Rossi dejó la taza a un lado y enlazó las manos. Por un momento, pareció incapaz de continuar.
– Puedo ser frívolo en relación con la leyenda, que ha sido comercializada hasta extremos aberrantes, pero no sobre el resultado de mi investigación. Me sentí incapaz de publicarla, en parte por la existencia de esa leyenda. Pensé que nadie tomaría el tema en serio. Pero también había otro motivo.
Lo cual me dejó paralizado mentalmente. Rossi no dejaba piedra por publicar. Era parte de su productividad, su genio prolífico. Aconsejaba con severidad a sus estudiantes que hicieran lo mismo, que no desperdiciaran nada.
– Lo que descubrí en Estambul era demasiado grave para tomarlo a burla. Tal vez me equivoqué en mi decisión de mantener oculta esta información, pues así la considero, pero cada uno tiene sus supersticiones particulares. La mía es propia de historiadores. Tuve miedo.
Le miré y exhaló un suspiro, como si no se decidiera a continuar.
– Vlad Drácula siempre había sido estudiado en los grandes archivos de la Europa Central y del Este, o en su región natal. Pero empezó su carrera exterminando turcos, y descubrí que nadie había buscado material sobre la leyenda de Drácula en el mundo otomano. Eso fue lo que me llevó a Estambul, una desviación secreta de mi investigación sobre la economía de la antigua Grecia. Oh, sí, publiqué todo ese rollo griego, a modo de venganza.
Guardó silencio un momento y volvió la vista hacia la ventana.
– Supongo que debería contarte sin más lo que descubrí en la escapada a Estambul no volver a pensar en ello. A fin y al cabo, has heredado uno de esos bonitos libros. -Apoyó la mano con semblante grave sobre los dos volúmenes-. Si no te lo digo yo mismo, lo más probable es que sigas mis pasos, tal vez con algún riesgo añadido.
– Esbozó una sonrisa algo sombría-. Podría ahorrarte un montón de problemas.
No conseguí expulsar la risita seca de mi garganta. ¿Qué demonios quería decir? Se me ocurrió que tal vez había subestimado cierto peculiar sentido del humor de mi mentor. Tal vez se trataba de una broma pesada muy elaborada: guardaba dos versiones del libro amenazador en su biblioteca y había introducido una subrepticiamente en mi cubículo, convencido de que iría a verle, y yo, como un idiota, le había seguido la corriente. No obstante, le vi muy pálido a la luz de la lámpara de su escritorio, sin afeitar al final del día, con la mirada apagada y los ojos hundidos en las cuencas. Me incliné hacia delante.
– ¿Qué estás intentando decirme?
– Drácula… -Hizo una pausa-. Drácula, Vlad Tepes, aún vive.
– Santo Dios -dijo mi padre de repente, y consultó su reloj-. ¿Por qué no me has avisado? Son casi las siete.
Introduje las manos dentro de mi chaqueta azul marino.
– No me he dado cuenta -dije-, pero no interrumpas la historia, por favor. No te pares ahí.
Por un momento, el rostro de mi padre se me había antojado irreal. Jamás había
considerado la posibilidad de que estuviera… No sabía cómo decirlo. ¿Mentalmente desequilibrado? ¿Había perdido la cordura unos minutos, mientras contaba su historia?
– Es tarde para un relato tan largo.
Mi padre alzó su taza de té y la volvió a bajar. Observé que sus manos temblaban.
– Sigue, por favor -supliqué.
No me hizo caso.
– De todos modos, no sé si te he asustado o sólo te he aburrido. Supongo que habrías preferido un buen cuento de dragones.
– Había un dragón -dije. Yo también deseaba creer que se había inventado la historia-. Dos dragones. ¿Me contarás algo más mañana, al menos?
Mi padre se masajeó lo brazos, como para calentarse, y advertí que, de momento, estaba firmemente decidido a no decir nada más. Su cara se veía sombría, reservada.
– Vamos a cenar algo, pero antes dejaremos nuestro equipaje en el Hotel Turist.
– De acuerdo -dije.
– En cualquier caso, si no nos vamos, nos echarán de un momento a otro.
Vi a la camarera de pelo rubio apoyada en la barra. Daba la impresión de que le importaba un comino que nos fuéramos o nos quedáramos. Mi padre sacó la cartera, alisó algunos de aquellos grandes billetes descoloridos, siempre con un minero o un agricultor sonriendo heroicamente en el dorso, y los dejó en la bandeja de peltre. Sorteamos sillas y mesas de hierro forjado y salimos por la puerta vaporosa.
La noche había caído, una noche de la Europa del Este, fría, neblinosa, húmeda, y la calle estaba casi desierta.
– Ponte el sombrero -dijo mi padre, como siempre. Antes de salir bajo los plátanos empapados por la lluvia se detuvo de repente, me contuvo tras su mano extendida, un gesto protector, como si un coche hubiera pasado a toda velocidad. Pero no había ningún coche, y la calle goteaba silenciosa y tosca bajo las luces amarillas de las farolas. Mi padre miró a derecha e izquierda. No me pareció ver a nadie, aunque la capucha me impedía ver bien. Se quedó escuchando, con la cara vuelta, el cuerpo inmóvil.
Después dejó escapar el aliento y continuamos andando, hablando de lo que íbamos a pedir para cenar en el Turist cuando llegáramos.
