En cuanto a mí, si bien sentía el dolor de la muerte de Rossi y la frecuente melancolía que parecía provocar en Helen, viví aquel año rebosante de dicha. Terminé mi tesis con un segundo director, cuyo rostro se me antojó borroso durante todo ese tiempo. No era que hubieran dejado de interesarme los comerciantes holandeses. Sólo quería finalizar mis estudios para instalarnos confortablemente en algún sitio. Helen publicó un largo artículo sobre las supersticiones de la Valaquia rural, que fue bien recibido, y empezó una tesis sobre las costumbres transilvanas que todavía perduraban en Hungría.
También escribimos algo más en cuanto regresamos a Estados Unidos: una nota para la madre de Helen, por mediación de tía Eva.
Helen no se atrevió a incluir excesiva información, pero contó a su madre en breves líneas que Rossi había muerto recordándola y amándola. Cerró la carta con una mirada de desesperación.
– Se lo contaré todo algún día -dijo-, cuando se lo pueda susurrar en el oído.
Nunca supimos con certeza si la carta llegó a su destino, porque ni tía Eva ni la madre de Helen contestaron, y al cabo de un año las tropas soviéticas invadieron Hungría.
Albergaba la intención de vivir feliz para siempre, y comenté con Helen poco después de casarnos que esperaba tener hijos. Al principio, meneó la cabeza y acarició la cicatriz de su cuello. Sabía a qué se refería, pero la contaminación había sido mínima, señalé. Se encontraba bien, gozaba de una salud excelente. A medida que transcurría el tiempo, pareció sosegarse gracias a su total recuperación, y la vi mirar con ojos anhelantes los cochecitos de niño que pasaban por la calle.
Helen obtuvo su doctorado en antropología la primavera después de casarnos. La velocidad con que escribió su tesis me avergonzó. Con frecuencia, me despertaba a las cinco de la mañana y descubría que ya estaba sentada a su escritorio. Estaba pálida y cansada, y el día después de defender su tesis desperté y vi sangre en las sábanas, y a Helen tendida a mi lado, débil y transida de dolor: un aborto espontáneo. Había esperado a darme la sorpresa.
Se encontró mal durante varias semanas, y estuvo muy callada. Su tesis recibió los
máximos honores, pero nunca habló de eso.
Cuando conseguí mi primer puesto de profesor en Nueva York, ella me animó a aceptarlo, y nos mudamos. Nos instalamos en Brooklyn Heights, en una agradable casa de tres pisos bastante antigua. Paseábamos por la alameda para ver los remolcadores y los grandes transatlánticos (los últimos de su raza) zarpar con destino a Europa. Helen daba clases en una universidad tan buena como la mía, y sus estudiantes la adoraban. Nuestra existencia gozaba de un magnífico equilibrio, y nos ganábamos la vida haciendo lo que más nos gustaba.
De vez en cuando sacábamos la Vida de san Jorge y la examinábamos con parsimonia, y llegó el día en que fuimos a una discreta casa de subastas con el libro, y el inglés que lo abrió estuvo a punto de desmayarse. Se vendió de forma privada, y al final llegó a los claustros, en la parte alta de Manhattan, y una respetable cantidad de dinero ingresó en una cuenta bancaria que habíamos abierto a tal efecto. A Helen le disgustaba tanto como a mí la vida sofisticada, y aparte del intento de enviar pequeñas cantidades a sus parientes de Hungría, no tocamos el dinero.
El segundo aborto de Helen fue aún más dramático que el primero, y más peligroso. Llegué a casa un día y vi un rastro de pisadas ensangrentadas en el vestíbulo. Había conseguido llamar por teléfono a una ambulancia, y ya estaba casi fuera de peligro cuando llegué al hospital. Después el recuerdo de aquellas huellas me despertó noche tras noche. Empecé a temer que nunca tendríamos un hijo sano y a preguntarme cómo afectaría esto a Helen.
Después volvió a quedar embarazada, y transcurrió un mes tras otro sin incidentes.
Adquirió aspecto de madonna, su forma se redondeó bajo el vestido de lana azul, caminaba con cierta inseguridad. Siempre sonreía. Esta vez todo saldría bien, dijo.
Naciste en un hospital que daba al Hudson. Cuando vi que eras morena y de cejas finas como tu madre, tan perfecta como una moneda nueva, y que los ojos de Helen rebosaban de lágrimas de placer y dolor, te alcé en tu prieto capullo para que vieras los barcos. Lo hice en parte para ocultar mis lágrimas. Te pusimos el nombre de la madre de Helen.
Helen estaba loca por ti. Quiero que conozcas ese dato más que cualquier otro aspecto de nuestras vidas. Había dejado de dar clases durante el embarazo y parecía contentarse con pasar las horas en casa, jugando con los dedos de tus manos y tus pies, que eran completamente transilvanos, decía con una sonrisa traviesa, o meciéndote en la butaca que le compré. Empezaste a sonreír pronto, y tus ojos nos seguían a todas partes. A veces abandonaba mi despacho, volvía a casa y comprobaba que las dos, mis mujeres de pelo oscuro, aún estabais adormecidas en el sofá.
Un día llegué a casa temprano, a las cuatro de la tarde, con algunos envases de comida china y unas flores para que las miraras. No había nadie en la sala de estar, y encontré a Helen inclinada sobre tu cuna mientras dormías la siesta. Tu rostro se veía sereno, pero el de Helen estaba cubierto de lágrimas, y por un segundo no fue consciente de mi presencia.
