Antes tendrás que aprender algo más acerca de su historia y sus cuadros para quedarte realmente prendada. Pero la campiña toscana es lo mejor. Descansa tus ojos y al mismo tiempo los estimula. Ya lo verás.
Asentí y me arrellané en el asiento del Fiat alquilado. El amor de nu padre por la libertad era contagioso, y me gustaba que se aflojara cuello de la camisa y la corbata cuando nos dirigíamos a un lugar nuevo. El coche zumbaba por la agradable autopista del norte.
– De todos modos, hace años que vengo prometiendo a Massimo y Giulia que iríamos a verlos. Nunca me perdonarían que pasara tan cerca sin hacerlo. -Se reclinó en el asiento y estiró las piernas-. Son un poco raros, excéntricos, por decirlo de alguna manera, pero muy amables. ¿Te apetece?
– Ya te dije que sí -indiqué. Prefería estar sola con mi padre que visitar a desconocidos, cuya presencia siempre sacaba a flote mi natural timidez, pero parecía ansioso por ver a sus viejos amigos. En cualquier caso, el ronroneo del Fiat me estaba adormeciendo. Estaba cansada del viaje en tren. Algo nuevo me había ocurrido aquella mañana, el hilillo de sangre alarmantemente retrasado por el que siempre se preocupaba mi médico, y debido al cual la señora Clay había metido en mi maleta un montón de compresas de algodón. El primer vislumbre de este cambio me había provocado lágrimas de sorpresa en el lavabo del tren, como si alguien me hubiera herido. La mancha que apareció en mis cómodas bragas de algodón se me antojó la huella del pulgar de un asesino. No dije nada a mi padre. Valles surcados por ríos y colinas lejanas coronadas por pueblos se convirtieron en un panorama brumoso al otro lado de la ventanilla del coche, y después en un borrón. Aún seguía adormilada a la hora de comer, cosa que hicimos en una ciudad formada por cafés y bares oscuros mientras los gatos callejeros se aovillaban y desaovillaban alrededor de los portales.
Pero cuando ascendimos con el ocaso hacia uno de los veinte pueblos alzados sobre colinas, que se amontonaban a nuestro alrededor como los temas de un fresco, me descubrí muy despierta. La noche ventosa y nublada mostraba grietas de ocaso en el horizonte.
Hacia el Mediterráneo, dijo mi padre, hacia Gibraltar y otros lugares a los que iríamos algún día. Encima de nosotros se alzaba un pueblo construido sobre soportes de piedra, con calles casi verticales y callejones formando terrazas con estrechos escalones de piedra. Mi padre guiaba el cochecito de un lado a otro, y en una ocasión pasamos ante la puerta de una trattoria que arrojaba luz sobre los adoquines húmedos. Después se desvió con cautela hacia el otro lado de la colina.
– Está por aquí, si no recuerdo mal. -Se desvió entre una hilera de cipreses oscuros por una pista llena de baches-. Villa Montefollinoco, en Monteperduto. Monteperduto es el pueblo, ¿recuerdas?
Lo recordaba. Habíamos mirado el mapa durante el desayuno. Mi padre lo había reseguido con el dedo por encima de su taza de café.
– Aquí, Siena. Es tu punto central. Está en la Toscana. Después, entramos en Umbría. Aquí está Montepulciano, un famoso lugar antiguo, y sobre esta colina siguiente se encuentra nuestro pueblo, Monteperduto.
Los nombres se confundían en mi mente, pero monte significa «montaña», y estábamos entre montañas dignas de una casa de muñecas grande, pequeñas montañas pintadas como si fuesen hijas de los Alpes, que ya había atravesado dos veces.
En la inminente oscuridad la villa parecía pequeña, una granja de piedra con cipreses y olivos apelotonados alrededor de sus tejados rojizos, y un par de postes de piedra inclinados que indicaban un sendero de entrada. Brillaban luces en las ventanas del primer piso, y de repente me sentí cansada, hambrienta, poseída por una irritabilidad adolescente que tendría que disimular delante de mis anfitriones. Mi padre bajó nuestro equipaje del maletero y yo le seguí por el sendero.
– Hasta la campanilla sigue en su sitio -dijo satisfecho, al tiempo que tiraba de una corta cuerda en la entrada y se alisaba su pelo oscuro en la oscuridad.
El hombre que contestó salió como un tornado, abrazó a mi padre, le palmeó con fuerza en la espalda, le besó ruidosamente en ambas mejillas y se agachó demasiado para estrechar mi mano. Su mano era enorme y caliente, y la apoyó sobre mi hombro para guiarme al interior. En el vestíbulo, de techo bajo y lleno de muebles antiguos, vociferó como un animal de granja.
– ¡Giulia! ¡Giulia! ¡Deprisa! ¡La gran invasión! ¡Ven enseguida!
Su inglés era feroz y seguro, potente, clamoroso.
La mujer alta y sonriente que apareció me cayó bien al instante. Tenía el pelo gris, pero con destellos plateados, recogido por atrás de su cara alargada. Sonrió nada más verme y no se agachó para saludarme. Su mano era cálida, como la de su marido, y besó a mi padre en ambas mejillas, mientras agitaba la cabeza y soltaba una parrafada en italiano.
– Y tú -me dijo en inglés- has de tener una habitación para ti sola, y buena, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -contesté, y me gustó el sonido de la frase, y confié en que estaría cerca de la de mi padre, y que tendría una vista del valle circundante, desde el que habíamos ascendido con tanta precipitación.
Después de cenar en el comedor de baldosas, todos los adultos se repantigaron y suspiraron.
