El viaje en barco a Creta fue horrendo, dado que el mar estaba muy revuelto. Un viento caliente y enloquecedor, como el infame mistral francés, soplaba sin cesar sobre la isla. Mis anteriores habitaciones estaban ocupadas, y sólo pude encontrar los más lamentables aposentos, oscuros y húmedos. Mis colegas de Estados Unidos se habían ido. El amable director del museo había caído enfermo y nadie parecía recordar que me había invitado a la apertura de una tumba. Intenté seguir escribiendo sobre Creta, pero repasaba en vano mis notas en busca de inspiración. Mis nervios no conseguían calmarse, debido a las primitivas supersticiones que encontraba incluso entre gente de ciudad, supersticiones en que no había reparado durante mis viajes anteriores, aunque en Grecia estaban tan extendidas que tendría que haberme topado con ellas antes. En la tradición griega, como en muchas otras, el origen del vampiro, el vrykolakas, es cualquier cadáver que no ha sido bien enterrado, o que tarda en descomponerse, por no hablar de alguien que ha sido enterrado vivo por accidente. Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél, o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente.
De hecho, nada me fue bien hasta que llegué a Inglaterra, cosa que hice bajo una terrible tormenta que me provocó el mareo más espantoso de mi vida.
Hago constar estas circunstancias por si arrojan alguna luz sobre otros aspectos de mi caso.
Al menos, te explicarán mi estado de ánimo cuando llegué a Oxford: estaba agotado, desalentado, aterrado. Me vi en el espejo pálido y delgado. Cuando me cortaba afeitándome, cosa que sucedía con frecuencia debido a la torpeza fruto de los nervios, me encogía, al recordar aquellas heridas a medio cicatrizar en el cuello del burócrata turco, y dudaba cada vez más de la precisión de mis recuerdos. A veces me asaltaba la sensación, que me atormentaba casi hasta extremos de locura, de que había dejado algo por hacer, alguna intención cuya forma era incapaz de reconstruir. Me sentía solo y nostálgico. En una palabra, mis nervios se hallaban en un estado desconocido para mí hasta entonces.
Por supuesto, intenté continuar mi existencia como de costumbre sin decir nada de estos asuntos a nadie y preparando el siguiente trimestre con mi habitual dedicación. Escribí a los expertos norteamericanos en la Antigüedad clásica que había conocido en Grecia, y confesé que estaría interesado en ocupar un empleo en Estados Unidos, aunque fuera por un breve período de tiempo, si ellos me ayudaban a conseguir uno. Estaba a punto de sacarme el título, sentía cada vez más la necesidad de empezar de nuevo, y pensaba que el cambio me sentaría bien. Asimismo, terminé dos artículos breves sobre la complementación de las pruebas arqueológicas y literarias en el estudio de la producción de cerámica en Creta. No sin esfuerzo, utilicé mi autodisciplina nata para perseverar cada día, y cada día me sentía más calmado.
Durante el primer mes después de mi regreso, intenté no sólo borrar todo recuerdo de mi desagradable viaje, sino también renovar mi interés por el extraño librito que guardaba en mi equipaje, o en la investigación que había precipitado. Sin embargo, al reafirmarse mi confianza y volver a aumentar mi curiosidad (de una manera perversa), cogí el volumen una noche y reordené mis notas de Inglaterra y Estambul. La consecuencia (y a partir de ese momento lo consideré una consecuencia) fue inmediata, terrorífica y trágica.
Debo detenerme aquí, valiente lector. No puedo decidirme a escribir más, de momento. Te ruego que no desistas de tu lectura, sino que prosigas, tal como yo intentaré mañana.
Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi
10
De adulta, he reconocido con frecuencia ese legado tan peculiar que el tiempo otorga al viajero: el anhelo de ver un lugar por segunda vez, de encontrar de manera deliberada aquello con lo que nos topamos en alguna ocasión anterior, para volver a capturar la sensación del descubrimiento. A veces, buscamos de nuevo un lugar que ni siquiera esnotable en sí mismo. Lo buscamos porque lo recordamos, así de sencillo. Si lo encontramos, todo es diferente, por supuesto. La puerta tallada a mano sigue en su sitio,pero es mucho más pequeña. Hace un día nublado en lugar de glorioso. Es primavera en vez de otoño. Estamos solos y no con tres amigos. O todavía peor, estamos con tres amigos en lugar de solos.
El viajero muy joven conoce poco este fenómeno, pero antes de experimentarlo yo lo vi en mi padre, en Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales. Presentí, antes que saberlo a ciencia cierta, el misterio de la repetición, pues ya sabía que había estado en aquel lugar años antes.
Cosa rara, le impelía a abstraerse más que ningún otro lugar de los que habíamos visitado.
Había estado en la región de Emona una vez antes de nuestra visita, y en Ragusa varias veces. Había visitado la villa de piedra de Massimo y Giulia para compartir otras cenas dichosas, en otros años. Pero en Saint-Matthieu presentí que anhelaba volver a dicha oblación, que pensaba en ella una y otra vez por algún motivo que yo no lograba dilucidar, la revivía sin decirlo a nadie. Tampoco me dijo nada, aparte de reconocer en voz alta la curva de la carretera antes de que ascendiera por fin hasta la muralla de la abadía, y recordar después la puerta que daba acceso al santuario, al claustro y, por fin, a la cripta.
