– No -dije por fin-. No veo nada diferente.
– De acuerdo. -El policía me hizo volver hacia las ventanas- Mira hacia arriba. Muy por encima del escritorio, en el techo de yeso blanco, una mancha oscura de unos doce centímetros de largo parecía avanzar de costado, como si apuntara hacia algo en el exterior.
– Eso también parece sangre. No te preocupes. Puede que sea del profesor Rossi, o no. El techo es demasiado alto para que una persona lo alcance con facilidad, aunque sea con un taburete. Lo analizaremos todo. Ahora, piensa. ¿Rossi comentó algo aquella noche acerca de que hubiera entrado un pájaro? ¿Oíste algún ruido cuando te marchaste, como si algo quisiera entrar? ¿Te acuerdas de si estaba abierta la ventana?
– No -dije-. El profesor no habló de nada parecido. Además, las ventanas estaban cerradas, estoy seguro.
No podía apartar los ojos de la mancha. Experimentaba la sensación de que, si me fijaba bien, tal vez leyera algo en su horrible forma jeroglífica.
– Hemos tenido aves en este edificio alguna vez -colaboró el jefe del departamento a nuestra espalda-. Palomas. De vez en cuando, se cuelan por las claraboyas.
– Ésa es una posibilidad -dijo el policía-. Aunque no hemos encontrado deyecciones, es una posibilidad.
– O murciélagos -siguió el jefe del departamento-. Podrían ser murciélagos. Es muy probable que haya todo tipo de cosas vivas en este edificio.
– Bien, ésa es otra posibilidad, sobre todo si Rossi intentó ahuyentar algo con una escoba o un paraguas y se hizo daño -sugirió un profesor desde el umbral de la puerta.
– ¿Alguna vez viste algo parecido a un murciélago o un pájaro aquí? -me volvió a preguntar el policía.
Me costó unos segundos formar la sencilla palabra y expulsarla de mis labios resecos.
– No -dije, pero apenas me enteré de la pregunta. Mis ojos se habían fijado por fin en el extremo interior de la mancha oscura, y en lo que parecía desprenderse de ella. En el último estante de la librería de Rossi, en su fila de «fracasos», faltaba un libro. Una estrecha hendidura negra se abría entre los lomos, en el punto en que el profesor había devuelto el misterioso libro dos noches antes.
Mis colegas salieron conmigo de la habitación, me daban palmaditas en la espalda y decían que no me preocupara. Debía estar blanco como el papel, Me volví hacia el policía, que estaba cerrando con llave la puerta a nuestras espaldas.
– ¿Existe alguna probabilidad de que el profesor Rossi esté en algún hospital, si se cortó o alguien le hirió?
El agente meneó la cabeza.
– Nos hemos puesto en contacto con los hospitales y de momento no hay ni rastro de él.
¿Por qué? ¿Crees que pudo hacerse daño? Dijiste que no parecía deprimido ni albergaba ideas suicidas.
– Desde luego que no.
Respiré hondo y me serené. El techo parecía demasiado alto para que un corte en la muñeca lo pudiera haber manchado. Un triste consuelo.
– Bien, vámonos todos.
Se volvió hacia el jefe del departamento y se alejaron para conversar en voz baja. La gente parada alrededor de la puerta del despacho empezó a dispersarse, y yo me adelanté a ellos.
Necesitaba antes que nada un lugar tranquilo donde sentarme. Los últimos rayos del sol de la tarde primaveral estaban calentando todavía mi banco favorito de la nave de la vieja biblioteca universitaria. A mi alrededor, tres o cuatro estudiantes leían o hablaban en voz baja, y noté que la calma familiar de aquel refugio cultural impregnaba mis huesos. La gran sala de la biblioteca estaba perforada por vitrales, algunos de los cuales daban a salas de lectura y corredores y patios similares a los de un claustro, así que podía ver a gente moviéndose dentro o fuera, o estudiando ante grandes mesas de roble. Era el final de un día normal. El sol no tardaría en abandonar las losas de piedra que yo pisaba, y sumiría al mundo en el crepúsculo, lo cual señalaría que habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la última vez que había hablado con mi mentor. De momento, el estudio y la actividad prevalecían en la biblioteca, rechazando los límites de la oscuridad.
Debería decirte que, cuando estudiaba en aquel tiempo, me gustaba estar a solas por completo, sin ser molestado, en un silencio monástico. Ya he descrito los cubículos de estudio en los que trabajaba con asiduidad, en la parte alta de las estanterías de la biblioteca, donde tenía mi propio nicho y donde había encontrado aquel libro siniestro que había cambiado mi vida e ideas casi de la noche a la mañana. Dos días ames, a esta misma hora, había estado estudiando aquí solo ocupado y sin miedo, a punto de recoger mis libros sobre Holanda y correr hacia una agradable velada con mi mentor. No había pensado en otra cosa que en lo que Heller y Herbert habían escrito sobre la historia económica de Utrecht el año anterior, y en cómo podría refutarlo en un artículo, tal vez un artículo pergeñado a partir de uno de los capítulos de mi tesis.
