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Entré con parsimonia en el círculo de luz con mis piernas doloridas, y cuando di la vuelta a la butaca, una figura se levantó poco a poco y se volvió hacia mí. Debido a que daba la espalda al fuego, y a que había muy poca luz alrededor de nosotros, no pude ver su cara, si bien creí distinguir en el primer momento un pómulo blanco como el hueso y un ojo centelleante. Tenía el pelo largo y rizado, que caía sobre sus hombros. Su movimiento fue indescriptiblemente diferente del que hubiera hecho un hombre vivo, pero ignoro si fue más veloz o más lento. Era sólo un poco más alto que yo, pero proyectaba una sensación de estatura y tamaño descomunales, y vi su ancha espalda recortada contra el fuego. Entonces se inclinó hacia la chimenea. Me pregunté si se disponía a matarme y me quedé muy quieto, con la esperanza de morir con un poco de dignidad, fuera cual fuera el método elegido. Sin embargo, se limitó a acercar una vela larga al fuego, y cuando prendió, encendió otras velas de un candelabro cercano a su butaca y se volvió otra vez hacia mí.

Ahora podía verle mejor, aunque su rostro seguía oculto en la penumbra. Llevaba un gorro picudo dorado y verde con un pesado broche incrustado de joyas sujeto sobre la frente, y una túnica de terciopelo dorado y cuello verde atada bajo su ancha mandíbula. La joya de su frente y los hilos de oro del cuello brillaban a la luz del fuego. Sobre sus hombros llevaba una capa de piel blanca, sujeta con el símbolo plateado de un dragón. Las ropas eran extraordinarias. Me aterraron casi tanto como la presencia de este extraño No Muerto.

Eran ropas de verdad, vi vas, nuevas, no piezas descoloridas expuestas en un museo. Las portaba con elegancia y suntuosidad extraordinarias, erguido en silencio ante mí, y la capa caía a su alrededor como un remolino de nieve. La luz de las velas reveló una mano surcada de cicatrices, de dedos romos, apoyada sobre el pomo de un cuchillo, y más abajo una pierna poderosa envuelta en un calzón verde y un pie calzado con una bota. Se volvió un poco en dirección a la luz, pero siempre en silencio. Ahora vi mejor su cara, y me encogí al advertir la crueldad de su fuerza, los grandes ojos oscuros bajo el ceño fruncido, la nariz larga y recta, los pómulos anchos. Su boca estaba cerrada en una sonrisa implacable, una curva de color rubí bajo su poblado bigote oscuro. Vi en una comisura de su boca una mancha de sangre seca. Oh, Dios, eso sí que me hizo retroceder espantado. La visión ya era bastante horrible de por sí, pero comprendí de inmediato que debía ser mi propia sangre, y la cabeza me dio vueltas.

Se irguió en toda su estatura con orgullo y me miró fijamente.

– Soy Drácula -dijo. Las palabras surgieron claras y frías. Tuve la impresión de que habían sido pronunciadas en un idioma que yo desconocía, aunque las entendí a la perfección. Fui incapaz de hablar y le seguí mirando, presa de una parálisis de horror. Su cuerpo se hallaba a tan sólo tres metros de mí, y no cabía duda de que era real y poderoso, tanto si estaba muerto como vivo-. Acérquese -dijo con aquel mismo tono puro y frío-. Está cansado y hambriento después de nuestro viaje. Le he preparado la cena.

Su gesto fue elegante, casi obsequioso, con un destello de joyas en sus grandes dedos blancos.

Vi una mesa cerca del fuego, llena de platos tapados. Percibí el olor de la comida (comida buena, auténtica, humana) y los aromas estuvieron a punto de conseguir que me desmayara.

Drácula se acercó en silencio a la mesa y sirvió un líquido rojo en una copa. Pensé por un momento que debía ser sangre.

– Acérquese -repitió en un tono más suave.

Fue a sentarse de nuevo en su butaca, como si pensara que sería más fácil para mí

aproximarme a la mesa si él se alejaba. Avancé con paso vacilante hasta la silla vacía, con las piernas temblorosas de miedo y debilidad. Me derrumbé en la silla y contemplé las fuentes. ¿Por qué tenía ganas de comer si podía morir de un momento a otro?, me pregunté.

Era un misterio que sólo mi cuerpo comprendía. Drácula estaba sentado en su butaca mirando el fuego. Vi su feroz perfil, la nariz larga y la fuerte mandíbula, los rizos de pelo oscuro sobre su hombro. Había juntado las manos con aire pensativo, de modo que su manto y las mangas bordadas habían resbalado hacia abajo, dejando al descubierto muñecas de terciopelo verde y una gran cicatriz en el dorso de su mano. Su actitud era tranquila y pensativa. Empecé a pensar que estaba soñando antes que estar amenazado, y me atreví a levantar las tapas de algunas fuentes.

De pronto sentí tanta hambre que apenas pude contener la tentación de comer con ambas manos, pero al final logré levantar el cuchillo y el tenedor y cortar un trozo de pollo asado y después una porción de una carne oscura, como de caza. Había cuencos de cerámica con patatas y gachas, un pan duro, una sopa de hortalizas caliente. Comí con voracidad, y tuve que hacer un esfuerzo para ir despacio y ahorrarme retortijones. La copa de plata estaba llena de vino tinto, no de sangre, y la bebí entera. Drácula no se movió mientras yo comía, pero no podía evitar mirarle cada pocos segundos. Cuando terminé, me sentía casi preparado para morir, satisfecho durante un largo minuto. De modo que éste era el motivo de que a un condenado a muerte le concedieran una última comida, pensé. Fue mi primer

pensamiento lúcido desde que había despertado en el sarcófago. Tapé con lentitud las fuentes vacías, procurando hacer el menor ruido posible, y me recliné en la silla, a la espera.

