– No vayas a romper nada -gritó.
– Aléjate de mi habitación o lo haré -dijo, dando un portazo tras de sí al salir.
Arrastró un puñado de enciclopedias de la estantería y las amontonó sobre la cama. Vio por primera vez que el contrachapado sobre el que habían estado no era del mismo color que el de la pared. Siempre estaba oculto y nadie se habría dado cuenta a menos que hubiese estado husmeando en su habitación. Cuando bajó los últimos volúmenes, la tabla de madera se quedó vacía en la estantería y dejó al descubierto los manuscritos que allí escondía. Evitó que se cayeran al suelo y los dispersó sobre la cama. Estaban todos, incluido el de Los trenes nocturnos no te llevan a casa.
Aspiró el cálido olor de aquellos papeles viejos y cerró la puerta con la esperanza de que le hubiese retumbado en la cabeza a Kathy tanto como le retumbaba a él la suya.
– Me has dicho que la has enviado -gritó desde las escaleras-. Estabas intentando hacerme pensar que debían publicarme, ¿no? ¿De verdad crees que habría estado de acuerdo?
Su madre le tendió un sobre en la mesa. En la esquina superior izquierda había una cabecera de color azul intenso. Al revés parecían un par de desiguales cuchillas afiladas delante de dos trazos sin sentido. Lo puso derecho y pudo ver la gran «M» que comenzaba la palabra Mersey.
– Ábrelo -le instó su madre.
Lo abrió con tanta fuerza que la hizo retroceder. Dentro había dos copias de un contrato para publicar Los trenes nocturnos no te llevan a casa. Quizá por temor a que los hiciera pedazos, comenzó a hablar para distraerlo.
– Fotocopié tu historia en el trabajo. La revista llamó para comunicar que habías ganado. Quería decírtelo, pero pensé que era mejor esperar hasta tenerlo por escrito.
– No pueden publicar la historia si no firmo. Y no quiero que la publiquen.
– Lo siento, Dudley, pero sí que pueden.
No había ni pizca de remordimiento en su voz.
– ¿Quién lo dice? -preguntó.
– Si envías algo a un concurso, se supone que estás aceptando las normas. Aunque no firmes, pueden publicarla si te la pagan. Mira, te van a dar quinientas libras.
– Yo no la envié.
– Tú no dirías que yo lo hice en contra de tu voluntad, ¿verdad? Me estás haciendo sentir como si no hubiese debido ayudarte. Pensé que te gustaría que alguien más aparte de mí supiera lo bueno que eres.
Mucho antes de que terminara de hablar, la cabeza de Dudley estaba colapsada de palabras.
– ¿Firmas para que nos dé tiempo a echarlo al correo de hoy? -preguntó-. Aquí tienes un bolígrafo.
Buscó en su bolso de pana y sacó un bolígrafo para tendérselo. Le pareció viejo, ya fuese por la luz del sol o por el pánico que le envolvía. Hizo un pequeño y prolongado sonido que le puso de los nervios. Cerró la mano a su alrededor y consideró durante un momento si romperlo en dos o no, pero ¿qué habría conseguido con eso? Se la imaginó pasándole una interminable sucesión de bolígrafos hasta que terminara cediendo a su súplica. Sintió que sus labios dejaron ver sus dientes con una sonrisa, o quizá una mueca, a la vez que garabateaba su firma en ambos contratos.
– Aquí tienes -dijo tan serio que la voz sonó áspera-. ¿Estás ya contenta?
– Siempre que tú lo estés, yo lo estaré. Dame a mí uno y quédate tú con el otro.
Nada más ponerle el capuchón al bolígrafo, ella se inclinó sobre la mesa y deslizó la copia que tenía más a mano fuera de su alcance. Sacó un sobre ya sellado del bolso y lo dirigió a La Voz del Mersey. Introdujo el contrato y lo cerró a la vez que se ponía en pie.
– Iré corriendo al buzón -dijo.
Y se fue.
Arrastró las uñas por el contrato que le había dejado. Pensó hacerlo una bola y tirarlo a la basura, pero aquello no tenía sentido si Kathy no estaba allí para presenciarlo. Subió las escaleras y dejó caer la copia sobre los manuscritos. Después se sentó en la cama y hojeó la historia sobre la que ya no tenía ningún control.
– Su primer error fue pensar que estaba loco…
Debía haber leído aquello docenas de veces, pero hasta entonces nunca había sido capaz de traicionarlo.
