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– Lo intentará. Utilizará todas sus críticas para impedir que trabajes. Lo conozco mejor que tú. Como mínimo te hará el trabajo más duro y cuando menos te lo puedas permitir.

– Entonces será culpa tuya -dijo Dudley sacándose el teléfono móvil del bolsillo.

Iba a llamar a su padre, lo cual hizo que Kathy se desesperara tanto que dijo lo peor que se le vino a la mente:

– A él no le gusta lo que escribes.

Dudley volvió la cara adonde ella estaba. Sus ojos se hincharon de odio. Ella extendió las manos y comenzó a subir por la escalera con la esperanza de abrazar alguna parte de él, pero él levantó el teléfono como si fuese un arma.

– Busquemos otra alternativa -suplicó-. Déjame pensar. Haré todo lo que pueda por arreglar lo que hice. Haré cualquier cosa para ayudarte.

23

Mientras Dudley salía de la estación de Lime Street, no le habría importado ver a alguna chica sola. El teatro Empire estaba lleno de jubilados y no había nadie más allá de las columnas de St. George Hall. Finalmente, el tráfico de la hora punta le permitió cruzar hasta la calle William Brown, pero tampoco vio a nadie fuera de la galería de arte Walker ni de la biblioteca. Mucho más abajo, había una figura en vaqueros que pasaba por delante del museo. Dobló la esquina al final de la cuesta, dejando ver su perfil y aunque estaba a cientos de metros, vio que era una chica.

Ella iba por el camino que él debía tomar. Nunca debía dejar pasar una oportunidad así si se le ponía delante. Se apresuró a bajar la cuesta hacia la esquina. A lo largo del museo, había tres carriles de tráfico que iban en su misma dirección a toda velocidad por el paso a nivel de hormigón que había encima de él. Más allá había otro paso a nivel, destacado por una pasarela y por debajo del cual estaba pasando la chica en dirección al cruce de seis carriles desde el que se veía la Universidad de John Moores. Algunas calles no tenían pasos de peatones y las aceras se estrechaban tanto que no llegaban a ser más que cornisas. Había tráfico por todas partes, más del que debería haber, ensordecedor y absorbente. Sería invisible; ¿cómo no iba a aprovecharse de eso? No oía sus propias pisadas al correr hacia la chica y ponerse detrás de ella en el precario borde de cemento al pie de una pendiente de tres carriles. Su sombra sentía aún más deseo por alcanzarla que él mismo. Podía ver las huellas de sus manos aparecer en sus hombros mientras extendía los brazos. Aún no la había tocado cuando las sombras de sus manos comenzaron a formarse sobre el rápido tráfico y ella miró atrás por encima del hombro.

– ¡Oh! Hola Dudley -dijo-. Cuidado.

Era Patricia Martingala. Parecía una oportunidad perfecta, pero ¿valdría la pena escribir aquella historia? Ahora también tenía que pensar en aquello. No sabía qué forma debía adoptar su boca para decir:

– No te preocupes. No me caigo.

Ella se imaginó que él había corrido para socorrerla. Un camión más alto que una casa y tan largo como varias de ellas pasó a toda velocidad a menos de la distancia de lo que mide un brazo, sacudiéndole la cazadora vaquera que llevaba y despeinándola.

– No camines delante del tráfico -dijo.

Podría haber dicho también que aquello sería prematuro e insatisfactorio además de grotescamente injusto.

– No me gustaría.

– A mí tampoco.

Volvió a mirar a la carretera cuando pasaron tres coches, uno tras otro, saltándose el semáforo en rojo y después cruzó a la acera de enfrente, donde caminó hacia una valla que conducía hasta un paso oficial. La alcanzó cuando ya había llegado a la acera de enfrente de la universidad.

– ¿Fuiste a la uni?-le preguntó de pronto.

Le dio la sensación de que alardeaba de aquel diminutivo y de la indiferencia con la que se tomaba su educación, sintiéndose superior a él.

– Quizá los más inteligentes no vamos -respondió.

Aquello la silenció, pero no parecía suficiente. Entre la acera y la universidad, había un gran edificio de hormigón color picazo de ocho pisos y muchas ventanas y algunos testigos que holgazaneaban en la rampa. Pasada la universidad, una pendiente cubierta de hierba y apuntada con una vegetación simbólica reducía la anchura de la acera hasta que se podía sentir el olor de la respiración del tráfico. Sentía mucha frustración en lo más profundo de su mente. Patricia se mantenía en el lado interior de la acera aunque iba a dar un paso en cualquier momento para agarrarla por los hombros y arrojarla a la carretera. El alboroto le machacaba todos los pensamientos y luchó por recordar que debía dejarla a ella para más adelante. Y aún peor, casi tuvo que pasar por alto la necesidad de mostrar ignorancia.

