molesta solo por haberse dado cuenta tarde? Aún lo estaba decidiendo cuando el tren pasó de Birkenhead Park a Birkenhead Norte, dos estaciones donde podía haber esperado encontrárselo. Estaba considerando aquella posibilidad cuando empezó a sonar su teléfono móvil.
¿Era Dudley? Se sintió como si él la hubiese llevado a aquella estación aunque él se había aprovechado de sus pensamientos. Sus sentimientos eran absurdos pero esperó que la llamada fuese suya.
– Patricia Martingala -le desafió.
– Lo siento, Patricia. Solo soy yo.
– Soy yo quien debe pedir disculpas, Kathy. Le he gritado.
– No quisiera entrometerme. ¿Habéis terminado ya la audición? Me sigue sonando a oído -dijo Kathy con un humor nervioso.
– Ya hemos terminado por hoy, creo.
– Estás en el tren, ¿verdad? ¿Estás sola? ¿Cómo ha ido?
– ¿Se refiere a la audición?
– ¿A qué otra cosa si no? ¿Cómo eran las chicas a las que tenía que elegir?
– Él parecía estar contento. Creo que está trabajando en otra historia.
– ¿Y cómo ha ido lo más importante?
Durante un momento, Patricia pensó injustamente que solo podía referirse a Dudley.
– ¿El señor Matagrama? Creo que nos ha convencido a todos. Definitivamente, está contratado.
– Entonces Dudley estará contento.
– Yo diría que sí. Supongo que se lo puede preguntar a él, ¿no?
– Ahora sí. No quería arriesgarme a sacarle un tema que pudiera molestarle cuando tiene que trabajar en su manuscrito.
El tren estaba llegando a Bidston. Patricia se acordó de cuando fue caminando desde la estación, cuando fue por primera vez a visitar a los Smith, y tomó una rápida decisión.
– Kathy, ¿está en casa?
– Estoy en mi hora del almuerzo, sentada fuera de la oficina bajo este glorioso sol.
– Debería haber supuesto que estaba en el trabajo. Le iba a pedir un favor.
– Hágalo.
– Es uno bastante grande. Me gustaría examinar detenidamente las otras historias de Dudley antes de terminar lo que he escrito sobre él, pero ya le conoce. No me dejaría hacer tal cosa.
– Sé cómo debe sentirse. Yo me he sentido así.
Patricia lo dudaba, especialmente porque se sentía culpable por haber predicho la reacción de Kathy para aprovecharse de ella.
– ¿Cree que existe alguna posibilidad de que pueda leerlas?
– ¿Serviría de algo?
– Sí.
– Estará fuera el sábado porque va a leer junto a su padre. Tendremos que perdérnoslo si quieres venir.
– Si a usted no le importa -dijo Patricia sintiéndose aún más culpable.
– Espero que pueda convencerlo de que es por su bien. Te llamaré cuando sepa exactamente cuándo se va.
– Eso sería genial -dijo Patricia, aunque no tenía ni idea de para quién-. Ahora que hablamos de ello, ¿usted cuándo leyó sus historias?
– En diferentes momentos a lo largo de los años. Solía leer las nuevas que sabía que estaba escribiendo.
– Entonces, ¿sabe decirme cuándo las escribió?
– Podría hacerlo cuando estemos sentadas y echándoles un vistazo.
– Espero sus noticias -dijo Patricia para terminar la conversación, aunque sus pensamientos seguían confusos.
Ahora que había persuadido a Kathy para actuar en contra de los deseos de su hijo, no estaba segura de qué consecuencias habría. ¿Realmente sería capaz de recordar los incidentes que subyacieran en las demás historias? Y si lo hacía, ¿qué sería lo peor? A fin de cuentas él rechazó publicarlas. El tren dudó en Bidston antes de continuar y apenas se había despejado el andén cuando sonó de nuevo su teléfono, como para advertirla de que aún no había escapado.