– Ven y cógeme -dijo sin respiración.
Parecía que la luz del sol le daba como un foco cuando se dio cuenta de a lo que estaba invitando. Dio un salto, se puso de pie y buscó en el armario algo de ropa para poder ir tras su madre. Estaba intentando desatar el nudo de la corbata sin conseguir otra cosa que romperse las uñas debido a la prisa, cuando Kathy reapareció en el cruce de la calle. Lo saludó con la mano abierta y vacía.
– Ya lo he hecho -dijo.
5
– No van a venir, me voy.
– Espera unos minutos más, Dudley. Sé que vendrán.
– Ya los he esperado bastante, más de lo que debería. ¿Lo ves? No piensan tan bien de mí como dijiste.
– Claro que sí. Se habrán retrasado, ¿Por qué no llamas a la revista?
– No quiero hablar con ellos.
¿Era aquel uno de sus repentinos ataques de pánico contenido? A Kathy no le gustaba prestarles demasiada atención, aunque siempre se sentía culpable porque perdía los estribos y lo negaba. Nadie excepto ella se daba cuenta y suponía que, siendo su madre, nunca podría dejar de preocuparse por él. Se levantó del sofá de mimbre tapizado con un crujido y miró por la ventana con el ceño fruncido.
– No hay nadie, me voy.
– Prométeme que no te irás muy lejos. Llévate el móvil para que pueda llamarte cuando aparezcan y no te ensucies porque te van a fotografiar.
La mueca de desprecio que puso hizo que a Kathy le pareciese aún más joven.
– Solo quiero que tengas el mejor aspecto posible cuando te vea toda esa gente -dijo mientras él recorría la habitación.
Lo siguió hasta la puerta de entrada. Él se giró y le puso cara de pocos amigos desde el resquebrajado camino, pero ella, lo que estaba viendo, era cuánto se le parecía, excepto por el pelo, que se lo recortaba una vez al mes. Tenía la cara más ancha de lo que requerían los huesos, terminada en una barbilla aplastada y unos ojos color azul claro más amplios aún con las emociones que afrontaban. Monty había escrito una vez un poema llamado Cuatro ojos, que aparentemente hablaba de unos anteojos, pero que al final resultó tratar de los ojos de su esposa y los de su hijo.
– Apuesto a que la prensa llegará en el momento en que estés fuera -dijo.
Alzó los hombros hacia sus grandes y protuberantes orejas, el único rasgo del que consideraba responsable a Monty, y se apresuró a cruzar la calle. Tardó pocos segundos en desaparecer como una bestia en la jungla, aunque no antes de que los fuertes rayos de sol cayeran sobre la cabeza de Kathy. Debería haberle sugerido que se pusiera un sombrero. No había nadie en aquella calle de sentido único, así que se metió dentro.
Dudley había pasado la última media hora hojeando sus antiguas revistas de crímenes, pero únicamente le habían inspirado críticas burlonas. Ella quitó las revistas del sofá y del suelo, y las depositó en el organizador de madera de pino que tenían al lado de la televisión. Desde que había recibido el contrato de su historia, se había vuelto más desordenado que nunca. Ella prefería que fuese deliberado y no inconsciente, no le gustaba pensar que su hijo no tenía todo el control sobre su mente. Al menos estaba todo lo segura que podía de que nunca había tomado drogas, no como su Monty, varios años atrás, antes de nacer su hijo. Si a veces se pasaba horas metido en su habitación, sin ni siquiera encender el ordenador, no había duda de que estaba leyendo. Si decidiera estar con su novia, Trina, quizá eso cambiara. Solo sus pánicos secretos le hacían recordar su experiencia con el LSD, aquella noche de la que estaba convencida no tendría fin, cuando se dio cuenta de cuán infinita era la oscuridad y de cómo el paso del tiempo solo ponía más y más estrellas en el cielo, sin permitir que el sol apareciera. Monty había estado garabateando poemas a la luz del día que eran incomprensibles; había estado distante y preocupado mientras escribía y había madurado más tarde en su matrimonio. Seguramente la única noche que se tomaron de complacencia no llegó a afectarle a Dudley, pero el temor a que sí pudiera haberlo hecho nunca se había ido del todo. Se dirigió a la cocina a echarse un poco de agua fresca en la cara y a beber para aclararse la boca de aquel recuerdo a sabor metálico. Tenía puestas las manos sobre el interior del fregadero de acero relativamente frío, cuando sonó el timbre.