– ¿En qué lado se supone que estamos? -gritó.

– No puedo oírte -gritó también Patricia a través del megáfono que formaban sus manos.

– ¿A dónde se supone que vamos? -chilló Dudley-. Deben de ser aquellos -se respondió a sí mismo.

Donde terminaba la cuesta de hierba, pasado un bloque de pisos abandonado, comenzaba una zona de descanso. Había coches de policía aparcados y oficiales uniformados que cortaban el tráfico. Más allá de la zona de descanso, había una chica apoyada contra la pequeña verja que estaba por encima de la carretera de acceso a los túneles nuevos del Mersey. Al final del todo de la zona de descanso vio a Vincent y al señor Matagrama, pero apenas los miró. Estaba demasiado desconcertado reconociendo a la chica.

Llevaba una blusa bordada y una falda corta azul chillón. Tenía las piernas desnudas y llevaba sandalias. El pelo moreno le caía despreocupadamente por los hombros. Sus gafas doradas revelaron unos óvalos blancos en vez de ojos cuando giró la cabeza como si lo conociese. Claro que aquello era imposible, así que pudo respirar tranquilo como si lo mereciera después de haberse dado cuenta de que su cara era demasiado redonda. Se quedó mirándola fijamente para asegurarse de que no se habían reconocido el uno al otro. Mientras pasaba de largo por un cartel que buscaba testigos de una fatalidad ocurrida en una fecha que no necesitaba mirar, el señor Matagrama le habló por encima del ruido apagado del tráfico.

– Nos preguntábamos si al final no vendría nadie.

Dudley se unió a él y a Vincent antes de preguntar:

– ¿Por qué no íbamos a venir?

– Me refería solo a ti. No me había dado cuenta de que estabais juntos.

Su tono era tan neutral que estaba claro que quería saber si Patricia estaba libre. Podía ser peor que inconveniente que alguien se la arrebatara a Dudley ahora.

– Estoy en ello -dijo-. No digáis nada.

– Tu secreto está a salvo con nosotros -le aseguró Vincent mientras Patricia los alcanzaba.

– ¿Sola con vosotros? -dijo Patricia.

El señor Matagrama levantó la mano con apatía en señal de que los dejara solos.

– Solo para hombres.

Aunque Dudley apreciaba su apoyo, no quería que ella se ofendiese. Miró fijamente a la chica que estaba detrás de ella, que había comenzado a caminar hacia delante y hacia atrás.

– ¿Qué se supone que hace? -preguntó Vincent.

– Están reconstruyendo los movimientos de la víctima -dijo Vincent.

– ¿Quién dice que fuera una víctima? El periódico dice que había tomado drogas y que podía haberse caído por el muro.

– Sus padres siempre han mantenido que no estaba lo bastante drogada como para haberse caído -informó el señor Matagrama-. Alguien de la policía debe de estar de acuerdo con ellos.

– Entonces, ¿qué creéis que ocurrió?

– Sus padres dicen que nunca se habría suicidado. No tenía ningún motivo para ello y no era de esa clase de personas. Quizá alguien la empujó.

Dudley comprendió que no podía demostrar demasiado triunfo ante ellos, pero era frustrante ver que el señor Matagrama no se alegrara de su naturaleza, ni siquiera en secreto. Los movimientos de la chica también eran insatisfactorios ya que no se parecían en nada a la realidad, particularmente el espasmo, que se veía como nada más que una sacudida desde aquella distancia a través de la carretera bajo la zona de descanso, durante unos prolongados segundos antes de que un inmenso camión que iba por la izquierda pasara todas sus ruedas por encima de ella con un tardío rugido de frenos. Nunca había llegado a estar seguro de si la clase de insecto en que se había convertido había permanecido consciente el suficiente tiempo como para intentar arrastrarse fuera de la carretera. Había parecido tener bastante poco cuidado cuando se acercó a ella a pedirle la hora. También le dijo que tenía la sandalia desabrochada y se agachó para empujarla por las rodillas y arrojarla al carril. Lo había lamentado únicamente por el delicado reloj de oro que llevaba, mucho más caro que la pieza tan poco femenina que llevaba su suplente. No podía evitar distraerse con aquello; el distraído y mecánico comportamiento de la chica era más irritante de lo que lo había sido su encuentro con Patricia.