– Oh, Dudley -se quejó al cerrar la puerta.
Adivinó que había encontrado sus calcetines ya que sus pasos sonaron cansados al subir por la escalera. Casi había llegado cuando dijo:
– ¿Estás aquí arriba?
– Iba a darme una ducha.
– Ve, entonces. Luego hablamos.
Pudo darse cuenta del nerviosismo que había en su voz incluso a través de la puerta.
– ¿Sobre qué?
– Dudley, hay algo que no te he dicho. Voy a bajar para que puedas ducharte y luego hablamos sobre ello.
Pensó que lo sabía y el calor lo dejó deshidratado. Cerró las manos y agarró el edredón. Oyó a su madre bajar las escaleras deprisa y salir de la casa para esconderse de cualquier posible enfrentamiento del que tenía miedo. ¿Qué le habrían dicho como para haberla alertado tanto? No se le ocurría nada, no podía pensar. Quizá si se quedaba allí, en el edredón, aquel encuentro no tendría lugar ya que ella no se arriesgaría a entrar en su habitación. Aquello no tenía sentido, aunque, ¿qué lo tenía? Era su madre y tendría que guardarle el secreto, ¿acaso no era eso lo que había en su voz? De pronto sintió ganas de enfrentarse a ella. Dejó el edredón y dio una carrera hacia el cuarto de baño, el pene moviéndose como un dedo admonitorio.
Kathy había echado la ropa del cesto, en lo que parecía un gesto prometedor. Cerró la puerta con el pestillo y se metió en la bañera. Era tan grande como le gustaba a ella y por primera vez se sintió pueril. Al llegarle el agua de la ducha, que había tardado algo en caer, se estremeció. A continuación el agua se calentó y se imaginó que todo el calor de junio se había transformado en agujas punzantes. Hizo todo lo que pudo para quitarse el sudor del cuerpo antes de atreverse a mirarse en el espejo mientras se secaba. Después de atarse el nudo del albornoz, bajó las escaleras. Pensó que estaba listo para la pelea, ya que iba vestido de boxeador.
Kathy estaba lavando los platos del desayuno en el fregadero de la cocina. Debía haberse soltado el canoso pelo del peinado que se había dicho para ir al trabajo (cuando por la mañana se despidió de él parecía llevarlo recogido), porque le caía por la espalda. Aún llevaba la ropa de funcionaría y no el caftán rojo descolorido que solía ponerse para estar en casa. Cuando se volvió hacia él, la luz dejó ver un ligero bigote oscuro, cosa que él pensaba que era símbolo del esfuerzo de su madre por contener cualquier necesidad de un padre que Dudley tuviese. Su gran cara huesuda de grandes ojos y acabada en una pequeña barbilla plana parecía estar determinada a ser razonable, como siempre. Tenía un dedo puesto en un surco por encima de la boca con un gesto de contención antes de que sus labios preguntaran:
– ¿En qué habitación nos sentamos? ¿Te apetece beber algo?
– No quiero nada. -Aquello sonó como de estar a la defensiva e intentó corregir su error-. Querías hablar -dijo, con un tono parecido al de una acusación, y sacó una silla de pino y linóleo que chirrió en el suelo.
– No quiero que te… -Recuperó su voz antes de sentarse a la mesa enfrente de él-. ¿Tienes idea de cuál fue la vez que más me alteraste?
Hasta ahora, ¿estaba insinuando algo? Aquel comienzo indirecto convirtió sus pensamientos en punzantes chichones que le dolían en la cabeza.
– No tengo ni idea -murmuró.
– Inténtalo, hay motivos.
– Mi primer día de colegio.
– Y seguiste llegando a casa llorando día tras día. Ya no estás enfadado conmigo por aquello, ¿verdad? Recuerda que yo te conté que yo me sentí igual mi primer día. Eran otros tiempos, pero también fue malo. Sabía que tenías que acostumbrarte al colegio; no podíamos permitirnos que te enseñaran en casa aunque fueses más adelantado que los demás niños.
Le pareció que su nostalgia era más sofocante de lo habitual.
Mientras el calor le envolvía, se dio cuenta de que aún esperaba la respuesta a su pregunta.
– El primer día que quise ir solo al colegio.
– Eras demasiado pequeño, Dudley. ¿Recuerdas el berrinche que te dio? Me encantaba aquel jarrón. Nunca te he dicho que era de mi madre, ¿verdad? Pero no, tampoco fue aquella vez. Parte de mí te admiraba por querer ser independiente cuando solo tenías once años.
