Patricia intentó imaginarse una colaboración fructífera entre madre e hijo, pero no fue capaz. Él finalizó la llamada y después volvió a marcar.
– Estaba muy alterada -dijo-. Pensé que quizá si venías a cenar, podría sentirse mejor.
¿Lo había sugerido? Patricia no estaba muy contenta con la manera en que la había utilizado ni con que diera por hecho que podía hacerlo. Antes de poder hacer ninguna objeción amable, él le tendió el teléfono para que ella escuchase el sonido agudo de los tonos sin responder.
– No habrá ido a ninguna parte si sabía que ibas a ir. Debe estar allí, pero ¿por qué no responde?
El tren aminoraba a medida que llegaban a Birkenhead Norte. Apagó el teléfono y lo soltó en el bolsillo al ponerse de pie.
– ¿Vienes conmigo a comprobarlo? Puede que haya… No sé.
– ¿Qué es lo peor que podría haber hecho? Me pareció que sabe controlarse bastante bien.
– Nunca la has visto alterada. Una vez dijo que si alguna vez llegaba a pensar que yo no la quería, ella… no me atrevo a decirlo. ¿No ves que temo por ella?
Debía ser verdad. Patricia pensó que debía ser verdad, si no, no habría mostrado sus sentimientos de aquella manera. Aunque no creía que Kathy se hiciera daño a sí misma, tampoco estaba segura de ello.
– ¿Podemos llamar a algún vecino? -preguntó.
– No sé el número de nadie. No conozco a los vecinos.
Parecía más desesperado que nunca. La mueca con la que intentaba no abrir más los ojos, solo consiguió abultarlos.
– De acuerdo, te acompañaré -dijo.
Salió del tren antes de que las puertas terminaran de abrirse. Se apresuró por el pequeño pasaje de la estación y a lo largo de la terraza de casas que bordeaban la acera de enfrente. Después se detuvo en el campo vacío enjaulado de alambre como si un pensamiento de pronto lo hubiese dejado inmóvil. Patricia creyó que se había sentido inspirado hasta que vio que estaba mirando fijamente el supermercado del otro lado de la calle.
– Tengo que comprar algo. Por su culpa -explicó con poca paciencia.
– ¿Voy yo delante? Recuerdo el camino.
– Continúa, entonces. Te alcanzaré.
Patricia se dio prisa al llegar al cruce de la iglesia en medio. Se encontraba a mitad de camino de la calle cuesta arriba de enfrente del lavado de automóviles cuando lo escuchó llegar corriendo tras ella. Una gran bolsa de plástico le golpeaba el muslo a cada paso que daba. Durante un momento de consternación pensó que estaba llena de vendas, pero después se dio cuenta de que eran pesados rollos de cinta de empaquetar.
– ¿Para qué necesitas esto? -preguntó.
– Te lo dije. Por su culpa -dijo sin girarse y sin perder velocidad.
Probablemente Kathy le había pedido que los comprara. Quizá así expresaba su esperanza de que no se hubiese hecho daño o su renuencia a averiguar la verdad. Patricia dio una carrera para alcanzarlo una vez que habían llegado a su calle. Le echó un vistazo a la casa de al lado de la suya, pero las cortinas (visillos que siempre le recordaban a Patricia las elegantes telarañas), no se descorrieron. Metió la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta con el hombro lo suficiente para que Patricia no pudiera seguirlo enseguida.
Al principio él no supo por qué se abstenía de hablar incluso cuando ya había cerrado la puerta tras ellos. Entonces ella se dio cuenta de que no había ni pizca de olor a cena en el aire. Tomó aire que parecía tener sabor a ausencia diluida.
– ¿Kathy? -dijo ella.
Como si aquello le hubiese dado pie o lo hubiese hecho salir de su trance, Dudley se apresuró a abrir la puerta de la cocina de un golpe.
– No está aquí -dijo, casi llorando.
– ¿Crees que puede haber dejado una nota?
Patricia creyó que se trataba de una sugerencia razonable y que no merecía que la ignorase. Pasó por su lado a toda velocidad y subió corriendo al piso de arriba mientras ella buscaba en las otras habitaciones de la planta baja. Escuchó cómo abría la puerta del dormitorio de par en par y después, silencio. Podía haber respirado más tranquila al oírlo hablar si no llega a ser por el tono, demasiado acelerado para ser interpretable.
