Ranov enarcó las cejas, pero comunicó la oferta a Baba Yanka.
– Dice que hemos de cerrar la puerta. -Se levantó y cerró puertas y postigos,
ocultándonos a los espectadores de la calle-. Ahora cantará.
No habría podido existir mayor contraste entre la interpretación de la primera canción y la de ésta. Dio la impresión de que la mujer se encogía en su silla, acurrucada en el asiento con la vista clavada en el suelo. Su alegre sonrisa había desaparecido, y tenía los ojos de color ámbar clavados en los pies. La melodía era ciertamente melancólica, aunque el último verso se me antojó que finalizaba con una nota desafiante. Ranov tradujo con meticulosidad. ¿Por qué se mostraba tan colaborador?, volví a preguntarme.
El dragón bajó a nuestro valle.
Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.
Asustó al turco infiel y protegió nuestros pueblos.
Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.
Ahora hemos de defendernos solos.
El dragón era nuestro protector,
pero ahora hemos de defendernos de él.
– Bien -dijo Ranov-, ¿era eso lo que querían oír?
– Sí. -Helen palmeó la mano de Baba Yanka y la mujer se puso a farfullar en tono admonitorio.
– Pregúntele de dónde es la canción y por qué le tiene miedo – pidió Helen.
Ranov necesitó unos minutos para abrirse paso entre los reproches de Baba Yanka.
– Aprendió esta canción en secreto de su bisabuela, quien le dijo que nunca la cantara después de oscurecer. La canción trae mala suerte. Parece lo contrario, pero no. Aquí no la cantan, salvo el día de San Jorge. Es el único día que se puede cantar sin peligro, sin traer mala suerte. Confía en que ustedes no hayan provocado la muerte de su vaca o algo peor.
Helen sonrió.
– Dígale que tengo una recompensa para ella, un regalo que ahuyenta la mala suerte y la sustituye por buena. -Abrió la mano de Baba Yanka y depositó un medallón de plata en ella-. Esto pertenece a un hombre muy devoto y sabio, que se lo envía para protegerla. Es la efigie de Sveti Ivan Rilski, un gran santo búlgaro.
Deduje que éste debía ser el pequeño objeto que Stoichev había puesto en la mano de Helen. Baba Yanka lo miró un momento, le dio vueltas en su áspera palma y luego se lo llevó a los labios para besarlo. Lo guardó en algún compartimiento secreto de su delantal.
– Blagodarya -dijo. Besó la mano de Helen y la acarició como si hubiera encontrado a una hija perdida mucho tiempo atrás. Helen se volvió hacia Ranov.
– Haga el favor de preguntarle si sabe lo que significa la canción y de dónde procede. ¿Por qué la cantan el día de San Jorge?
Baba Yanka se encogió de hombros.
– Esta canción no significa nada. Sólo es una antigua canción que trae mala suerte. Mi bisabuela dijo que alguna gente creía que procedía de un monasterio, pero eso no es posible, porque los monjes no cantan canciones así. Cantan alabanzas a Dios. La cantan el día de San Jorge porque invita a Sveti Georgi a matar al dragón y acabar con los tormentos de su pueblo.
– ¿Qué monasterio? -interrogué-. Pregúntele si conoce un monasterio llamado Sveti Georgi, que desapareció hace mucho tiempo.
Pero Baba Yanka se limitó a asentir y chasquear la lengua.
– Aquí no hay ningún monasterio. El monasterio está en Bachkovo. Sólo tenemos la iglesia, donde yo cantaré con mi hermana esta tarde.
Rezongué y pedí a Ranov que probara de nuevo, Esta vez él también chasqueó la lengua.
– Dice que no sabe nada de ningún monasterio. Aquí nunca ha habido un monasterio.
– ¿Cuándo es el día de San Jorge? -pregunté.
– El seis de mayo. -Ranov me miró de arriba abajo-. Se les ha escapado por unas pocas semanas.
Me quedé en silencio, pero entretanto Baba Yanka había vuelto a animarse. Estrechó nuestras manos, besó a Helen y nos hizo prometer que iríamos a escucharla por la tarde.
– Es mucho mejor con mi hermana. Hace la segunda voz.
Le aseguramos que no faltaríamos. Insistió en obsequiarnos con algo de comer, que estaba preparando cuando entramos. Consistía en patatas y una especie de engrudo, y más leche de oveja. Supuse que me acostumbraría si me quedaba unos meses. Comimos y alabamos sus artes culinarias, hasta que Ranov nos dijo que debíamos volver a la iglesia si queríamos ver el inicio del oficio religioso. Baba Yanka se separó de nosotros de mala gana, apretó nuestros brazos y manos y palmeó las mejillas de Helen.
La hoguera que habían encendido junto a la iglesia casi se había apagado, aunque algunos troncos todavía ardían sobre las brasas, pálidas a la brillante luz de la tarde. Los aldeanos estaban empezando a congregarse cerca de la iglesia, incluso antes de que las campanas empezaran a tañer. Las campañas tañeron en la pequeña torre de piedra, y después, un joven sacerdote apareció en la puerta. Ahora iba vestido de rojo y dorado, con una larga capa bordada sobre su hábito y un chal negro encima del gorro. Llevaba un incensario con cadena de oro, que hizo oscilar en tres direcciones ante la puerta de la iglesia.
