– Pero tú no te lo crees.
Rossi vaciló de nuevo.
– El conocimiento ha de continuar. Para bien o para mal, pero de manera inevitable, en todos los campos.
– ¿Fuiste en persona a Snagov alguna vez?
Negó con la cabeza.
– No. Abandoné la investigación.
Dejé sobre la mesa mi taza helada y escudriñé su cara.
– Pero conservas cierta información -especulé poco a poco.
– Buscó entre los libros del último estante y bajó un sobre marrón cerrado.
– Por supuesto. ¿Quién destruye una investigación por completo? Copié de memoria lo que pude de aquellos tres mapas y salvé mis demás notas, las que llevaba encima aquel día en el archivo.
Dejó el paquete sin abrir sobre la mesa, entre nosotros, y lo tocó con una ternura que no me pareció acorde con el horror que sentía por su contenido. Tal vez fue ese contrasentido, o el avance de la noche primaveral, lo que me puso aún más nervioso.
– ¿No crees que eso podría ser una especie de legado peligroso?
– Pido a Dios que pudiera contestar «no», pero quizá sólo sea peligroso en un sentido psíquico. La vida es mejor, más sana, cuando no meditamos de manera innecesaria en horrores. Como ya sabes, la historia de la humanidad está plagada de maldades, y tal vez deberíamos pensar en ellas con lágrimas, no con fascinación. Han pasado tantos años, que ya no estoy seguro de mis recuerdos de Estambul, y nunca he querido volver. Además, tengo la sensación de que me llevé todo cuanto me bastaba saber.
– ¿Para continuar adelante?
– Sí.
– Pero aún no sabes quién pudo inventar un mapa que mostrara el emplazamiento de su tumba, ¿verdad?
– No.
Extendí la mano hacia el sobre marrón.
– ¿Necesitaré un rosario para seguir con esto, o algún amuleto?
– Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo.
De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso. No iría por ahí con ajos en los bolsillos, de ninguna manera.
– Pero sí con un potente antídoto mental.
– Sí. Lo he intentado. -Su rostro estaba triste, casi sombrío-. Tal vez me he equivocado al no utilizar esas antiguas supersticiones, pero supongo que soy un racionalista, y a eso me atengo.
Cerré mis dedos sobre el paquete.
– Toma tu libro. Es interesante, y deseo que seas capaz de identificar su origen. -Me tendió mi volumen encuadernado en vitela, y pensé que la tristeza de su cara desmentía la frivolidad de sus palabras-. Vuelve dentro de dos semanas, y retornaremos al comercio en Utrecht.
Supongo que parpadeé. Hasta mi tesis me sonó irreal.
– Sí, claro.
Rossi se llevó las tazas de café y yo cerré el maletín con dedos agarrotados.
– Una última cosa -dijo con seriedad cuando me volví hacia él.
– ¿Sí?
– No volveremos a hablar de esto.
– ¿No quieres saber cómo me va?
Me quedé espantado, solo.
– Podría decirse así. No quiero saber. A menos que te halles en apuros, por supuesto.
Estrechó mi mano con el afecto habitual. Su cara expresaba un dolor nuevo para mí, y después tuve la impresión de que forzaba una sonrisa.
– De acuerdo -dije.
– Dentro de dos semanas -repitió casi con júbilo cuando yo salía-. Tráeme un capítulo terminado, o lo que sea.
Mi padre calló. Ante mi vergüenza estupefacta, vi lágrimas en sus ojos. Aquella muestra de emoción habría interrumpido mis preguntas aunque no hubiera hablado.
– Ya ves, escribir una tesis es lo más espeluznante -dijo en tono jovial-. En cualquier caso, no tendríamos que habernos metido en esto. Es una vieja historia muy retorcida, y es evidente que todo salió bien, porque aquí estoy, ya no soy un profesor fantasmal, y aquí estás tú. -Parpadeó. Se estaba recuperando-. Final feliz, como suele pasar.
– Pero quizás hay muchos acontecimientos en medio -logré articular.
El sol se filtraba a través de mi piel, pero sin llegar a los huesos, que percibían la brisa fría procedente del mar. Nos estiramos y miramos la ciudad que se extendía bajo nuestros pies.
El último grupo de turistas había pasado delante de nosotros y se había detenido en una glorieta lejana, señalando las islas o posando para la cámara de algún compañero. Miré a mi padre, pero estaba contemplando el mar. Detrás de los demás turistas, y muy delante de nosotros, había un hombre en el que no me había fijado antes, que se alejaba lenta pero inexorablemente, alto y de hombros anchos, vestido con un traje de lana oscura. Habíamos visto otros hombres altos vestidos de oscuro en la ciudad, pero por alguna razón no pude dejar de mirar a este último.
5
Como me sentía tan limitada por mi padre, decidí explorar un poco yo sola, y un día, al salir del colegio, fui a la biblioteca de la universidad. Mi holandés era razonablemente bueno, llevaba años estudiando francés y alemán, y la universidad albergaba una inmensa colección de libros en inglés. Los bibliotecarios fueron corteses, y sólo necesité un par de tímidas peticiones para encontrar el material que estaba buscando: el texto de los folletos de Núremberg sobre Drácula de los que mi padre había hablado. La biblioteca no estaba en posesión de ningún folleto original. Eran muy raros, me explicó un anciano bibliotecario, pero encontró el texto en un compendio de documentos medievales alemanes, traducidos al inglés.
