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Exhaló un profundo suspiro, un sonido casi henchido de dolor. La menuda camarera rubia volvió a llenar nuestras tazas y nos dejó solos de nuevo, pero a mi padre le costó mucho empezar.

2

Como ya sabes -dijo mi padre-, antes de que tú nacieras yo daba clases en una universidad de Estados Unidos. Antes de eso, estudié durante muchos años para llegar a ser profesor. Al principio pensé en estudiar literatura. Después, sin embargo, me di cuenta de que me gustaban más las historias verdaderas que las imaginarias. Todas las historias literarias que leí me condujeron a una especie de exploración de la historia. Al final me entregué a ello. Y estoy muy contento de que la historia te guste a ti también.

Una noche de primavera, cuando todavía era estudiante, estaba en mi cubículo de la biblioteca de la universidad, solo, a una hora ya avanzada, entre hileras e hileras de libros.

Levanté la vista de mi trabajo y me di cuenta de repente de que alguien había dejado un libro, cuyo lomo nunca había visto, entre mis libros de texto, que descansaban sobre un estante encima de mi escritorio. El lomo de este nuevo libro plasmaba un pequeño dragón muy elegante, verde sobre piel clara.

No recordaba haber visto el libro, ni allí ni en ninguna otra parte, de manera que lo bajé y examiné sin pensarlo dos veces. Estaba encuadernado en piel suave y descolorida, y las páginas del interior parecían muy antiguas. Se abrió con facilidad por el centro exacto.

Ambas páginas estaban ocupadas por la xilografía de un dragón con las alas desplegadas y una larga cola enroscada, una bestia rabiosa y enfurecida, con las garras extendidas. De las garras del dragón colgaba una bandera con una sola palabra en letras góticas:

DRAKULYA.

Reconocí la palabra al instante y pensé en la novela de Bram Stoker, que aún no había leído, y en aquellas noches en el cine de mi infancia, con Bela Lugosi al acecho del blanco cuello de alguna estrella en ciernes. Pero la ortografía de la palabra era rara, y el libro muy viejo. Además, yo era un estudioso, muy interesado en la historia de Europa, y después de contemplarla unos segundos, recordé algo que había leído. El nombre procedía de la raíz latina de «dragón» o «demonio», el título honorario de Vlad Tepes, el «Empalador», de Valaquia, un señor feudal de los Cárpatos que torturó a sus súbditos y a sus prisioneros de guerra de las formas más crueles imaginables. Yo estaba estudiando el comercio en la Amsterdam del siglo XVII, de modo que no se me ocurrió ningún motivo para que un libro sobre ese tema estuviera mezclado con los míos, y decidí que lo habrían dejado allí sin querer, tal vez alguien que estaba trabajando en la historia de la Europa Central, o en símbolos feudales.

Pasé el resto de las páginas (cuando manejas libros todo el día, cada uno supone un nuevo amigo y una tentación). Comprobé con sorpresa que las demás, todas aquellas hermosas hojas antiguas de color marfil, estaban en blanco. No había ni la página del título, ni la menor información sobre dónde o cuándo se había impreso el libro, ni mapas, guardas o más ilustraciones. No vi pie de imprenta, ni ficha, sello o etiqueta de la biblioteca. Después de mirar el libro unos minutos más, lo dejé sobre la mesa y bajé al primer piso, al fichero. Había, en efecto, una ficha temática sobre «Vlad III ("Tepes") de Valaquia, 1431-1476. Véase también Valaquia, Transilvania y Drácula». Pensé que debía consultar un mapa ante todo; rápidamente descubrí que Valaquia y Transilvania eran dos antiguas regiones situadas en lo que ahora es Rumanía. Transilvania parecía más montañosa, y Valaquia la rodeaba por el sudoeste. En las estanterías encontré lo que parecía ser la única fuente informativa de primera mano que había en la biblioteca sobre el tema, una extraña y breve traducción inglesa de la década de 1890 de unos folletos sobre «Drakula». Los folletos originales habían sido impresos en Núremberg en las décadas de 1470 y 1480, algunos de ellos antes de la muerte de Vlad. La mención de Núremberg me produjo un escalofrío Unos pocos años antes había seguido muy de cerca los juicios de los líderes nazis. Por un año no pude servir en la guerra antes de su finalización, por ser demasiado joven, y había estudiado sus consecuencias con el fervor de los excluidos. El volumen que recopilaba los folletos tenía una ilustración de portada, una tosca xilografía de la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre con cuello de toro, ojos oscuros y hundidos, largo bigote, con un gorro provisto de una pluma. La imagen era sorprendentemente realista, teniendo en cuenta el primitivo medio.

Sabía que debía ponerme a trabajar, pero no pude evitar leer el principio de uno de los folletos. Era una lista de algunos de los crímenes cometidos por Drácula contra su propio pueblo, y también contra otros grupos. Podría repetir de memoria lo que ponía, pero creo que no lo haré. Era muy desagradable. Cerré con un chasquido el pequeño volumen y volví a mi cubículo. El siglo XVII consumió mi atención hasta casi medianoche. Dejé el extraño libro cerrado sobre mi mesa, con la esperanza de que su propietario lo encontraría allí al día siguiente, y después fui a casa y me acosté.