No se habló más de Drácula en el curso de aquel viaje. Pronto aprendí la pauta de los temores de mi padre: sólo podía contarme su historia en breves andanadas, no para producir un efecto dramático, sino para proteger algo… ¿Su firmeza? ¿Su cordura?
3
De vuelta a nuestra casa de Amsterdam, mi padre se mostraba anormalmente ocupado y silencioso, y yo esperaba inquieta que apareciera alguna oportunidad de preguntarle por el profesor Rossi. La señora Clay cenaba con nosotros todas las noches en el comedor de paneles oscuros, y aunque nos servía del aparador y era como un miembro más de la familia, yo intuía que mi padre no quería seguir contándome su historia delante de ella. Si iba a buscarle a la biblioteca, se apresuraba a preguntarme cómo me había ido el día, o pedía ver mis deberes Investigué en secreto los estantes de su biblioteca, poco después de regresar de Emona, pero los libros y papeles ya habían desaparecido de su sitio. Si era la noche libre de la señora Clay, sugería que fuéramos al cine, o me llevaba a tomar café y pastas al ruidoso local que había al otro lado del canal. Habría llegado a pensar que me evitaba, de no ser porque a veces, cuando me sentaba a leer a su lado, en busca del momento apropiado para hacerle preguntas, me acariciaba el pelo con una tristeza abstraída en su rostro. En aquellos momentos era yo quien no podía decidirse a sacar a colación la historia.
Cuando mi padre fue al sur de nuevo, me llevó con él. Sólo tenía una reunión, y de cariz informal, de modo que el largo viaje casi no merecía la pena, pero quería que viera el paisaje. Esta vez fuimos en tren mucho más lejos de Emona, y después tomamos un autobús hasta nuestro destino. A mi padre le gustaban los transportes públicos, siempre que podía utilizarlos. Ahora, cuando viajo, suelo pensar en él y cambio el coche de alquiler por el metro.
– Ya verás que Ragusa no es un lugar para ir en coche -dijo, mientras nos aferrábamos a la barra metálica que había tras el asiento del conductor-. Si te sientas en los asientos de más adelante, nunca te marearás.
Apreté la barra hasta que los nudillos se me pusieron blancos.
Daba la impresión de que volábamos entre las altas columnas de roca gris pálido que hacían las veces de montañas en esta nueva región.
– ¡Santo Dios! -exclamó mi padre después de un horrible salto al doblar una curva cerrada. Los demás pasajeros parecían de lo más tranquilos. Al otro lado del pasillo, una anciana vestida de negro hacía ganchillo, la cara enmarcada por el fleco de su pañoleta, que bailaba cuando el autobús traqueteaba-. Fíjate bien -dijo mi padre-. Vas a ver una de las vistas más espectaculares de esta costa.
Miré obediente por la ventanilla, fastidiada por recibir tantas instrucciones, pero sin perder detalle de las montañas y las aldeas de piedra que las coronaban. Justo antes del ocaso me vi recompensada por la visión de una mujer parada en la cuneta, tal vez a la espera de un autobús que fuera en dirección contraria. Era alta, vestida con una falda larga y pesada, coronada por un fabuloso tocado que semejaba una mariposa de organdí. Estaba sola entre las rocas, bañada por el sol poniente, y a su lado, en el suelo, había una cesta. Habría pensado que era una estatua, de no ser porque volvió su magnífica cabeza cuando pasamos.
Su rostro era un óvalo pálido, pero estaba demasiado lejos de mí para distinguir su expresión. Cuando la describí a mi padre, dijo que debía llevar la indumentaria tradicional de esta parte de Dalmacia.
– ¿Una toca grande, con alas a cada lado? Las he visto en fotos. Podría decirse que esa mujer es una especie de fantasma. Debe vivir en un pueblo muy pequeño. Supongo que ahora la mayoría de jóvenes irán en tejanos.
Yo tenía la cara pegada a la ventanilla. No aparecieron más fantasmas, pero no me perdí ni una sola perspectiva del milagro: Ragusa, muy abajo, una ciudad de marfil con un mar fundido iluminado por el sol, tejados más rojos que el cielo nocturno en el interior del imponente recinto medieval. La ciudad estaba aposentada sobre una amplia península redondeada, y sus murallas parecían inexpugnables a las tempestades y las invasiones, un gigante a orillas del Adriático. Al mismo tiempo, desde la imponente altura de la carretera, poseía una apariencia diminuta, como algo tallado a mano a escala y colocado en la base de las montañas.
La calle principal de Ragusa, cuando llegamos un par de horas más tarde, tenía el suelo de mármol, pulido por siglos de suelas de zapatos, así como salpicaduras de luz procedentes de las tiendas y palacios circundantes, de modo que relucía como la superficie de un gran canal. En el extremo de la calle que daba al puerto, a salvo en el corazón antiguo de la ciudad, nos derrumbamos en las sillas de un café y yo volví la cara hacia el viento, que olía a las olas que rompían y (algo extraño para mí, dado lo avanzado de la estación) a naranjas maduras. El mar y el cielo estaban casi oscuros. Barcos de pesca bailaban sobre una extensión de agua más embravecida al final del puerto. El viento me traía sonidos y perfumes marinos, y una suavidad nueva.