Las repeticiones de la caída de la chica retumbaban como sones de tambor en la cabeza de Dudley, machacando sus pensamientos y convirtiéndolos en algo menos que palabras.
– Tengo el fin de semana para que se me ocurra algo -dijo intentando que no sonara a súplica.
– Si se te ocurre alguna idea nos la puedes enviar por correo electrónico.
Vincent parecía más calmado cuando dijo:
– Mi coche está a cinco minutos de aquí, por si alguien quiere que lo lleve.
– Yo también tengo el mío por aquí -dijo el señor Matagrama.
A Dudley le habría gustado pasar más tiempo con él, pero en aquel momento era crucial quedarse con su fuente de inspiración.
– Espero que no os quedéis atrapados en el atasco de la hora punta -dijo Patricia-. A mí no me importa caminar.
– Ni a mí tampoco -dijo Dudley enseguida.
También fue rápido en darles la espalda a los hombres. Si pensaban que intentaba hacer lo que ellos habrían hecho con Patricia, tendría otro motivo por el que nunca se imaginarían la verdad, pero tampoco quería que ella viera los guiños que le estaban haciendo. En pocos segundos estaban fuera del alcance del oído y la agente se había reunido con sus compañeros. Ni siquiera la actriz lo estaba mirando.
– ¿Patricia? -dijo.
– ¿Estás enfadado?
Se detuvo a la altura de los coches y lo miró.
– Estás enfadado -dijo.
– ¿No crees que debería estarlo? Él es mío, yo creé todo lo que tiene que ver con él.
– Nadie intenta robártelo. Ya has escuchado a Vincent, quiere que sigas en esto.
Dudley tenía que arriesgarse a sonar inadecuado, nadie más sabría que lo había hecho.
– No tengo ninguna idea para él.
– Te ha dado el fin de semana. Quizá se te ocurra algo.
– Sí, si tú me ayudas.
Patricia levantó la ceja que estaba más cerca de él.
– ¿Qué me estás pidiendo?
Bajo la barandilla que había detrás de ella, un coche estaba haciendo sonar el claxon, como advertencia o como fanfarria. Estaba tan cerca del muro que podía haberla empujado sobre él si la policía no hubiese estado allí, pero en cualquier caso no quería repetirse, más bien lo contrario.
– Quiero que me ayudes a investigar -dijo.
24
– Investigar -repitió Patricia a la vez que le señalaba con los ojos a la policía que estaba detrás de él.
No debía enfrentarse más a ellos.
– Hablémoslo -dijo, a la vez que pasaba de largo los coches marcados.
Él la adelantó enseguida y ella tuvo que darse prisa para mantenerse a su paso por la pendiente llena de árboles jóvenes y hierba sucia. No aminoró hasta que llegaron a la universidad y habían perdido de vista a la policía.
– ¿Qué tienes en mente? -preguntó ella.
– Explorar un poco y después cenar, si quieres.
– ¿Explorar dónde?
– Caminemos y veamos si se nos ocurre algo.
Algo menos impaciente, añadió:
– Quiero decirte que si a ti se te ocurre algo, no sabes lo bien que me vendría.
– No creo que a mí se me vayan a ocurrir la clase de ideas que se te ocurren a ti.
– Nunca se sabe lo que puede pasar. Podrías inspirarme.
Antes de que a ella le diese tiempo de objetar, él dijo:
– No tendría tantos problemas para buscar ideas si hubieseis publicado la historia que elegisteis.
Aquello no era culpa suya, pero si lo ayudaba también estaría ayudando a la revista.
– ¿Por qué no caminamos por la calle James, a ver qué pasa? -dijo ella.
Habían llegado a la intersección de un circuito de seis vías. A varios cientos de metros, los semáforos daban la salida a los competidores de los carriles más cercanos. Patricia tomó la delantera para pasar, pero Dudley la agarró por el brazo.
– Aún no -espetó a la vez que la soltaba.