Si Kathy había cambiado de opinión, Patricia dudó de que fuera capaz de engañarla más.
– Diga -dijo para reponerse.
– ¿Patricia? Vincent. A Colin se le ha ocurrido una gran idea.
– Ah.
No se esperaba que fuese Vincent así que no pudo pensar en nada más que añadir que:
– De acuerdo. Está bien.
– Creo que es lo mejor que nos ha pasado desde lo de Dudley.
Parecía que Vincent había estado buscando las palabras adecuadas para expresar todo el entusiasmo que había en su voz y al final las hubiera encontrado.
– Va a ser real -dijo.
22
– ¿Ha conseguido ya su hijo que le publiquen la historia, Kathy?
– Cualquier día de estos, Mavis.
– Eso esperamos, ¿verdad, Cheryl? Si no empezaríamos a pensar que Kathy se lo ha inventado.
– Supongo que puedo haber exagerado algunas cosas sobre él, como hacen todas las madres. Espero que podáis entenderlo aunque no tengáis hijos.
– ¿Estás admitiendo tus mentirijillas?
– No, Mavis. Espero haberle ayudado a llegar a ser quien es.
– No te referirás a la clase de escritor que el periódico dice que es, ¿verdad?
– No sé lo que quieres decir, Cheryl.
– Hay muchísimos escritores y ahora cualquiera puede publicar con un ordenador. Quizá tu hijo debería hacer eso, ya que está tardando tanto. Seguramente ha leído lo del escritor que convirtió la muerte de una pobre chica en un asesinato. Quienquiera que sea, si no sabe hacerlo mejor, no debería escribir nada.
– No veréis nada parecido que pueda ser obra suya -les aseguró Kathy a sus compañeras.
Sin embargo, se le enrojeció la cara por la vergüenza y la rabia. Aunque aquello hubiese sido el fin de una tarde agotadora (una mujer desempleada que había dirigido todos sus comentarios a la niña pequeña que llevaba en su regazo como si fuera una muñeca de ventrílocuo; un hombre que analizaba en voz alta todo lo que decía Kathy; un tipo de unos cincuenta años que se negaba a decirle su verdadera edad y al que parecía haberle molestado no encajar inmediatamente en ningún trabajo), ¿cómo podría haber evitado el problema sin poder defender a su propio hijo? Lo único que podía hacer era rogarle a cualquiera que estuviera oyendo sus pensamientos que las presiones de su oficina de empleo no le hicieran venirse abajo al igual que ella intentaba aliviar las suyas. Quizá pronto podría dar la noticia de que la película estaba en marcha; estaría más solicitado una vez que consolidara su nombre.
Cuando el tren de Kirby Oeste se alejó del río, el recuerdo se fue perdiendo. ¿Debería haber accedido a la petición de Patricia Martingala? Patricia tenía que entender que jamás debería contárselo a Dudley para que él supusiera que ella había obtenido toda la información de sus historias gracias a su primera visita. Seguramente merecería la pena correr cualquier riesgo que pudiera provocar un acercamiento entre Patricia y Dudley, y en esta ocasión, no veía ninguno.
Pasó de largo la estación de Bidston y se bajó en Birkenhead Norte. Había algunos futbolistas haciendo sonar la jaula de alambre que estaba enfrente del supermercado, más allá de la cual se encontraba la iglesia en medio del cruce de cinco vías, inestable entre los humos del impaciente tráfico que permanecía a la espera. Cuando cruzó al otro lado, vio una humeante camioneta que conducía a los vehículos fuera del lavado de automóviles. Al doblar la esquina y comenzar a subir la pendiente, vio a Dudley más adelante.
Cuando él giró a la izquierda para llegar a su avenida, miró hacia atrás y la vio. Ella dibujó una sonrisa mientras que él solo seguía mirándola.
– ¿Qué intentas hacer? -preguntó.
Una vez que estuvo lo suficientemente cerca para poder hablar en voz baja, ella contestó: