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– Sí -coreó mi padre con tristeza-. Debió efectuar sus cálculos a partir de ese libro antiguo, y se dio cuenta de que habían transcurrido dieciséis años menos una semana desde la última visita de Drácula a Saint Matthieu. Entonces debió comprender adónde me dirigía yo. De hecho, debía estar vigilándome cuando fue al rincón de los libros raros. En Oxford me preguntó varias veces por mi salud y mi estado de ánimo. Yo no quería arrastrarle a mi investigación, sabiendo los peligros que implicaba.

Helen asintió.

– Sí. Supongo que debí llegar antes que él. Encontré el libro abierto y efectué los cálculos, y después oí a alguien en la escalera y me escabullí en dirección contraria. Al igual que nuestro amigo, comprendí que ibas a venir a Saint Matthieu, Paul, con la intención de encontrarme y encontrar al monstruo, y viajé con la mayor rapidez posible. Pero no sabía qué tren tomarías, y tampoco sabía que nuestra hija te pisaba los talones.

– Te vi -dije asombrada.

Me miró, y aparcamos el tema de momento. Habría mucho tiempo para hablar. Vi que estaba cansada, que todos estábamos agotados, que ni siquiera podíamos empezar a expresar nuestra alegría por el triunfo logrado aquella noche. ¿Era el mundo más seguro porque estábamos todos juntos o porque él había desaparecido definitivamente de la faz de la tierra? Imaginé un futuro desconocido hasta aquel momento. Helen viviría con nosotros y apagaría las velas del comedor. Asistiría a mi graduación en el instituto y a mi primer día de universidad, y me ayudaría a vestirme el día de mi boda, si algún día me casaba. Nos leería en voz alta en el salón después de cenar, se uniría al mundo de nuevo y volvería a dar clases, me acompañaría a comprar zapatos y blusas, pasearía con su brazo alrededor de mi cintura.

No podía saber entonces que también se aislaría de nosotros en algunos momentos, que no hablaría durante horas, que se acariciaría el cuello o que una enfermedad cruel se la llevaría nueve años después, mucho antes de que nos hubiéramos acostumbrado a su regreso, aunque tal vez nunca nos habríamos acostumbrado a ello, nunca nos habríamos cansado de haber recuperado su presencia. No podía saber que nuestro último regalo sería saber que descansaba en paz, cuando habría podido ser al contrario, y que esta certeza sería desoladora y curativa para nosotros. Si hubiera sido capaz de prever todas estas cosas, habría sabido que mi padre desaparecería durante un día después del funeral, y que aquel pequeño cuchillo guardado en el armario de nuestro salón se iría con él, y que yo nunca le interrogaría al respecto.

Pero ante el hogar de Les Bains, los años que compartiríamos con ella se extendían ante nosotros como una bendición eterna. Empezaron pocos minutos después, cuando mi padre se levantó y me besó, estrechó la mano de Barley con momentáneo fervor y ayudó a Helen a levantarse del diván.

– Ven -dijo, y ella se apoyó en él, su historia terminada de momento, el rostro cansado pero dichoso. Acunó sus manos entre las de mi padre-. Vamos a la cama.

Epílogo

Hace un par de años se me presentó una extraña oportunidad, mientras me encontraba en Filadelfia para dar una conferencia, una reunión internacional de historiadores medievales.

Nunca había estado en Filadelfia, y me intrigó el contraste entre nuestras reuniones, que exploraban un pasado monástico y feudal, y la dinámica metrópolis que nos rodeaba, con su historia más reciente de revolución y republicanismo esclarecedor. La vista desde mi habitación del piso catorce desplegaba una extraña mezcla de rascacielos y manzanas de casas del siglo XVII o XVIII, que parecían miniaturas a su lado.

Durante nuestras escasas horas de ocio, me escabullía de las interminables charlas acerca de objetos bizantinos para ver los auténticos en el magnífico Museo de las Artes, en el cual encontré el folleto de un pequeño museo y biblioteca literarios del centro, cuyo nombre había oído años atrás en labios de mi padre, y cuya colección tenía motivos para conocer.

Era un lugar importante para los estudiosos de Drácula (cuyo número, por supuesto, había aumentado de manera considerable desde la primera investigación de mi padre), así como para muchos archivos de Europa. Recordé que allí era posible ver las notas de Bram Stoker para Drácula, seleccionadas de fuentes conservadas en la biblioteca del Museo Británico, y también un importante folleto medieval. La oportunidad era irresistible. Mi padre siempre había deseado ver esa colección. Me disponía a dedicarle una hora en su recuerdo. Una mina antipersonas le había matado más de diez años antes en Sarajevo, cuando se esforzaba por mediar en la peor conflagración que había conocido Europa desde hacía muchos años.

Transcurrió casi una semana antes de que me enterara. La noticia me dejó inmersa en el silencio durante un año. Todavía le echaba de menos cada día, a veces cada hora.

Fue así como me encontré en una pequeña habitación climatizada de una casa del siglo XIX, examinando documentos que no sólo hablaban de un pasado lejano, sino de la urgencia de las investigaciones de mi padre. Las ventanas daban a un par de árboles de la calle y a otros edificios de enfrente, con sus elegantes fachadas vírgenes de añadiduras modernas. Aquella mañana sólo había otra erudita en la pequeña biblioteca, una italiana que susurró en su móvil unos minutos antes de abrir los diarios manuscritos de alguien (me esforcé por no torcer el cuello para mirarlos) y empezar a leerlos. Cuando me acomodé con una libreta y un jersey ligero para defenderme del aire acondicionado, la bibliotecaria me trajo los papeles de Stoker y después una pequeña caja de cartón atada con una cinta.