Al cabo de un largo rato, mi acompañante se volvió en su butaca.

– Ha terminado de comer -dijo en voz baja-. Tal vez podamos conversar un poco. Le explicaré por qué le he traído aquí. -Su voz era clara y fría, una vez más, pero en esa ocasión percibí una tenue vibración en sus profundidades, como si el mecanismo que la producía estuviera infinitamente viejo y gastado. Me miró con aire pensativo y me encogí bajo su mirada-. ¿Tiene alguna idea de dónde está?

Había alimentado la esperanza de no tener que hablar con él, pero pensé que era absurdo persistir en mi silencio, cosa que podía enfurecerle, aunque parecía muy calmado en aquel momento. También se me había ocurrido de repente que si contestaba, si entablábamos conversación, podría ganar un poco de tiempo, que aprovecharía para examinar mi entorno y buscar una posible vía de escape, algún medio de destruirle, si reunía fuerzas para ello, o ambas cosas. Debía ser de noche, de lo contrario no estaría despierto, si la leyenda era cierta. El amanecer llegaría tarde o temprano, y si yo estaba vivo para verlo, él tendría que dormir mientras yo permanecía despierto.

– ¿Tiene alguna idea de dónde está? -repitió haciendo gala de su paciencia.

– Sí -dije. No me decidí a utilizar ningún tratamiento-. Creo que sí. Ésta es su tumba.

– Una de ellas -sonrió-. Pero ésta es mi favorita.

– ¿Estamos en Valaquia?

No pude evitar la pregunta.

Meneó la cabeza, de manera que la luz del fuego se movió en su pelo oscuro y sobre sus ojos brillantes. Ese gesto tuvo algo de Inhumano, y el estómago se me revolvió. No se movía como una persona, pero tampoco habría podido explicar la diferencia.

– Valaquia se hizo demasiado peligrosa. Tendrían que haberme dejado descansar allí para siempre, pero no fue posible. Imagínese, después de luchar tanto por mi trono, por nuestra libertad, ni siquiera pude depositar mis huesos allí.

– Entonces, ¿dónde estamos? -pregunté de nuevo, en vano, para creer que se trataba de una conversación normal. Después comprendí que no sólo deseaba lograr que la noche pasara rauda y sin peligro, si existía alguna posibilidad de eso. También deseaba averiguar algo sobre Drácula. Fuera lo que fuera ese ser, había vivido quinientos años. Sus respuestas morirían conmigo, por supuesto, pero ello no me impedía sentir una punzada de curiosidad.

– Ah, ¿dónde estamos? -repitió Drácula-. Creo que da igual. No estamos en Valaquia, que todavía sigue gobernada por idiotas.

Le miré fijamente.

– ¿Sabe algo… del mundo moderno?

Me miró como divertido y sorprendido al mismo tiempo. Por primera vez vi sus dientes largos, las encías hundidas, que le daban el aspecto de un perro viejo cuando sonreía. Esa visión se desvaneció al instante (no, su boca era normal, aparte de aquella pequeña mancha de mi sangre o de quien fuera) bajo el oscuro bigote.

– Sí -dijo, y tuve miedo por un momento de oírle reír-. Conozco el mundo moderno. Es mi presa, mi obra favorita.

Pensé que afrontar la situación de cara podría favorecerme siempre que a él le pareciera bien.

– Entonces, ¿qué quiere de mí? He evitado el mundo moderno durante muchos años…, al contrario que usted. Vivo en el pasado.

– Ah, el pasado. -Juntó las yemas de los dedos a la luz del fuego-. El pasado es muy útil, pero sólo cuando puede enseñarnos algo acerca del presente. El presente es lo que cuenta. Pero me gusta mucho el pasado. Venga. ¿Por qué no enseñárselo ahora, puesto que ha comido y descansado?

Se levantó, una vez más con aquel movimiento que parecía determinado por una fuerza que no procedía de las extremidades de su cuerpo, y yo me levanté a toda prisa, temeroso de que fuera un truco, de que ahora se abalanzaría sobre mí. Pero se volvió poco a poco y levantó una enorme vela del lampadario cercano a su silla.

– Coja una luz -dijo al tiempo que se alejaba del fuego y se internaba en la oscuridad de la gran cámara. Tomé una vela y le seguía cierta distancia de sus extrañas ropas y movimientos escalofriantes. Confié en que no me condujera de vuelta a mi sarcófago.

A la escasa luz de nuestras velas empecé a ver cosas que antes no había visto, cosas

maravillosas. Ahora distinguía mesas largas ante mí, mesas de una solidez antiquísima. Y sobre ellas descansaban montañas y montañas de libros (volúmenes desmenuzados encuadernados en piel, con cubiertas doradas que captaban el brillo de mi vela). También había otros objetos. Nunca había visto aquel tintero, ni plumas de ave y estilográficas tan raras. Había un estante lleno de pergaminos que brillaban a la luz de las velas, y una vieja máquina de escribir provista de papel delgado. Vi el centelleo de encuadernaciones y cajas incrustadas de joyas, manuscritos ensortijados en bandejas de latón, libros en folio y en cuarto encuadernados en piel suave, así como filas de volúmenes más modernos en largas estanterías. De hecho, estábamos rodeados. Cada pared parecía tapizada de libros. Alcé mi vela y empecé a distinguir títulos, a veces una elegante florescencia en árabe en el centro de una cubierta encuadernada en piel roja, a veces un idioma occidental que sabía leer. Sin embargo, la mayor parte de los volúmenes eran demasiado antiguos para tener título. Era un depósito sin parangón, y empecé a desear con todas mis fuerzas abrir algunos de estos libros, pese a mi situación, tocar los manuscritos en sus bandejas de madera.