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– También puedo escribir eso.

Ella repitió la protesta y comenzó a mover los pies hacia delante y hacia atrás, golpeando los lados de la bañera. Aunque a ella solo le pareciesen sonidos amortiguados, ¿podrían oírla los vecinos? Sus esperanzas parecieron confirmarse a la vez que se veían truncadas cuando él dijo:

– No puedo permitir que rompas nada. Parece que no eres tan madura como intentas ser y como le haces creer a todo el mundo. En el fondo eres como las demás.

Cuando sintió que él se desabrochaba las zapatillas, ella apretó los pies juntos y lanzó el torso hacia delante en un intento por hacerle daño. Fue inútil; sus piernas estaban demasiado extendidas. Ni siquiera pudo impedir que Dudley le quitara los zapatos. Escuchó el sonido que hicieron al caer cuando él los tiró y al final le pisó los tobillos.

– Golpea ahora todo lo que quieras -dijo-. Nadie más que yo va a oírte a pesar del ruido que hagas.

Patricia se quedó callada e inmóvil aunque estaba muy lejos de sentir calma. Si no le daba nada que observar, quizá no podría trabajar. ¿Significaba aquello que tendría que dejarla ir o que la atormentaría más hasta que lo inspirara? Aquella idea hizo que su cuerpo se agarrotara en torno al estómago y casi era un alivio escucharlo hablar hasta que entendió lo que estaba diciendo.

– No te preocupes, no estarás sola. Voy a dormir aquí.

¿Le molestó aquello? Justo ahora, su incapacidad para estar segura de su tono o de su expresión era peor que la ceguera y la sordera virtual. Era casi tan malo como no tener ni idea de la hora que era. Seguramente era de noche si había hablado de dormir, así que no pasaría mucho tiempo antes de que sus padres se preguntaran dónde estaba. Si la llamaban, ¿sería Dudley lo bastante inconsciente como para contestar? Ya no llevaba encima su teléfono móvil así que debía tenerlo él. En cualquier caso, Vincent y Colin sabían que se había ido con él y se lo contarían a la policía cuando les preguntaran. No pasaría mucho tiempo antes de que la policía llegara a la casa. Trató de creerse aquello con tantas ganas que esquivó su voz.

– Nunca me iré lejos -dijo-. Me quedaré aquí pensando todo el fin de semana.

26

Al final Kathy se quedó dormida, pero no por mucho tiempo. Había muchos pensamientos luchando por un espacio dentro de su cabeza. Cuidado con la esposa no había sido la clase de comedia que esperaba. Una joven liverpuliana que ahoga a su borracho y violento marido mientras están de vacaciones en Tenerife y tras regresar a casa decide que algunos de los amigos de su marido también deben ser eliminados y finalmente los maridos de las extrañas también. Aunque al final la arrestan, deja claro que le sigue una secuela. Algunas mujeres del público aplaudieron sus actos y varias de las parejas que había alrededor de Kathy terminaron discutiendo. Supuso que aquel era el objetivo, pero en cualquier caso no le afectaba. Le preocupaba demasiado que aquella película le pusiera las cosas aún más difíciles al señor Matagrama.

Seguramente habría espacio más que suficiente para dos películas sobre asesinos en serie liverpulianos. La mujer no la había convencido tanto como él. Kathy deseaba saber si la investigación de Dudley le estaba sirviendo de algo. Visitar la escena de una muerte debería haberle dado ideas, pero ¿podría utilizarlas? ¿No se toparía con el mismo problema que tuvo con la chica de Moorfields? Kathy encendió el teléfono nada más salir del cine, pero no había ningún mensaje, ninguno de él.

Se tumbó en la estrecha cama bajo la ventana del hotel desde donde se oían gritos, golpes de botellas y los taxis trabajando en la colina. No debería sentir que era la única persona a la que Dudley podía acudir. No debía sentirse celosa si encontraba una novia. Estaba segura de que estaba más interesado en Patricia Martingala de lo que ella creía. De pronto se vio completamente despierta y mirando fijamente el brillo burlón de una estrella. Habían pasado tantas cosas desde que Dudley encontró su trabajo en el ordenador que había olvidado invitar a Patricia a casa.