La gente congregada (mujeres vestidas como Baba Yanka con rayas y flores, o de negro de pies a cabeza, y hombres con toscos chalecos y pantalones de lana color castaño, camisas blancas atadas o abotonadas en el cuello) retrocedió cuando el sacerdote salió. Se mezcló con ellos, les bendijo con la señal de la cruz, y algunos inclinaron la cabeza o se arrodillaron delante de él. Detrás venía un hombre de mayor edad, vestido como un monje con un sencillo hábito negro. Supuse que debía ser su ayudante. Este hombre sostenía un icono en los brazos, cubierto con seda púrpura. Lo vi apenas un momento, un rostro rígido, pálido, de ojos oscuros. Debía ser Sveti Petko, pensé. Los aldeanos siguieron al icono en silencio alrededor del perímetro de la iglesia. Muchos se apoyaban en bastones o en los brazos de los más jóvenes. Baba Yanka nos localizó y tomó mi brazo con orgullo, como para demostrar a sus vecinos los buenos contactos que tenía. Todo el mundo nos miró. Se me ocurrió que estábamos recibiendo al menos tanta atención como el icono.
Los dos sacerdotes nos guiaron en silencio por la parte posterior de la iglesia y el otro lado, donde vimos el anillo de fuego a corta distancia y percibimos el olor del humo que se alzaba de él. Las llamas estaban languideciendo, sin que nadie se ocupara de ellas, los últimos troncos y ramas tenían un color naranja intenso, y el conjunto se iba convirtiendo poco a poco en una masa de brasas. Repetimos tres veces esta procesión alrededor de la iglesia, y después el sacerdote se detuvo de nuevo en el porche y empezó a cantar. A veces su ayudante le contestaba y a veces los feligreses murmuraban una respuesta, se persignaban o inclinaban la cabeza. Baba Yanka había soltado mi brazo, pero no se había alejado de nosotros. Helen lo observaba todo con mucho interés, y también Ranov.
Al final de esta ceremonia al aire libre, seguimos a la congregación al interior de la iglesia, oscura como una tumba después del resplandor de los campos y las arboledas. Era una iglesia pequeña, pero el interior poseía una especie de exquisitez, de la que iglesias más grandes que habíamos visto no podían presumir. El sacerdote joven había colocado el icono de Sveti Petko en un lugar de honor cerca de la parte delantera, apoyado en un podio tallado. Observé que el hermano Ivan se inclinaba ante el altar.
Como de costumbre, no había bancos. La gente estaba de pie o arrodillada sobre el frío suelo de piedra, y algunas mujeres se habían postrado en el centro de la iglesia. Las paredes laterales albergaban nichos con frescos o iconos, y en una de ellas destaca una abertura oscura que, pensé, debía descender a la cripta. Era fácil imaginar los siglos de campesinos que habían rezado allí, y en la iglesia anterior que se había alzado en este mismo lugar.
Después de lo que se me antojó una eternidad, los cánticos cesaron. La gente se inclinó de nuevo y empezamos a salir de la iglesia. Algunas personas se detuvieron a besar iconos o a encender velas, que colocaban en los candelabros de hierro cercanos a la entrada. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar, y seguimos a los feligreses al exterior, donde el sol, la brisa y los campos rutilantes nos asaltaron sin previo aviso. Habían dispuesto una mesa larga bajo los árboles, y las mujeres ya estaban sacando platos y sirviendo algo contenido en jarras de cerámica. Entonces vi que había una segunda hoguera encendida a este lado de la iglesia, más pequeña, sobre la que colgaba un cordero ensartado. Dos hombres le estaban dando vueltas sobre las brasas, y se me hizo la boca agua al percibir aquel aroma primitivo. Baba Yanka llenó nuestros platos y nos condujo hasta una manta alejada de la muchedumbre. Allí conocimos a su hermana, que era igual que ella, aunque un poco más alta y delgada, y todos disfrutamos de la excelente comida. Hasta Ranov, sentado con su traje de ciudad sobre la manta, parecía casi contento. Otros aldeanos se detuvieron a saludarnos y a preguntar a Baba Yanka y su hermana cuándo cantarían, atención que ellas desecharon con un ademán digno de estrellas de la ópera.
Cuando no quedó nada del cordero y las mujeres se pusieron a lavar platos sobre un cubo de madera, reparé en que tres hombres habían sacado instrumentos musicales y se estaban preparando para tocar. Uno de ellos sostenía el instrumento más raro que había visto de cerca en mi vida, una bolsa hecha de piel blanca de animal muy limpia, con tubos de madera que sobresalían de ella. Era una especie de gaita, y Ranov nos dijo que era un instrumento antiguo de Bulgaria, la gaida, hecha de piel de cabra. El anciano que la acunaba en sus brazos fue soplando poco a poco hasta transformarla en un gran globo; este proceso duró sus buenos diez minutos, y el hombre estaba rojo como un tomate antes de terminar. La colocó bajo el brazo y sopló por un tubo, y todo el mundo aplaudió y le animó.
Emitió un sonido animal, un balido intenso, un chillido o un graznido. Helen rió.
– Hay gaitas en todas las culturas ganaderas del mundo -me informó.
Entonces el viejo se puso a tocar, y al cabo de un momento sus amigos se le unieron, uno provisto de una larga flauta de madera cuya voz remolineó a nuestro alrededor como una cinta móvil, mientras el segundo golpeaba un tambor de piel suave con una baqueta forrada de fieltro. Algunas mujeres se levantaron de un brinco y formaron una hilera, y un hombre con un pañuelo blanco, tal como habíamos visto con Stoichev, las guió alrededor del prado.