– ¿Cuando acudí a mi primera entrevista de trabajo y no te dejé que me acompañaras?
– ¿Qué te hace pensar que aquel día me enfadara? Estaba muy orgullosa de ti.
No era así como él lo recordaba. La oyó sollozar nada más salir por la puerta, después de haberse despedido de él.
– ¿Cuándo me fui a buscar a mi padre? -sugirió con impaciencia.
– Tuve miedo hasta que la policía te encontró. Solo tenías trece años, pero no me refería a esa clase de irritación. Estoy segura de que la partida de Monty fue algo que te costó superar.
Entonces y durante muchos años Dudley había tenido la impresión de que su madre se sintió traicionada por su hijo.
– Entonces, no lo sé -se quejó-. Dímelo.
– Cuando hiciste pedazos aquella historia que te dije que deberías haber publicado.
– Ni siquiera la deberías haber leído.
– Pensé que la habías dejado encima de tu cama para que la encontrara. Si no debía leerla, ¿por qué no cerraste la puerta?
– Lo hice.
Seguramente aquella discusión había permanecido enterrada durante una década.
– Por eso ahora siempre la cierro -dijo.
– Estoy segura de que me habría gustado cualquier cosa que escribieras. Ni siquiera me dejaste terminarla.
Sus ojos siguieron brillando, a punto de llorar, cuando dijo:
– Deberías haber sabido que estaba de tu parte cuando fui al colegio con la otra que escribiste.
– Ya hemos hablado de esto, ¿adónde quieres llegar?
Kathy se inclinó hacia su hijo. Cuándo él le soltó las manos, dijo:
– ¿Conoces la revista que va a salir el mes que viene? La Voz del Mersey. ¿Te gustaría participar?
– ¿Te refieres a trabajar allí? Pensé que tu idea era que tuviese algo seguro, como tú.
– Hacen un concurso de relato corto cuya acción tenga lugar en los alrededores del Mersey y que esté escrito por alguien de aquí que no haya publicado nada antes.
Tras una punzada de frustración, enseguida sintió alivio.
– ¿No habrán elegido ya?
– Sí, Dudley.
Aquello reavivó su frustración aunque en gran parte, por ella.
– ¿Entonces por qué me cuentas esto?
– Has ganado.
– Que he…
Ella debió pensar que lo que le ocurría no era otra cosa que incredulidad o sorpresa, pero el calor no solo le envolvía sino que le estaba dejando la boca seca y las manos sudorosas.
– ¿Qué has hecho? -farfulló con rabia.
– No suelo rezar mucho, pero recé cada noche para que no dejaras de escribir solo porque yo había leído aquella historia de la que te habías deshecho. Estaba segura de que no lo habías dejado del todo pero, no me odies, no pude evitar buscar las nuevas. Solo quería asegurarme de que no habías arruinado tu talento.
La voz de Dudley sonó tan áspera como un trago de arena.
– Has estado leyendo mis historias.
– Sí, y cuando oí lo del concurso quise decirte que enviaras alguna, pero tuve miedo de que te deshicieras de ellas si sabías que yo las había visto.
– Así que tú… -Parecía que el resto de sus palabras eran incapaces de cruzar el desierto de su boca-. Tú…
– Envié una de ellas. Con tu nombre, claro, ya que no la habías firmado.
Ella parecía estar esperando alguna gratitud por su parte.
– ¿Cuál? -se forzó a sí mismo a decir.
– Una que me tuvo asustada y pegada al asiento y que no pude terminar antes de que volvieras de ver a tu novia. La del hombre del teléfono en el tren.
Si no hubiera fingido tener una cita, habría estado en casa. Aquella ironía le hizo tambalearse al ponerse de pie.
– No vayas a romper nada -gritó.
– Aléjate de mi habitación o lo haré -dijo, dando un portazo tras de sí al salir.
Arrastró un puñado de enciclopedias de la estantería y las amontonó sobre la cama. Vio por primera vez que el contrachapado sobre el que habían estado no era del mismo color que el de la pared. Siempre estaba oculto y nadie se habría dado cuenta a menos que hubiese estado husmeando en su habitación. Cuando bajó los últimos volúmenes, la tabla de madera se quedó vacía en la estantería y dejó al descubierto los manuscritos que allí escondía. Evitó que se cayeran al suelo y los dispersó sobre la cama. Estaban todos, incluido el de Los trenes nocturnos no te llevan a casa.