Habían acordado que Patricia esperaría su llamada, pero se había dejado su libreta de direcciones con él número apuntado en casa. Seguramente Patricia no intentaría contactar con ella hasta media mañana. Kathy tenía que impedir que la chica llamara a su casa. Sacó las piernas de la dura y cálida cama, y dejó algunos de los efectos provocados por los nervios en el cuarto de baño antes de llamar a la primera línea de información que le vino a la mente. Una mujer le informó de que el número de los Martingala no se hallaba en el directorio de Hoylake.

Deberían saberlo en La Voz del Mersey. ¿Habría alguien aún en la oficina? Cuando consiguió el teléfono, le contestó Patricia. Solo era el contestador, al parecer demasiado repleto de mensajes como para aceptar otro. Kathy se refugió en la ducha, pero aquel cubículo tan estrecho le hizo sentir más encarcelada que fresca. Se vistió y volvió a intentar llamar a la revista sin éxito. Después se arrodilló sobre la cama como si fuese a rezar, pero lo que quería era ver cómo la calle desierta apagaba sus luces bajo las grandes nubes doradas. Cuando el sol comenzó a hacerle daño en los ojos, se puso de pie.

En la planta baja una hosca camarera le trajo un té y una rebanada de pan apenas tintada que debía ser una tostada y más tarde, un plato con una salchicha y una loncha rosácea, por no mencionar el huevo frito con la yema reventada sobre los trozos de tomate. Las llamadas de Kathy seguían sabiendo a todo aquello mientras subía la escalera y se entretenía en la habitación. Había perdido la cuenta de sus intentos y se preguntaba si debería ir caminado al trabajo hasta el otro lado de la ciudad cuando le respondió una voz real, aunque no se esperaba aquel saludo:

– La Voz del Mersey de norte a sur; los mejores de oriente a occidente.

– ¿Puedo hablar con Patricia Martingala?

– Supongo que esta mañana se ha quedado en la cama. ¿Esperamos a Pat? -gritó Monty traduciendo después una respuesta inaudible-. Me parece que hoy no la veremos por aquí.

– ¿Me podría dar su número, por favor?

– No sé si podremos dárselo. Yo no soy el recepcionista, como habrá podido comprobar. Solo soy el poeta que ha contestado el teléfono. Walt, ¿les damos números de teléfono a los que llaman? -preguntó-. ¿Quién quiere saberlo? -transmitió luego.

Kathy se dio cuenta de que tenía que haber previsto aquello y se sintió atrapada y estúpida.

– La madre de Dudley.

– No puedes ser Kath.

– Sí lo soy, soy la única que lo trajo al mundo.

– Yo también tuve algo que ver con eso, ¿no? Recuerdo haberte pedido ya disculpas por haber ido a aquella actuación la noche en que nació.

– Seguro que sí. ¿Me podéis decir el número? Podría ser urgente.

– ¿Qué te traes entre manos? ¿Tiene que ver algo con Dud?

– Se trata de una cita que tengo que anular.

– Cosas de mujeres, ¿no? ¿No te dio Patricia su número?

– No lo tengo a mano en el sitio donde estoy.

– De acuerdo, Kath. No hay necesidad de que emplees la voz que pones en la oficina.

Sin dirigirse a ella, dijo:

– Es la madre de Dud.

– Entonces no hay problema. Dáselo.

Después de algo más que una pausa que la incitó a preguntar qué ocurría, Monty dijo:

– Tenemos su número fijo y de móvil, Kath.

– Si no es mucha molestia, me gustaría apuntar ambos.

– ¿Tienes a mano algo para escribir?

– Claro.

– Algún día serás escritora.

Cuando terminó de copiar los números en el bloc para el que apenas había sitio en la estantería, Monty dijo:

– La verás esta noche, ¿no?

– No, al menos que tú sepas algo que yo no sé.