Ella esperó en el cruce hasta que pasara el peligro y cruzó hacia el museo. La calle Dale llevaba hasta el río pasando por encima del túnel Kingsway, el cual se tragaba los coches por el lado izquierdo de la boca y los regurgitaba por el derecho. Las tiendas de bocadillos de las plantas bajas de los edificios de oficinas, tan altos como casas apiladas, ya estaban cerradas, y el tráfico de la calle de único sentido comenzaba a disminuir. Como aquel sitio parecía no animar a Dudley, ella dijo:
– ¿Puedo decir algo?
– Si quieres hablar, habla.
– Me preguntaba por qué no te gustaba la chica de antes.
– ¿A ti sí? Nos lo estaba haciendo aún más difícil.
– No hablo de la agente de policía, sino de la chica de la reconstrucción.
– No estaba muy metida en su papel.
– ¿Qué esperabas que hiciera? ¿O acaso criticas su vestimenta?
– No hay duda de que alguien la tiró por ir vestida así, ¿verdad?
– Lo siento, pero no estoy de acuerdo, creo que eso es ofensivo.
Patricia se ganó con aquello tal mirada que enseguida tuvo que preguntar:
– ¿Estoy confundida? ¿Estás intentando ser tu personaje?
– No necesito intentarlo.
Miró hacia uno de los callejones que había entre los edificios, aunque aquel en concreto pasaba a través de ellos. Cinco secretarias charlaban y caminaban por él en dirección a un bar de borrachos de cierta edad.
– Es inútil -dijo.
– No diré nada más si eso te desconcentra.
– No te preocupes, me eres de gran ayuda.
– Te metes en tu papel cuando trabajas en una historia, ¿no es así?
– Sí.
Aunque añadió para demostrárselo:
– Tú viste a aquella chica, pero el periódico no la describía así.
– Entonces, ¿qué es lo que te parece mal?
– Siempre intentan hacernos creer que la víctima de un asesinato supone una gran pérdida para el mundo, que se trataba de la mejor y más importante persona del mundo. No es justo.
Patricia pensó que se estaba pasando al intentar convencerla de su personaje.
– A la gente, cuando se trata de víctimas, le gusta pensar lo mejor de ellas. ¿Tú crees que los asesinos también?
– No conozco a ningún asesino que sea víctima.
Llegaron al Ayuntamiento que estaba en lo alto de una cuesta tras la que estaba el resto de edificios de la zona de negocios, bajando hacia la carretera del muelle y el Pier Head. Mientras torcía hacia la calle James, de repente al ver el río se le ocurrió una idea.
– ¿Alguna vez has utilizado el ferri?
– No desde que mi padre me llevó -dijo.
Empezaron a brillarle los ojos.
– Sé a lo que te refieres. Podría funcionar, ¿no? Ven conmigo.
Podría tomar el tren en la otra orilla del río.
– De acuerdo. Intentémoslo y asegurémonos de que se te ocurre alguna historia -dijo comenzando a descender por la pendiente.
Los seis carriles de la carretera del muelle seguían compitiendo a toda velocidad. Cuando finalmente desapareció el esbozo del hombre rojo que parecía tener heridas, ella corrió hacia la gran sombra deforme que formaba una de las aves de metal que había en lo alto del edificio Liver. No sabía a qué tipo de ave le recordaba aquella sombra. Podría haberse imaginado que se trataba de la sombra de las pisadas de Dudley mientras se apresuraba a pasar la extensa fachada gris de ocho pisos y cruzaba el enlosado espacio abierto hasta llegar a la oficina de billetes que estaba por encima del río.
Un elevador les hizo detenerse mientras el ferri sacudía las gomas en el extremo del embarcadero y un hombre vestido con un chaleco naranja luminoso le tiraba una cuerda a otro. Otro de los miembros del personal no desencadenó la plancha hasta que el ferri tocó el embarcadero para dejar subir a bordo a los pasajeros: a Patricia, Dudley y a un ciclista con casco que se quedó en la cubierta inferior. Una escalera cerrada llevaba hasta una cubierta al aire libre que había al lado de un bar desierto. Patricia se dirigía a uno de los pares de bancos de madera unidos por los espaldares que había en la cubierta, cuando Dudley le dijo: