– Ambos sabemos lo que quería decir y me lo ha soltado.
– Eso es completamente incierto. Estaba intentando encontrarle a esta chica un empleo para el que estuviera cualificada.
– Mis amigos de la universidad han tenido que buscarse empleos de nada -le dijo la joven a la señora Wimbourne a la vez que se echaba el pelo hacia atrás-. Yo quiero ganar dinero de verdad mientras sea lo bastante joven -dijo mirando a Dudley-. No voy a hacer nada malo a pesar de lo que pasa por tu pequeña y sucia mente. Quizá necesiten a una de esas para trabajar en este pequeño y sucio lugar. Pueden hacerlo mucho mejor.
El último comentario estaba dirigido solo a Colette, quien soltó el comienzo de una pequeña y tímida risita nerviosa. A medida que la chica se iba ofendida por las filas de asientos verde claro y salía de la oficina de empleo, la señora Wimbourne dijo:
– Ya veo que todo va bien en mi oficina.
Ya le había dejado a Dudley suficiente espacio para girar su silla.
– La gente se pasa el día jugando con el ordenador en donde trabaja mi madre -dijo-. No me gustaría trabajar en un sitio donde no se pueda tener privacidad.
El ventilador agitó el vestido de la señora Wimbourne y le hizo llegar todo su perfume antes de que pudiera contener la respiración. Cuando frunció el ceño, él pensó que no quería que le recordaran que su centro no había sido cambiado al plan abierto, sin embargo, ella dijo:
– No me importa la actitud de tus clientes. Espero que nada de esto te haya afectado, Colette.
Colette lo negó con otra risita nerviosa y Dudley se giró hacia el formulario que había sobre el mostrador.
– Márcalo como finalizado por el cliente -dijo la señora Wimbourne y vio que Lionel cerraba la puerta con llave-. Otro día liquidado. Coged vuestras cosas y vayámonos ya a nuestras madrigueras.
Cuando coincidieron en la sosa sala de personal de color amarillo y de tres asientos que olía a té añejo, Vera dijo:
– Dudley, ¿te vas a reconciliar con esa chica tan maleducada? Aquí tienes una chica agradable, ¿o estoy siendo demasiado entrometida, Colette?
Colette se mordió el carnoso labio inferior y bromeó escondiendo la cara, regordeta y bronceada, bajo su larga melena morena al agacharse para coger su mochila que tenía forma de conejito blanco. Trevor también se agachó y se la tendió, después se arregló el poco pelo gris que le quedaba en su reluciente cabeza.
– Creo que, y decimos lo que pensamos, ambos podéis tener mejores opciones.
Vera se frotó la frente bajo su pelo teñido de caoba como para eliminar las arrugas y redondeó la boca hasta que sus delgadas mejillas le marcaron los pómulos.
– Creo que hacen una pareja preciosa -objetó.
– No me refiero a vosotros, sino a algo mejor que esta rutina. Cuando yo tenía tu edad, Colette, o incluso la de Dudley, lo que quería era aventura. No os quedéis aquí o terminaréis como Vera y como yo, sin otro futuro que morir en una pensión.
Se dirigió tranquilamente hacia la puerta y les hizo una reverencia a Colette y a Vera. Dudley tuvo la sensación de que no podría escapar nunca de aquella habitación que parecía estar llena de té aguado. La oficina de afuera se había llenado de aire viciado ahora que el ventilador estaba apagado, pero en el momento en que se marchaba sintió como si alguien le hubiera echado un cubo de sudor por encima. En aquella calle peatonal que iba cuesta arriba, había una bolsa de plástico de Woolworth's tirada a las puertas de Virgin porque no había podido subir hasta la acera, que estaba decorada artísticamente con un paisaje marítimo con tiza. Por el medio de la desnivelada acera, las ramas más altas de los arbolitos cercados disfrutaban de la brisa, muy lejos del alcance de Dudley, aunque ya no se sentía atrapado detrás de aquel cristal caliente. Lejos del centro de trabajo, se sentía él mismo.