De hecho, si había imaginado algún fragmento del pasado, eran esos inocentes y algo codiciosos holandeses debatiendo los pequeños problemas de su gremio, o de pie, con los brazos en jarras, en portales elevados sobre los canales, mirando cómo alzaban hasta el último piso de sus casas provistas de almacén una nueva caja de mercancías. Si había tenido alguna visión del pasado, sólo había visto sus rostros rubicundos y curtidos por la intemperie, las cejas espesas, las manos hábiles, oído el crujido de sus excelentes barcos, percibido el olor de las especias, el alquitrán y las aguas residuales del muelle, y disfrutado del sólido ingenio de su forma de comprar y regatear.
Pero, por lo visto, la historia podía ser algo muy diferente, una salpicadura de sangre cuya agonía no se desvanecía de la noche a la mañana ni con el transcurso de los siglos. Y hoy mis estudios iban a ser de una nueva clase, nueva para mí, pero no para Rossi y para tantos otros que habían elegido su camino entre la misma maleza oscura. Deseaba iniciar este nuevo tipo de investigación entre los alegres murmullos y ruidos de la sala principal, no en las estanterías silenciosas con sus pisadas ocasionales sobre lejanas escaleras. Quería abrir la siguiente fase de mi vida como historiador bajo los ojos ingenuos de jóvenes antropólogos, bibliotecarios canosos, adolescentes que pensaban en partidos de squash o
zapatos blancos nuevos, estudiantes sonrientes e inofensivos profesores eméritos lunáticos, el tráfico habitual de la noche universitaria. Miré una vez más la bulliciosa sala, los retazos de luz solar que desaparecían a toda prisa, la incesante actividad de las puertas de la entrada principal, que se abrían y cerraban sobre goznes de bronce. Después recogí mi sobado maletín, lo abrí y extraje un grueso sobre oscuro, que tenía una leyenda escrita por Rossi:
RESERVAR PARA EL SIGUIENTE.
¿El siguiente? No lo había mirado con atención dos noches antes. ¿Se refería a reservar la información guardada para la siguiente vez que atacara este proyecto, esta fortaleza oscura?
¿O era yo el «siguiente»? ¿Era una prueba de su locura?
Dentro del sobre abierto vi una pila de papeles de diferentes gramajes y tamaños, muchos desteñidos y en mal estado debido a la antigüedad. Había hojas de papel cebolla impresas con apretadas líneas mecanografiadas. Una gran cantidad de material. Tendría que clasificarlo, decidí. Me acerqué a la mesa de color miel más cercana, contigua al fichero.
Aún había mucha gente a mi alrededor, pero eché una mirada supersticiosa por encima del hombro antes de sacar los documentos y colocarlos sobre la mesa.
Había manejado algunos manuscritos de Tomás Moro dos años antes, y algunas cartas de Hans Albrecht de Amsterdam, y en fechas más recientes había ayudado a catalogar una colección de libros de contabilidad flamencos de la década de 1680. Como historiador, sabía que el orden de cualquier hallazgo archivístico es una parte importante de la lección que imparte. Saqué papel y lápiz, e hice una lista del orden de los materiales a medida que los retiraba. El primer documento, el de encima de todo, lo formaban las hojas de papel cebolla. Como ya dije, estaban mecanografiadas de la manera más pulcra posible, como si fuesen cartas.
El segundo documento era un mapa, dibujado a mano con torpe pulcritud. Ya se estaba descolorando, y las marcas y nombres de lugares destacaban poco en un grueso papel de cuaderno, de aspecto extranjero, arrancado sin duda de alguna vieja libreta. A continuación había dos mapas similares. Después venían tres páginas de notas dispersas escritas a mano, con tinta y muy legibles a primera vista. Luego había un folleto ilustrado que invitaba a los turistas a la «Rumanía romántica» en inglés, que debido a sus adornos art déco parecía un producto de las décadas de 1920 o 1930. Después, dos recibos de un hotel y de las comidas tomadas en él. De Estambul, para ser preciso. Luego un antiguo mapa de carreteras de los Balcanes, impreso de manera deficiente a dos colores. El último objeto era un pequeño sobre color marfil, cerrado y sin inscripción alguna. Lo dejé a un lado heroicamente, sin tocar la solapa.
Eso fue todo. Di la vuelta al sobre marrón, hasta lo sacudí, de modo que ni siquiera una mosca muerta habría pasado desapercibida. Mientras lo estaba haciendo, de repente (y por primera vez) experimenté una sensación que me acompañaría durante todos los posteriores esfuerzos que se me exigieron: sentí la presencia de Rossi, su orgullo por mi minuciosidad, algo así como si su espíritu viviera y me hablara por mediación de los meticulosos métodos que él me había enseñado. Sabía que, como investigador, trabajaba con celeridad, pero también que no desdeñaba ni rechazaba nada, ni un solo documento, ni un archivo, por más lejos que estuviera, y desde luego ninguna idea, por impopular que fuera entre sus colegas.
Su desaparición, y su necesidad de mí, pensé desatinadamente, nos habían convertido casi en iguales. También intuí que me había estado prometiendo este desenlace, esta igualdad, desde el primer momento, y aguardaba el momento en que yo lo alcanzaría.
Ahora tenía ya todos los objetos diseminados sobre la mesa ante mí. Empecé con las cartas, aquellas largas y densas epístolas mecanografiadas en papel cebolla, con pocas erratas y pocas correcciones. Había una copia de cada, y daba la impresión de que ya estaban en orden cronológico. Todas estaban fechadas en diciembre de 1930, hacía más de veinte años.