– ¿Son ésos los que necesitas, querida? -preguntó con una sonrisa. Tenía uno de esos rostros muy blancos y pálidos que se ven a veces entre los holandeses, una mirada azul y directa, y un cabello que daba la impresión de hacerse más claro en lugar de encanecer. Los padres de mi padre habían muerto en Boston cuando yo era pequeña, y pensé que me habría gustado un abuelo de este tipo-. Me llamo Johan Binnerts -añadió-. Puedes llamarme siempre que necesites ayuda.
Le dije que eso era exactamente lo que necesitaba, danku, y palmeó mi hombro antes de alejarse en silencio. Releí la primera sección de mi cuaderno de notas en la sala vacía:
En el año de Nuestro Señor de 1456, Drakula hizo muchas cosas curiosas y terribles.
Cuando fue nombrado señor de Valaquia, mandó quemar a todos los jóvenes que habían ido a su país para aprender el idioma, cuatrocientos de ellos. Ordenó empalar a una familia numerosa y enterrar desnudos hasta el ombligo a muchos de sus súbditos, para luego asaetearlos. Algunos fueron asados y desollados.
Había una nota al pie de la primera página. El tipo de letra era tan fino que casi no la vi.
Cuando miré con más detenimiento, me di cuenta de que era un comentario sobre la palabra «empalado». Afirmaba que Vlad Tepes había aprendido esta forma de tortura de los otomanos. El empalamiento del tipo que practicaba implicaba la penetración del cuerpo con una estaca de madera puntiaguda, por lo general a través del ano o los genitales hacia arriba, de manera que a veces la estaca salía por la boca y a veces por la cabeza.
Por un momento intenté no ver aquellas palabras. Después traté de olvidarlas durante varios minutos, con el libro cerrado.
Lo que más me atormentó aquel día, cuando cerré el cuaderno de notas y me puse el abrigo para ir a casa, no fue la imagen siniestra de Drácula o la descripción del empalamiento, sino el hecho de que estas cosas habían ocurrido de verdad, por lo visto. Si prestaba la suficiente atención, pensé, escucharía los chillidos de los muchachos, de la «familia numerosa» que murió junta. Pese a toda la atención que había dedicado a mi educación en historia, mi padre no me había contado esto: los momentos terribles de la historia eran reales. Ahora comprendo, muchos años más tarde, que no podía decírmelo. Sólo la propia historia puede convencerte de una verdad de este tipo. Y en cuanto has visto esa verdad, cuando la has visto realmente ya no puedes apartar la vista.
Cuando llegué a casa aquella noche, sentía una especie de energía diabólica, y planté cara a mi padre. Estaba leyendo en su biblioteca, mientras la señora Clay se las entendía con los platos de la cena en la cocina. Entré en la biblioteca, cerré la puerta a mi espalda, y me paré frente a su butaca. Sostenía uno de sus queridos volúmenes de Henry James, una clara señal de tensión. No hablé hasta que alzó la vista.
– Hola -dijo, y colocó el punto de libro con una sonrisa-. ¿Deberes de álgebra?
Sus ojos ya estaban ansiosos.
– Quiero que termines la historia -dije.
Guardó silencio y tamborileó con los dedos sobre el brazo de la butaca.
– ¿Por qué no me quieres contar más cosas? -Era la primera vez que me veía como una amenaza para él. Miró el libro que acababa de cerrar. Experimenté la sensación de estar siendo cruel con él de una manera que no podía comprender, pero ya había empezado mi faena de modo que debía terminar-. No quieres que sepa algunos detalles.
Me miró por fin. Su rostro era triste e inescrutable, con la frente arrugada a la luz de la lámpara.
– No, no quiero.
– Sé más de lo que crees -dije, aunque se me antojó una puñalada infantil. No habría querido decirle lo que sabía, en caso de que me lo hubiera preguntado.
Enlazó las manos bajo la barbilla.
– Lo sé -dijo al fin-. Y como sabes algo, te lo tendré que contar todo.
Le miré sorprendida.
– Pues hazlo -dije con determinación.
Bajó la vista de nuevo.
– Te lo contaré, lo antes posible. Pero ahora no. ¡No puedo soportarlo todo de golpe! – soltó mi padre de sopetón-. Ten paciencia conmigo.
Pero la mirada que me dirigió no era acusadora, sino suplicante. Me acerqué a él y rodeé con los brazos su cabeza inclinada.
Marzo iba a ser frío y desapacible en la Toscana, pero mi padre pensó que un breve viaje a la campiña era necesario después de cuatro días de conversaciones (siempre había llamado «conversaciones» a su ocupación) en Milán. Esta vez no me había sido necesario pedirle que me llevara.
– Florencia es maravillosa, sobre todo fuera de temporada -dijo una mañana, mientras íbamos en coche hacia el sur desde Milán-. Me gustaría que la vieras en uno de esos días.