Esta memoria para el detalle no entrañaba ninguna novedad para mí. Ya le había visto antes encaminarse a la puerta correcta en famosas iglesias antiguas, o encontrar el desvío correcto al antiguo refectorio, o pararse a comprar entradas en la taquilla correcta del sendero de grava correcto, o recordar dónde había tomado el mejor café.
La diferencia en Saint-Matthieu era una diferencia de atención, un examen casi superficial de los muros y los pasillos de los claustros. En lugar de aparentar decirse: «Ah, ahí está ese espléndido tímpano sobre las puertas. Creía recordar que estaba al otro lado», daba la impresión de que mi padre estaba inspeccionando cosas que habría podido describir con los ojos cerrados. Fui comprendiendo poco a poco que incluso antes de terminar la ascensión del empinado terreno, al que prestaban sombra los cipreses, y llegar a la entrada principal, lo que recordaba no eran detalles arquitectónicos, sino acontecimientos.
Un monje con un largo hábito marrón se hallaba de pie junto a las puertas de madera, y entregaba en silencio folletos a los turistas.
– Como ya te dije, es un monasterio donde todavía se trabaja -estaba diciendo mi padre con voz normal. Se había puesto las gafas de sol, aunque el muro del monasterio arrojaba una profunda sombra sobre nosotros-. Sólo dejan entrar a unos cuantos turistas cada hora, y así el ruido no es excesivo. -Sonrió al hombre cuando nos acercamos y extendió la mano para coger el folleto-. Merci beaucoup. Sólo llevaremos uno -dijo en su educado francés. Pero esta vez, con la precisión intuitiva que impulsa al joven a confiar en sus padres, supe con todavía mayor seguridad que no sólo había visto este lugar antes, cámara en ristre. No sólo lo había «hecho» como se debía, aunque conociera todas sus características artísticas e históricas gracias a la guía. Estaba segura de que algo le había pasado aquí.
Mi segunda impresión fue tan fugaz como la primera, pero mas nítida: cuando abrió el folleto y puso un pie en el umbral de piedra, e inclinó la cabeza con excesiva indiferencia sobre las palabras, en lugar de mirar las bestias en relieve talladas sobre nuestras cabezas (que, en circunstancias normales, habrían reclamado su atención), que no había perdido cierto antiguo sentimiento por el santuario en el que estábamos a punto de entrar. Ese sentimiento, comprendí sin respirar entre mi intuición y el pensamiento que la siguió, ese sentimiento era dolor o miedo, o alguna terrible mezcla de ambos.
Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales se halla situado a una altitud de mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y éste no está lejos de este paisaje amurallado, con sus águilas vigilantes, como se podría creer. De tejados rojos y enclavado de manera precaria sobre la cumbre, da la impresión de haber brotado de un solo pináculo de roca montañosa, lo cual es cierto, en un sentido, pues la primitiva encarnación de la iglesia fue tallada directamente en la roca en el año 1000. La entrada principal de la abadía es una tardía expresión del románico influido por el arte de los musulmanes que combatieron para conquistar el pico a lo largo de los siglos: un pórtico de piedra cuadrado, coronado por orlas islámicas geométricas, y dos feroces monstruos cristianos en bajorrelieve, seres que podían ser leones, osos, murciélagos o grifos, animales imposibles de raza indefinible.
Dentro se encuentra la diminuta iglesia de Saint-Matthieu y su maravilloso claustro, encerrado entre rosales incluso a esa tremenda altitud, rodeado de retorcidas columnas de mármol rojo, tan frágiles en apariencia que podrían haber sido modeladas por un Sansón de veleidades artísticas. La luz del sol salpica las baldosas del patio abierto al aire libre, y el cielo azul se arquea de repente en lo alto.
Pero lo que llamó mi atención en cuanto entramos fue el sonido del agua, inesperado y arrebatador en un lugar tan elevado y seco, y no obstante tan natural como el murmullo de un arroyo de montaña. Procedía de la fuente del claustro, alrededor de la cual, en tiempos pretéritos, los monjes habían paseado mientras meditaban: era una pila de mármol rojo hexagonal, adornada en su parte exterior lisa con un relieve tallado que plasmaba un claustro en miniatura, un reflejo del auténtico que nos rodeaba. La gran pila de la fuente se alzaba sobre seis columnas de mármol rojo (y un soporte central a través del cual subía el agua del manantial, me parece). En torno a su parte exterior, seis espitas lanzaban agua burbujeante al estanque situado más abajo. Producía una música hechizante.
Cuando me acerqué al borde exterior del claustro y me senté en un muro bajo, vi un precipicio de varios cientos de metros y delgadas cascadas de montaña, blanco contra el azul del bosque vertical. Ya en la cumbre, estábamos rodeados por las murallas inescalables de los Pirineos Orientales más altos. A lo lejos, las cascadas caían en silencio o adoptaban la forma de simple niebla, mientras la fuente viva que había a mi espalda cantaba sin cesar.