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También sospechaba que la luz del día, a la mañana siguiente, me devolvería la confianza y la razón. Tal vez ni siquiera me creería la historia de Rossi cuando despertara, si bien estaba seguro de que me atormentaría tanto si la creía como si no. ¿Y cómo?, me pregunté al pasar bajo las ventanas de Rossi y alzar la vista de manera involuntaria hacia su lámpara, que todavía brillaba, ¿cómo no iba a creer al director de mi tesis en algo relacionado con su especialidad? ¿Acaso no significaría eso poner en duda todo el trabajo que habíamos hecho juntos? Pensé en los primeros capítulos de mi tesis, que descansaban formando columnas de hojas pulcramente mecanografiadas sobre mi escritorio, y me estremecí. Si no creía la historia de Rossi, ¿podríamos seguir trabajando juntos? ¿Debería suponer que estaba loco?

Tal vez debido a que no podía apartar a Rossi de mi mente, cuando pasé por debajo de sus ventanas fui muy consciente de que su lámpara seguía brillando. En cualquier caso, estaba pisando la isleta iluminada que proyectaba la luz de la lámpara contra el pavimento de la calle que conducía a mi barrio, cuando ésta se desvaneció literalmente bajo mis pies.

Ocurrió en una fracción de segundo, pero un estremecimiento de horror me recorrió de pies a cabeza. En un momento dado estaba absorto en mis pensamientos, pisando la isleta iluminada que la lámpara arrojaba sobre el pavimento, y al siguiente estaba petrificado.

Había reparado en dos cosas casi al mismo tiempo. Una era que nunca había visto esta luz sobre esa zona de pavimento, entre los edificios de aulas góticos, pese a que había pasado por la calle quizás un millar de veces. Nunca la había visto porque nunca había sido visible.

Ahora lo era porque todas las farolas de la calle se habían apagado de repente. Estaba solo en la calle, y el único sonido que persistía era mi último paso. A excepción de aquellos fragmentos luminosos procedentes del estudio donde habíamos estado sentados diez minutos antes, la calle estaba a oscuras.

Mi segundo descubrimiento, si es que en realidad puede hablarse de un segundo descubrimiento, se abatió sobre mí como una parálisis cuando me detuve. Digo que se abatió porque así fue como lo percibió mi vista, no mi razón o mi instinto. En aquel momento, paralizado como estaba, la luz cálida procedente de la ventana de mi mentor se apagó. Quizá pienses que es de lo más normaclass="underline" la jornada laborable termina y el último profesor que abandona el edificio apaga las lámparas, dejando a oscuras una calle cuyas farolas han fallado momentáneamente.

Por un momento me quedé sin aliento. Me volví, aterrorizado, y vi las ventanas a oscuras, casi invisibles sobre la calle también a oscuras, y corrí hacia ellas guiado por un impulso.

La puerta por la que había salido estaba cerrada con llave. No brillaban más luces en la fachada en el edificio. A esta hora, debía ser normal que hubieran cerrado la puerta tras salir el último visitante. Estaba sopesando la posibilidad de correr hacia alguna de las demás puertas, cuando las farolas se encendieron de nuevo, y me sentí avergonzado. No vi ni rastro de los dos estudiantes que habían salido detrás de mí. Pensé que debían haberse marchado en otra dirección.

Pero ahora desfilaba otro grupo de estudiantes, riendo. La calle ya no estaba desierta. ¿Y si Rossi salía de un momento a otro, como sin duda haría después de apagar las luces y cerrar con llave la puerta de su despacho, y me encontraba allí esperando? Había dicho que no quería seguir hablando de lo que habíamos hablado. ¿Cómo podría explicarle mis temores irracionales, en el umbral de la puerta, cuando había dejado caer un telón sobre el tema, sobre todos los temas morbosos, tal vez? Di media vuelta, avergonzado, antes de que me sorprendiera, y corrí a casa. Dejé el sobre sin abrir en mi maletín y dormí (aunque no muy bien) toda la noche.

Estuve ocupado los dos días siguientes y no me permití pensar en los papeles de Rossi. De hecho, aparté de mi mente categóricamente todo tema esotérico. Por consiguiente, me pilló por sorpresa que un compañero de mi departamento me parara en la biblioteca, ya avanzada la tarde del segundo día.

– ¿Te has enterado de lo de Rossi? -preguntó, al tiempo que agarraba mi brazo y me obligaba a girar en redondo-. ¡Espera, Paolo!

Sí, lo has adivinado. Era Massimo. Ya era grande y vocinglero de estudiante, tal vez más vocinglero que ahora. Lo cogí por el brazo.

– ¿Rossi? ¿Qué? ¿Qué le ha pasado?

– Ha desaparecido. La policía está registrando su despacho.

Corrí sin parar hasta el edificio, que ahora parecía vulgar, brumoso por dentro debido al sol del atardecer y abarrotado de estudiantes que salían de las aulas. En el segundo piso,

delante del despacho de Rossi, un policía de la ciudad estaba hablando con el jefe del departamento y varios hombres que yo no había visto nunca. Cuando llegué, dos hombres con chaquetas oscuras estaban saliendo del estudio del profesor. Cerraron la puerta con firmeza a sus espaldas y se encaminaron hacia la escalera y las aulas. Me abrí paso y hablé con el policía.

– ¿Dónde está el profesor Rossi? ¿Qué le ha pasado?

– ¿Le conoces? -preguntó el policía, mientras me miraba de arriba abajo.

– Es el director de mi tesis. Estuve aquí hace dos noches. ¿Quién dice que ha desaparecido?

El jefe del departamento avanzó y estrechó mi mano.

– ¿Sabes algo de esto? Su ama de llaves telefoneó a mediodía para avisar de que no había vuelto a casa anoche, ni la noche anterior. No llamó para que le sirviera la cena ni el desayuno. La mujer dice que nunca lo había hecho. Dejó de acudir a una reunión del departamento esta tarde sin telefonear antes, cosa que tampoco había hecho nunca. Un estudiante vino a comentar que su despacho estaba cerrado con llave, cuando habían concertado una cita en horas de tutoría, y que Rossi no había hecho acto de aparición. Hoy no dio su clase, y al final he ordenado que abrieran la puerta.

– ¿Estaba dentro?

Intenté no jadear en busca de aliento.

– No.

Me precipité hacia la puerta de Rossi, pero el policía me retuvo por el brazo.

– No tan deprisa -dijo-. ¿Dices que estuviste aquí hace dos noches?

– Sí.

– ¿Cuándo le viste por última vez?

– A eso de las ocho y media.

– ¿Viste a alguien más por aquí?

Pensé.

– Sí, a dos estudiantes del departamento. Bertrand y Elias, me parece. Salieron al mismo tiempo que yo.

– Bien. Comprueba eso -dijo el policía a uno de los hombres-. ¿Notaste algo raro en el comportamiento del profesor Rossi?

¿Qué podía decir? Sí, la verdad. Me dijo que los vampiros eran reales, que el conde Drácula camina entre nosotros, que tal vez yo había heredado una maldición por culpa de sus investigaciones, y entonces me pareció que un gigante ocultaba la luz de su lámpara…

– No -contesté-. Nos reunimos para hablar de mi tesis y estuvimos charlando hasta las ocho y media.

– ¿Os fuisteis juntos?

– No. Yo fui el primero en irme, él me acompañó hasta el vestíbulo, y después volvió a entrar en su despacho.

– ¿Viste algo o a alguien sospechoso en las cercanías del edificio cuando te fuiste? ¿Oíste algo?

Vacilé algo. -No, nada. Bien, hubo un breve apagón en la calle. Las farolas se apagaron.

– Sí, ya nos han informado. Pero ¿no viste ni oíste nada anormal?

– No.

– Hasta el momento, eres la última persona que vio al profesor Rossi -insistió el policía-. Piensa bien. Cuando estuviste con él, ¿dijo o hizo algo raro? ¿Habló de depresión, suicidio, cosas por el estilo? ¿Habló de marcharse, de hacer un viaje?

– No, nada por el estilo -dije con sinceridad. El policía me miró con suspicacia.

– Necesito tu nombre y dirección. -Lo anotó todo y se volvió hacia el jefe del

departamento-. ¿Puede dar garantías de este joven?

– Es quien dice que es, desde luego.

– De acuerdo -me dijo el policía-. Quiero que entres conmigo y me digas si ves algo extraño. Sobre todo, algo diferente de hace dos noches. No toques nada. La verdad es que la mayoría de estos casos resultan bastante predecibles, urgencias familiares o colapsos nerviosos no demasiado graves. Es probable que reaparezca dentro de uno o dos días. Lo he visto muchas veces. Pero habiendo sangre en el escritorio no queremos arriesgarnos.

¿Sangre en el escritorio? Sentí que mis piernas flaqueaban, pero me obligué a caminar poco a poco detrás del policía. La habitación tenía el mismo aspecto que las docenas de veces anteriores que la había visto a la luz del día: pulcra, agradable, los muebles dispuestos en plan acogedor, libros y papeles formando pilas exactas sobre las mesas y el escritorio. Me acerqué más. En el escritorio, sobre el papel secante de Rossi, había una mancha oscura. El policía apoyó una mano firme sobre mi hombro.

– La pérdida de sangre no fue suficiente para causar la muerte -dijo-. Tal vez una hemorragia nasal, o de algún otro tipo. ¿Viste si le sangraba la nariz al profesor Rossi cuando estuviste con él? ¿Te pareció enfermo aquella noche?

– No -contesté-. Nunca le vi… sangrar, y nunca me hablaba de su salud.

Comprendí de pronto, con apabullante claridad, que había hablado de nuestras

conversaciones en pasado, como si hubieran terminado para siempre. Sentí un nudo de emoción en la garganta cuando pensé en Rossi despidiéndome risueño en la puerta. ¿Se habría hecho un corte de alguna manera, quizás a propósito, en un momento de inestabilidad, para luego salir corriendo de la habitación y cerrarla con llave? Traté de imaginarle desvariando en un parque, quizá muerto de frío y hambriento, o subiendo a un autobús hacia un destino elegido al azar. Nada de eso encajaba. Rossi era una estructura sólida, el hombre más frío y cuerdo que había conocido.

– Mira con mucho detenimiento.

El policía soltó mi hombro. Me estaba mirando fijamente, e intuí que el jefe del

departamento y los demás estaban acechando detrás de la puerta. Se me ocurrió que, hasta que se demostrara lo contrario, yo sería uno de los sospechosos en caso de que hubieran asesinado a Rossi. Pero Bertrand y Elias responderían por mí, como yo por ellos. Miré todo cuanto contenía la habitación. Fue un ejercicio frustrante. Todo era real, normal, sólido, y Rossi había desaparecido por completo de aquel entorno.