La tomé en mis brazos y sentí, con un escalofrío, que sólo me lo devolvía en parte. No me reveló cuál era el motivo de su preocupación, y después de insistir algunas veces, ya no me atreví a hacerle más preguntas. Por la noche hizo bromas acerca de la comida y los claveles que había traído, pero a la semana siguiente volví a encontrarla llorando, silenciosa de nuevo, examinando un libro de Rossi, que me había dedicado cuando empezamos a trabajar juntos. Era su colosal volumen sobre la civilización minoica, y estaba abierto sobre su regazo por la fotografía de un altar sacrificial de Creta, tomada por el propio Rossi.
– ¿Dónde está la niña? -pregunté.
Helen levantó la cabeza poco a poco y me miró fijamente, como si intentara recordar qué año era.
– Está dormida.
Me descubrí resistiendo el impulso de ir a la habitación para comprobarlo.
– ¿Qué pasa, cariño?
Aparté el libro y la abracé, pero ella meneó la cabeza sin decir nada. Cuando por fin entré a verte, te acababas de despertar en la cuna, con tu sonrisa adorable, y estabas intentando incorporarte sobre el estómago para verme.
Al cabo de poco tiempo Helen se mantenía silenciosa casi cada mañana y lloraba por ningún motivo aparente cada noche. Como no quería hablar conmigo, insistí en que viera a un médico, y después a un psicoanalista. El médico dijo que no había detectado nada anormal, que las mujeres se ponían tristes a veces durante los primeros meses posteriores al parto, y que se recobraría en cuanto se acostumbrara a su nueva situación. Descubrí demasiado tarde, cuando un amigo nuestro se topó con ella en la Biblioteca Pública de Nueva York, que no había ido al analista. Cuando se lo eché en cara, dijo que había decidido que un poco de investigación la animaría más, y estaba aprovechando el tiempo en que estaba la niñera para eso. Pero algunas noches estaba tan deprimida que llegué a la conclusión de que necesitaba un cambio de aires. Saqué un poco de dinero de nuestro botín y compré billetes de avión para Francia a principios de la primavera.
Helen nunca había estado en Francia, aunque había leído montones de libros sobre el país durante toda su vida y hablaba un excelente francés de colegiala. En Montmartre se mostró de lo más risueña, y comentó con algo de su antigua ironía que le Sacré Coeur le había parecido aún más monumentalmente feo de lo que nunca había soñado. Le gustaba empujar tu cochecito entre los mercados de flores, y por la orilla del Sena, donde nos demorábamos, investigando el material de los vendedores de libros, mientras tú mirabas el agua con tu capucha roja. A los nueve meses ya eras una excelente viajera, y Helen te dijo que aquello sólo era el principio.
La portera de nuestra pensión resultó ser abuela de muchos niños, y te dejamos durmiendo a su cargo mientras brindábamos en un bar con barra de latón o tomábamos café en una terraza con los guantes puestos. Lo que más le gustó a Helen (y a ti, con tus ojos brillantes) fue la bóveda resonante de Notre Dame, y por fin derivamos más hacia el sur para ver otras refulgentes; Albi, con su peculiar iglesia fortaleza roja, hogar de herejías; las murallas de Carcassonne.
Helen quería visitar el antiguo monasterio de Saint Matthieu des Pyrénées Orientales, y decidimos ir a pasar uno o dos días antes de regresar a París y tomar el vuelo de vuelta a casa. Pensé que su cara se había alegrado mucho durante el viaje, y me gustó la forma en que se tumbó sobre la cama de nuestro hotel de Perpiñán, mientras miraba una historia de la arquitectura francesa que le había comprado en París. El monasterio había sido construido en el año 1000, me dijo, aunque sabía que yo ya había leído toda aquella parte. Era la más antigua muestra de la arquitectura románica en Francia.
– Casi tan antiguo como la Vida de san Jorge -musité, pero entonces cerró el libro y borró toda expresión de su cara, y te miró codiciosa mientras jugabas en la cama a su lado.
Helen insistió en que fuéramos a pie hasta el monasterio, como peregrinos. Subimos desde Les Bains en una fría mañana de primavera, con los jerseys anudados alrededor de la cintura cuando aumentó la temperatura. Helen te cargaba en una mochila de pana sobre su pecho, y cuando se cansó yo te llevé en brazos. La carretera estaba desierta en aquella época del año, a excepción de un silencioso campesino moreno que nos adelantó a caballo.
Le dije a Helen que tendríamos que haberle pedido que nos echara una mano, pero no contestó. Su mal humor había vuelto aquella mañana, y noté con angustia y frustración que sus ojos se llenaban de lágrimas de vez en cuando. Ya sabía que si le preguntaba qué pasaba negaría con la cabeza para que la dejara en paz, de modo que intenté contentarme con abrazarte mientras ascendíamos, señalando el paisaje cada vez que doblábamos un recodo de la carretera, largas panorámicas de campos y pueblos polvorientos. En la cima de la montaña, la carretera se transformaba en un amplio estuario de polvo, con uno o dos coches antiguos aparcados y el caballo del campesino atado a un árbol, aunque no se veía al hombre por ninguna parte. El monasterio se alzaba por encima de esa zona, con las murallas de piedra compacta que trepaban hasta la cumbre. Atravesamos la entrada y nos entregamos al cuidado de los monjes.