– Patricia.
Ella asió el pasamanos como si aquello le fuese a dar la fuerza necesaria y comenzó a subir las escaleras. Aún no había llegado al rellano cuando vio una hoja de bloc arrugada en el último peldaño. La recogió, la alisó y vio que estaba firmada con el nombre de Kathy.
Dudley, he hecho lo que te prometí. Tienes todas las comidas en el compartimento superior del congelador. He escrito lo que son en cada una de ellas. No me verás en todo el fin de semana ni sabrás dónde estoy, así que por favor, continúa con tu historia. Si eso no te ayuda, no sé qué más puedo hacer.
Con todo mi cariño,
Kathy (mamá)
Besos
¿Cuánto enfado debía sentir Patricia? Dudley podía haberle evitado sentir aquellos nervios; estaba claro que él había leído la nota antes de tirarla o esconderla. Estaba de pie de espaldas a ella en un dormitorio femenino que tenía que ser el de su madre.
– Dudley -dijo Patricia llegando al rellano.
– Estoy bien aquí.
Se dio la vuelta y tendió la mano. Ella pensó que iba a coger la nota, pero la mano, el puño para ser exactos, iba dirigido directo a su cara.
– Presentémonos como es debido -le oyó decir.
Y después el puño le golpeó la barbilla. Fue como sentir un garrotazo de nudillos, pero enseguida no sintió nada, ni nada de lo que vino después.
25
Patricia, nada más recobrar la conciencia, deseó no haberlo hecho. Incluso la última cosa que recordaba (el puño golpeándole la cara arrojándola a la nada), era mejor que el estado en el que empezaba a sentirse. Estaba tan oscuro que se preguntó si había perdido la vista. La sangre corría a la vez que las olas de dolor que sentía en la mejilla y el monótono sentido que escuchaba en su cabeza le hizo creer que también había sufrido daño en los oídos. Intentó tocarse la cara para comprobar la gravedad de la herida, pero descubrió que no tenía manos. Podía haber gritado si no llega a ser porque también le faltaba la boca.
Se las había quitado junto a los ojos y los oídos. Una convulsión se adueñó de todo su cuerpo al intentar gritar. Sus rodillas golpearon una superficie rígida y resbaladiza a la vez que su espalda presionó la pared opuesta del receptáculo donde la habían metido. Intentó estirarse, pero se dio en la cabeza con otra pared y con la cuarta cosa que había debajo de sus piernas, sin pies, porque no los sentía. No sabía si podría soportar averiguar nada más de su situación. Cada detalle parecía dejarla más indefensa. Quizá lo único que podía hacer era meterse tan profundamente dentro de sí que Dudley no pudiera alcanzarla.
Se acordó de la lucha para quitarse a Simon de encima. Cuando las palabras fracasaron en el intento de mantenerlo a distancia, sus uñas clavadas en las manos y el rodillazo en la entrepierna lo consiguieron. Pero su memoria le recordó que en esta ocasión la habían privado de todas sus defensas. Y lo peor de todo era que no podía ni ver ni oír. No sabía cuándo vendría Dudley a por ella hasta que decidiera qué hacer con su investigación, si es que aún no la había terminado. Entonces empezó a sentirse tan débil como sus nervios, una impresión que los reunió en una masa de escozor a ambos lados de la región baja de la espalda.
Sentía más allá de las muñecas. Aunque rozaba lo insoportable, aquello demostraba que tenía manos después de todo. Estaban recuperando la circulación para hacerle saber que estaban atadas a su espalda. Luchó para separarlas, pero apenas consiguió clavarse los nudillos en la espalda mientras sus uñas arañaban la pared del contenedor con un chirrido que pudo más que escuchar. También tenía los tobillos atados y entonces se acordó de la cinta de embalar que Dudley había comprado y se dio cuenta de por qué era incapaz de mover la cara. Le había envuelto la cara, dejando nada más que los orificios nasales al descubierto. La opresiva oscuridad en la que estaba empaquetada le hizo pensar que había utilizado varias capas de cinta.