Por la mañana tenía que acudir a una reunión. Estaba cansado de la larga noche, pero después de clase bebí dos tazas de café y reanudé mis investigaciones. El libro continuaba en el mismo sitio, abierto para mostrar el gran dragón remolineante. Después de mi breve sueño y el desayuno a base de café, me produjo un sobresalto, como decían en las novelas antiguas. Volví a examinar el libro, esta vez con más detenimiento. No cabía duda de que la imagen era una xilografía, tal vez un dibujo medieval, un excelente ejemplo de diseño de libros. Pensé que podría sacar un buen precio por él, y que tal vez sería de valor personal para algún estudioso, pues parecía evidente que no era un libro de biblioteca. Pero debido a mi estado de ánimo, no me gustó su aspecto. Cerré el libro con cierta impaciencia, y me senté a escribir sobre gremios mercantiles hasta bien entrada la tarde. Cuando salía de la biblioteca, me paré ante la mesa de recepción y entregué el volumen, tras explicar lo sucedido. Uno de los bibliotecarios prometió que lo colocaría en el armario de objetos perdidos.

A la mañana siguiente, cuando subí a las ocho a mi cubículo para trabajar un poco más en mi capítulo, el libro se hallaba de nuevo sobre mi escritorio, abierto por su única y cruel ilustración. Esta vez sentí irritación y pensé que el bibliotecario me había entendido mal.

Guardé al punto el libro en mi estantería y me pasé todo el día sin echarle ni un solo vistazo. Al caer la tarde tenía una cita con el director de mi tesis, de modo que recogí mois papeles para revisarlos con él, saqué el libro extraño y lo añadí a la pila. Lo hice guiad por un impulso. No era mi intención quedármelo, pero al profesor Rossi le gustaban los misterios históricos, y pensé que podría divertirle. Cabía la posibilidad de que lo identificara, gracias a sus vastos conocimientos sobre historia de Europa.

Tenía la costumbre de reunirme con Rossi cuando terminaba su clase de la tarde, y me gustaba colarme en el aula antes de que finalizara, para verle en acción. Este semestre estaba dando un curso sobre el Mediterráneo antiguo, y ya había pillado el final de varias clases, cada una brillante y teatral, cada una imbuida de su gran don para la oratoria.

Avancé con sigilo hasta un asiento del fondo, a tiempo de oírle concluir una disertación sobre la restauración del palacio de Minos en Creta, llevada a cabo por sir Arthur Evans. El aula estaba poco iluminada, un enorme auditorio gótico con capacidad para quinientos alumnos. El silencio era digno de una catedral. No se movía ni un alma. Todos los ojos estaban clavados en la pulcra silueta de la parte delantera.

Rossi estaba de pie sobre un estrado iluminado. A veces paseaba de un lado a otro, exploraba ideas en voz alta como si reflexionara para sí en la intimidad de su estudio. Otras veces se paraba de repente, dirigía a sus alumnos una mirada intensa, un gesto elocuente, una sorprendente declaración. Hacía caso omiso del estrado, desdeñaba los micrófonos y jamás utilizaba notas, aunque de vez en cuando pasaba diapositivas, mientras daba golpecitos en la enorme pantalla con una vara para apoyar sus ideas. A veces se entusiasmaba hasta el punto de levantar ambos brazos y atravesar a grandes zancadas el estrado. Corría la leyenda de que, en una ocasión, había caído al suelo embelesado por el florecimiento de la democracia griega, y después se había levantado sin perder la continuidad de su discurso. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad.

Hoy se le veía pensativo, y paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda.

– Sir Arthur Evans, por favor no lo olviden, restauró en parte el palacio del rey Minos en Knossos a partir de lo que encontró allí, y en parte siguiendo los dictados de su imaginación, su visión de la civilización minoica. -Alzó la vista hacia la bóveda-. La documentación era escasa, y casi todo eran misterios. En lugar de ceñirse a una precisión limitada, utilizó su imaginación para crear un estilo de palacio global… y erróneo. ¿Se equivocó por hacer esto?

Hizo una pausa, con una expresión casi melancólica mientras miraba por encima del mar de cabezas desgreñadas, pelos revueltos, cortes al cero, las a propósito desaseadas chaquetas y serias caras masculinas (recuerda que en esa época sólo los chicos iban a universidades como ésa, aunque tú, querida hija, es muy probable que puedas ir a donde te dé la gana).

Quinientos pares de ojos le miraron.

– Dejaré que reflexionen sobre esa pregunta.

Rossi sonrió, dio media vuelta con brusquedad y abandonó la escena.

Todo el mundo respiró hondo. Los estudiantes se pusieron a hablar y a reír, recogiendo sus cosas. Por lo general, Rossi iba a sentarse al borde del estrado al acabar la clase, y algunos de sus discípulos más ávidos se abalanzaban hacia él para acosarle a preguntas, que él contestaba con seriedad y buen humor hasta que el último estudiante se marchaba, y después yo iba a su encuentro.

– ¡Paul, amigo mío! Vamos a poner los pies en alto y hablar en holandés.

Me dio unas palmadas afectuosas en el hombro y salimos juntos.

El despacho de Rossi siempre me divertía porque desafiaba la convención del estudio del profesor loco: libros colocados ordenadamente en los estantes, una pequeña cafetera muy moderna junto a la ventana que alimentaba su vicio, su escritorio siempre adornado con plantas a las que nunca faltaba agua, y él siempre iba vestido de manera impecable con pantalones de tweed, camisa inmaculada y corbata. Su rostro era de impoluto molde inglés, de facciones afiladas e intensos ojos azules. En una ocasión me había contado que de su padre, un toscano que emigró a Sussex, sólo había heredado el gusto por la buena comida.