Las notas de Stoker supusieron una agradable diversión, un ejemplo de cómo tomar notas de una manera caótica. Algunas estaban escritas con letra apretada, otras mecanografiadas en papel cebolla antiguo. Había intercalados recortes de periódicos sobre acontecimientos misteriosos y hojas de su calendario personal. Pensé que a mi padre le habrían gustado, que habría sonreído al ver los inocentes comentarios de Stoker sobre lo oculto. Pero al cabo de media hora las aparté a un lado y me dediqué a la otra caja. Albergaba un delgado volumen, con una pulcra cubierta probablemente del siglo XIX, cuarenta páginas impresas en un pergamino casi impoluto del siglo XV, un tesoro medieval, un grandioso exponente de la imprenta de tipos móviles. La portada era una xilografía, un rostro que yo conocía de mi larga tarea, los grandes ojos, desorbitados pero astutos al mismo tiempo, que me miraban fijamente, el espeso bigote que caía sobre la mandíbula cuadrada, la larga nariz, elegante pero amenazadora, los labios sensuales apenas visibles.

Era un folleto de Nüremberg, impreso en 1491, y hablaba de los crímenes de Dracole Waida, su crueldad, sus festines sangrientos. Conseguí entender, porque me resultaban familiares, las primeras líneas del alemán medievaclass="underline" «En el año de Nuestro Señor de 1456, Drácula hizo muchas cosas terribles y curiosas». La biblioteca había adjuntado una hoja con la traducción, y en ella volví a leer con un estremecimiento algunos de los crímenes de Drácula contra la humanidad. Había asado vivas a personas, las había desollado, enterrado hasta el cuello, empalado bebés aferrados a los pechos de sus madres. Mi padre había examinado folletos semejantes, por supuesto, pero habría valorado éste por su sorprendente frescura, la solidez del pergamino, su estado casi perfecto. Después de cinco siglos, parecía recién impreso. Su pureza me desconcertaba, y al cabo de un rato me alegré de guardarlo y atar la cinta de nuevo, mientras me preguntaba por qué había querido verlo en persona.

Aquella mirada arrogante me traspasó hasta que cerré el libro.

Recogí mis pertenencias, con la sensación de haber concluido un peregrinaje, y di las gracias a la amable bibliotecaria. Parecía complacida por mi visita. El folleto era uno de sus objetos favoritos, hasta había escrito un artículo sobre él. Nos despedimos con palabras cordiales y un apretón de manos, y yo bajé a la tienda de regalos, y de allí salí a la calle calurosa, que olía a los tubos de escape de los coches y a comida que se podía conseguir por allí cerca. El contraste entre el aire purificado del museo y el fragor de la ciudad me llevó a pensar que la puerta de roble parecía cerrada de una manera ominosa, de modo que aún me sobresaltó más ver salir corriendo a la bibliotecaria.

– Creo que se ha olvidado esto -dijo-. Me alegro de haberla alcanzado.

Me dirigió la sonrisa tímida de quien te devuelve un tesoro (no le habría gustado extraviar esto), la cartera, las llaves, un brazalete de excelente calidad.

Le di las gracias y acepté el libro y la libreta que me ofrecía, sobresaltada de nuevo, al tiempo que asentía en señal de aceptación, y la mujer desapareció en el interior del edificio con la misma rapidez con que había salido. La libreta era mía, desde luego, aunque creía que la había guardado en mi maletín antes de salir. El libro era… Ahora no puedo decir qué pensé que era en aquel primer momento, sólo que la portada era de un terciopelo sobado y antiguo, muy antiguo, y que me resultó conocido y desconocido al mismo tiempo bajo la mano. El pergamino del interior no poseía la lozanía del folleto que había examinado en la biblioteca. Pese a que sus páginas estaban vacías, olía a siglos de manipulación. La feroz imagen del centro se abrió en mi mano antes de poder impedirlo, y se cerró antes de que pudiera contemplarla durante mucho rato.

Me quedé inmóvil en la calle, invadida por una sensación de irrealidad. Los coches que pasaban eran tan sólidos como antes, sonó la bocina de uno, un hombre que llevaba a un perro sujeto con una correa intentó pasar entre mí y un árbol. Alcé la vista al instante hacia las ventanas del museo, pensando en la bibliotecaria, pero los vidrios sólo reflejaban las casas de delante. No se movía ninguna cortina de encaje, y ninguna puerta se cerró al instante cuando miré alrededor de mí. No vi nada anormal en la calle.

En la habitación de mi hotel dejé mi libro sobre la mesa con cubierta de cristal y me lavé la cara y las manos. Después me acerqué a las ventanas y contemplé la vista de la ciudad. Un poco más abajo de la manzana vi la majestuosa fealdad del ayuntamiento de Filadelfia, con la estatua del pacifista William Penn en equilibrio sobre la parte superior. Desde aquel punto, los parques eran cuadrados verdes formados por copas de árboles. Las torres de los bancos reflejaban la luz. Lejos, a mi izquierda, vi el edificio federal que había sido bombardeado el mes anterior, las grúas rojas y amarillas que trabajaban en el centro, y oí el rugido de los trabajos de reconstrucción.