Aspiró el cálido olor de aquellos papeles viejos y cerró la puerta con la esperanza de que le hubiese retumbado en la cabeza a Kathy tanto como le retumbaba a él la suya.
– Me has dicho que la has enviado -gritó desde las escaleras-. Estabas intentando hacerme pensar que debían publicarme, ¿no? ¿De verdad crees que habría estado de acuerdo?
Su madre le tendió un sobre en la mesa. En la esquina superior izquierda había una cabecera de color azul intenso. Al revés parecían un par de desiguales cuchillas afiladas delante de dos trazos sin sentido. Lo puso derecho y pudo ver la gran «M» que comenzaba la palabra Mersey.
– Ábrelo -le instó su madre.
Lo abrió con tanta fuerza que la hizo retroceder. Dentro había dos copias de un contrato para publicar Los trenes nocturnos no te llevan a casa. Quizá por temor a que los hiciera pedazos, comenzó a hablar para distraerlo.
– Fotocopié tu historia en el trabajo. La revista llamó para comunicar que habías ganado. Quería decírtelo, pero pensé que era mejor esperar hasta tenerlo por escrito.
– No pueden publicar la historia si no firmo. Y no quiero que la publiquen.
– Lo siento, Dudley, pero sí que pueden.
No había ni pizca de remordimiento en su voz.
– ¿Quién lo dice? -preguntó.
– Si envías algo a un concurso, se supone que estás aceptando las normas. Aunque no firmes, pueden publicarla si te la pagan. Mira, te van a dar quinientas libras.
– Yo no la envié.
– Tú no dirías que yo lo hice en contra de tu voluntad, ¿verdad? Me estás haciendo sentir como si no hubiese debido ayudarte. Pensé que te gustaría que alguien más aparte de mí supiera lo bueno que eres.
Mucho antes de que terminara de hablar, la cabeza de Dudley estaba colapsada de palabras.
– ¿Firmas para que nos dé tiempo a echarlo al correo de hoy? -preguntó-. Aquí tienes un bolígrafo.
Buscó en su bolso de pana y sacó un bolígrafo para tendérselo. Le pareció viejo, ya fuese por la luz del sol o por el pánico que le envolvía. Hizo un pequeño y prolongado sonido que le puso de los nervios. Cerró la mano a su alrededor y consideró durante un momento si romperlo en dos o no, pero ¿qué habría conseguido con eso? Se la imaginó pasándole una interminable sucesión de bolígrafos hasta que terminara cediendo a su súplica. Sintió que sus labios dejaron ver sus dientes con una sonrisa, o quizá una mueca, a la vez que garabateaba su firma en ambos contratos.
– Aquí tienes -dijo tan serio que la voz sonó áspera-. ¿Estás ya contenta?
– Siempre que tú lo estés, yo lo estaré. Dame a mí uno y quédate tú con el otro.
Nada más ponerle el capuchón al bolígrafo, ella se inclinó sobre la mesa y deslizó la copia que tenía más a mano fuera de su alcance. Sacó un sobre ya sellado del bolso y lo dirigió a La Voz del Mersey. Introdujo el contrato y lo cerró a la vez que se ponía en pie.
– Iré corriendo al buzón -dijo.
Y se fue.
Arrastró las uñas por el contrato que le había dejado. Pensó hacerlo una bola y tirarlo a la basura, pero aquello no tenía sentido si Kathy no estaba allí para presenciarlo. Subió las escaleras y dejó caer la copia sobre los manuscritos. Después se sentó en la cama y hojeó la historia sobre la que ya no tenía ningún control.
– Su primer error fue pensar que estaba loco…
Debía haber leído aquello docenas de veces, pero hasta entonces nunca había sido capaz de traicionarlo.
– Ven y cógeme -dijo sin respiración.
Parecía que la luz del sol le daba como un foco cuando se dio cuenta de a lo que estaba invitando. Dio un salto, se puso de pie y buscó en el armario algo de ropa para poder ir tras su madre. Estaba intentando desatar el nudo de la corbata sin conseguir otra cosa que romperse las uñas debido a la prisa, cuando Kathy reapareció en el cruce de la calle. Lo saludó con la mano abierta y vacía.
– Ya lo he hecho -dijo.