Parecía que el mundo fuera un espectáculo representado para él. Más allá de Blockbuster y de las otras tiendas de la planta baja de Mecca Bingo, había unos chicos con bañadores que estaban demasiado concentrados en huir de alguna travesura por las piscinas Europa como para darse cuenta de su presencia. En la estación de Conway Park, cuyas baldosas eran tan pálidas como el helado, se abrieron dos ascensores ante él, uno a cada lado. Entre dos túneles subterráneos, se bajaron algunos viajeros del tren de New Brighton para dejarle sitio.
El tren serpenteó hacia la luz del día por Birkenhead Park, meciendo levemente el interior y llenándole la nariz de aquel polvoriento y cálido olor de los asientos tapizados y dejando atrás el vacío del túnel con un grave estruendo. En Birkenhead Norte, las puertas más cercanas se detuvieron justo delante de un pasaje demasiado estrecho como para albergar nada más que la oficina de billetes. Entonces su mente parecía controlar todo lo de su alrededor: la terraza de dos pisos, no más de una pared con puertas y ventanas que daban a la estación; una pelota de fútbol contra la valla metálica del complejo deportivo que estaba enfrente de un rudimentario supermercado; el olor frustrado de los gases de gasolina que despedían los coches obligados a dar marcha atrás debido a los trabajos de carretera en un cruce de cinco vías con una iglesia en medio; la gente aclarando con mangueras sus vehículos llenos de jabón en el tren de lavado o secándolos con bayetas, al igual que los mendigos en los semáforos… Todo aquello era mucho más para él.
Tras cinco minutos de fácil subida por una calle ostentosa llena de parejas de casas situadas enfrente del lavado de vehículos, vio el observatorio abandonado y su cúpula gris agazapada como una tortuga aletargada e introvertida, en lo alto de la colina Bidston. Estaba alejada de su camino y, cuando llegó a la carretera que casi seguía una línea curvada, gran parte de la colina había sido escorzada en una pendiente llena de plantas y mariposas. Su casa era una de la larga fila de casas adosadas que desafiaban a la vegetación de la carretera. Pasó por el jardín de rocalla de su madre, donde las hojas de los hierbajos estaban empezando a comerle terreno a las flores, y entró.
– ¿Kathy? -dijo a la vez que abría la puerta-. ¿Estás en casa?
El silencio y la falta del olor de la cena le hicieron saber que su madre aún no había regresado del trabajo. Avanzó por el recibidor, abriendo todas las puertas. Le irritaba que ninguna encajara en su marco, desde que ella les había quitado el color y las había dejado del tono pino pálido del pasamanos y del perchero. Se quitó los zapatos de camino a la escalera y los recogió con una mano mientras se quitaba los calcetines con la otra. Los dejó en la escalera, pero no pudo quitarse la camisa hasta que se deshizo de la chaqueta del traje de la oficina. La dejó caer sobre la silla de su escritorio, enfrente de la ventana de su dormitorio, por la que se veía la ladera de la colina, tras el monitor del ordenador. Dejó allí los pantalones y encima, la corbata con el nudo hecho. Lanzó la camisa y los calzoncillos empapados al cesto de la ropa sucia que había fuera del cuarto de baño, fallando, y regresó. Cerró la puerta con un pie y nada más despegar la planta del otro del suelo de madera, subió el marco de la ventana basculante tan alto como pudo y después se tiró de espaldas en la cama.
Le echó una mirada a su cuerpo desnudo en la habitación. La pistola de juguete que su padre le había comprado a pesar de las protestas de Kathy, seguía en la cómoda junto a los soldaditos de hacía muchos años. También estaban los libros que había ganado en el colegio y las colecciones de enciclopedias de sus padres seguidas de una de crímenes reales que él mismo había comprado. La pared que había entre la cómoda y las estanterías aún seguía decorada con los pósteres que su amigo Eamonn le había regalado. Kathy arrugaba la nariz cada vez que veía aquellas imágenes de películas de terror y la pistola cuando se acercaba a su habitación. ¿Cómo reaccionaría si se enterase de lo que además había allí? Se rió y gesticuló, pero no pudo seguir con sus pensamientos cuando oyó que llegaba a casa.