– Giulia -dijo mi padre-, cada año cocinas mejor. Eres una de las mejores cocineras de Italia.
– Nonsense, Paolo. -Su inglés tenía resonancias de Oxford y Cambridge- Siempre dices tonterías.
– Puede que sea el chianti. Déjame echar un vistazo a la botella.
– Deja que te vuelva a llenar la copa -intervino Massimo-. ¿Y qué estudias tú,
encantadora hija?
– En mi colegio estudiamos de todo -contesté como una cursi.
– Creo que le gusta la historia -dijo mi padre-. También le gusta viajar.
– ¿Historia? -Massimo volvió a llenar la copa de Giulia, por segunda vez, y después la suya, de un vino color granate o sangre oscura-. Como tú y yo, Paolo. Bautizamos así a tu padre -me dijo en un aparte-, porque no soporto vuestros aburridos patronímicos anglosajones. Lo siento, me es imposible. Paolo, amigo mío, sabes que me dejaste sorprendido cuando me dijiste que abandonabas tu vida académica para participar en conferencias de paz a lo largo y ancho del mundo. Así que le gusta más hablar que leer, me dije. El mundo ha perdido un gran erudito, y ése es tu padre.
Me pasó media copa de vino sin pedir permiso a mi padre, pero lo mezcló con un poco de agua de la jarra que había en la mesa. Me cayó mejor todavía.
– Ahora eres tú el que dice tonterías -repuso mi padre de buen humor-. Me gusta viajar, así de sencillo.
– Ah. -Massimo meneó la cabeza-. Usted, signor professore, dijo en una ocasión que sería el más grande de todos. Sé que su fundación no ha sido un éxito rotundo.
– Necesitamos paz y esclarecimiento diplomático, no más investigaciones sobre cuestiones insignificantes que a nadie interesan -replicó mi padre sonriente. Giulia encendió un farol que descansaba sobre el aparador y apagó la luz eléctrica. Llevó el farol a la mesa y empezó a cortar la torta que yo había procurado no mirar antes. Su superficie brillaba como obsidiana bajo el cuchillo.
– En historia, no hay cuestiones insignificantes. -Massimo me guiñó un ojo-. Además, hasta el gran Rossi dijo que tú eras su mejor estudiante. Los demás apenas podíamos complacerle.
– ¡Rossi!
Salió de mi boca antes de que pudiera impedirlo. Mi padre me dirigió una mirada inquieta.
– ¿De modo que conoces las leyendas acerca de los éxitos académicos de tu padre, jovencita?
Massimo se llenó la boca de chocolate.
Mi padre me dirigió otra mirada.
– Le he contado algunas historias sobre esos días -dijo. No pasé por alto la advertencia que transmitía su tono. No obstante, un momento después pensé que iba dirigida a Massimo, no a mí, pues el siguiente comentario de Massimo me produjo un escalofrío, antes de que mi padre se pusiera a hablar de política para matar el tema.
– Pobre Rossi -dijo Massimo-. Un hombre trágico, maravilloso. Resulta raro pensar que alguien a quien has conocido en persona pueda desaparecer así de golpe, puf.
A la mañana siguiente nos sentamos en la piazza situada en lo alto del pueblo, bañada por el sol, con las chaquetas abrochadas y los folletos en ristre, mirando a dos chicos que, como yo, deberían estar en el colegio. Gritaban mientras jugaban a la pelota delante de la iglesia, y yo esperaba con paciencia. Había estado esperando toda la mañana, durante la visita guiada a las pequeñas capillas «con elementos de Brunelleschi», según el confuso y aburrido guía, y al Palazzo Púbblico, con su salón de recepciones que había servido durante siglos de granero del pueblo. Mi padre suspiró y me dio una de las dos primorosas botellas de Orangina.
– Vas a preguntarme algo -dijo en tono algo sombrío.
– No, sólo quiero saber qué fue del profesor Rossi.
Introduje mi pajita en la botella.
– Eso pensaba. Massimo estuvo falto de tacto al mencionarlo.
Temía la respuesta, pero tenía que preguntar.
– ¿El profesor Rossi murió? ¿Se refería a eso Massimo cuando dijo que «desapareció»?
Mi padre miró hacia otro lado de la plaza bañada por el sol, con sus cafés y carnicerías.
– Sí. No. Bien, fue algo muy triste. ¿De veras quieres saberlo?
Asentí. Mi padre paseó la vista a nuestro alrededor con rapidez. Estábamos sentados en un banco de piedra que sobresalía de uno de los antiguos palazzi, solos, a excepción de los chicos que jugaban en la plaza.
– De acuerdo -dijo por fin.
6
Aquella noche -dijo mi padre-, cuando Rossi me dio el paquete de papeles, le dejé sonriente en la puerta de su despacho, y cuando di media vuelta, me embargó la sensación de que tal vez habría debido volver para hablar con él un poco más. Sabía que sólo era el resultado de nuestra extraña conversación, la más extraña de mi vida, y desdeñé la ocurrencia al instante. Pasaron otros dos estudiantes de nuestro departamento, enfrascados en su conversación, saludaron a Rossi antes de que éste cerrara su puerta, y bajaron la escalera a buen paso detrás de mí. La animada conversación me dio la sensación de que la vida continuaba como de costumbre, pero aún me sentía inquieto. Mi libro, adornado con el dragón, era una presencia candente en mi maletín, y ahora Rossi había añadido el paquete de notas cerrado. Me pregunté si debería examinarlas aquella misma noche, sentado solo a la mesa de mi diminuto apartamento. Estaba agotado. Pensé que sería incapaz de enfrentarme a su contenido.