– Hierba común, señora; de esa que comen los burros.
5
Hay un minuto en que se agota la siesta. Hasta la secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante preciso; el curso de la naturaleza se detiene; la creación tambalea al borde del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan: «Todavía es miércoles en Macondo.» Y entonces vuelven a acurrucarse en el rincón, empalman el sueño con!a realidad, y se ponen de acuerdo para tejer el cuchicheo como si fuera una inmensa sábana de hilo elaborada en común por todas las mujeres del pueblo.
Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde, y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. Nadie impedirá la ceremonia. Esperé que el alcalde fuera inflexible en su determinación de oponerse a ella y que pudiéramos retornar a la casa; el niño a la escuela y mi padre a sus zuecos, a su aguamanil debajo de la cabeza chorreando de agua fresca y al lado izquierdo de su jarro con limonada.helada. Pero ahora es diferente. Mi padre ha sido otra vez lo suficientemente persuasivo para imponer su punto de j vista por encima de lo que yo creí al principio una irrevocable determinación del alcalde. Afuera está el pueblo en ebullición, entregado a la labor de un largo, uniforme y despiadado cuchicheo; y la calle limpia, sin una sombra en el polvo limpio y virgen desde que el último viento barrió la huella del último buey, Y es un pueblo sin nadie, con las casas cerradas en cuyos cuartos no se oye nada más que el sordo hervidero de las palabras pronunciadas de mal corazón. Y en el cuarto el niño sentado, tieso, mirándose los zapatos; tiene un ojo para la lámpara y otro para los periódicos y otro para los zapatos y finalmente dos para el ahorcado, para su lengua mordida, para sus vidriosos ojos de perro ahora sin codicia; de perro sin apetitos, muerto. El niño lo mira, piensa en el ahorcado que está puesto de largo debajo de las tablas; hace un ademán triste y entonces todo se transforma: sale un taburete a la puerta de la peluquería y detrás el altarcillo con el espejo, los polvos y el agua de olor. La mano se vuelve pecosa y grande, deja de ser la mano de mi hijo, se transforma en una mano grande y diestra que fríamente, con calculada parsimonia, empieza a amolar la navaja mientras el oído oye el zumbido metálico de la hoja templada, y la cabeza piensa: «Hoy vendrán más temprano, porque es miércoles en Macondo.» Y entonces llegan, se recuestan en los asientos a la sombra y contra la frescura del quicio, torvos, estrábicos, cruzadas las piernas, las manos entrelazadas sobre las rodillas, mordiendo los cabos de tabaco; mirando, hablando de lo mismo, viendo, frente a ellos, la ventana cerrada, la casa silenciosa con la señora Rebeca por dentro. Ella también olvidó algo: olvidó desconectar el ventilador y transita por los cuartos de ventanas alambradas, nerviosa, exaltada, revolviendo los cachivaches de su estéril y atormentada viudez, para estar convencida hasta con el sentido del tacto de que no habrá muerto antes de que llegue la hora del entierro. Ella está abriendo y cerrando las puertas de sus cuartos, aguardando a que el rejol patriarcal se incorpore de la siesta y le agasaje los sentidos con la campanada de las tres. Todo esto, mientras concluye el ademán del niño y vuelve a ponerse duro, recto, sin demorar siquiera la mitad del tiempo que una mujer necesita para la última puntada en la máquina y levantar la cabeza llena de rizadores. Antes de que el niño vuelva a quedarse recto, pensativo, la mujer ha rodado la máquina hasta el ángulo del corredor y los hombres han mordido dos veces los tabacos, mientras observan una ida y vuelta completa de la navaja en la penca; y Águeda, la tullida, hace un último esfuerzo por despegar las muertas rodillas; y la señora Rebeca da una nueva vuelta a la cerradura y piensa: «Miércoles en Macondo. Buen día para enterrar al diablo.» Pero entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo, puede saberse que el tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y helado detrás de su lengua mordida. Por eso no transcurre el tiempo para el ahorcado: porque aunque la mano del niño se mueva, él no lo sabe. Y mientras el muerto lo ignora (porque el niño continúa moviendo la mano) Águeda debe de haber corrido una nueva cuenta en el rosario; la señora Rebeca, tendida en la silla plegadiza, está perpleja, viendo que el reloj permanece fijo al borde del minuto inminente, y Águeda ha tenido tiempo (aunque en el reloj de la señora Rebeca no haya transcurrido el segundo) de pasar una nueva cuenta en el rosario y pensar: «Esto haría si pudiera ir hasta donde el padre Ángel.» Luego la mano del niño desciende y la navaja aprovecha el movimiento en la penca y uno de los hombres, sentado en la frescura del quicio, dice: «Deben ser como las tres y media, ¿no es cierto?» Entonces la mano se detiene. Otra vez el reloj muerto a la orilla del minuto siguiente, otra vez la navaja detenida en el espacio de su propio acero; y Águeda esperando aún el nuevo movimiento de la mano para estirar las piernas e irrumpir en la sacristía, con los brazos abiertos, otra vez las rodillas dinámicas, diciendo: «Padre, padre.» Y el padre Ángel postrado en la quietud del niño, pasando la lengua por los labios para sentir el viscoso sabor de la pesadilla de albóndiga, viendo a Águeda, diría entonces: «Esto debe ser un milagro, sin duda», y luego, revolcándose otra vez en el sopor de la siesta, gimoteando en la modorra sudorosa y babeante: «De todos modos, Águeda, éstas no son horas para decirles misa a las ánimas del purgatorio.» Pero el nuevo movimiento se frustra, mi padre entra a la habitación y los dos tiempos se reconcilian; las dos mitades ajustan, se consolidan, y el reloj de la señora Rebeca cae en la cuenta de que ha estado confundido entre la parsimonia del niño y la impaciencia de la viuda, y entonces bosteza, ofuscado, se zambulle en la prodigiosa quietud del momento, y sale después chorreante de tiempo líquido, de tiempo exacto y rectificado, y se inclina hacia adelante y dice con ceremoniosa dignidad: «Son las dos y cuarenta y siete minutos, exactamente.» Y mi padre, que sin saberlo ha roto la parálisis del instante, dice: «Está en las nebulosas, hija.» Y yo digo: «¿Cree usted que pueda pasar algo?» Y él, sudoroso, sonriente: «Por lo menos, estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche.»
Ahora el ataúd está cerrado, pero yo recuerdo la cara del muerto. La he retenido con tanta precisión que si miro hacia la pared veo los ojos abiertos, las mejillas estiradas y grises como la tierra húmeda, la lengua mordida a un lado de la boca. Esto me produce una ardorosa sensación de intranquilidad. Tal vez el pantalón no deje de apretarme nunca a un lado de la pierna.
Mi abuelo se ha sentado junto a mi madre. Cuando regresó del cuarto vecino rodó la silla y ahora permanece aquí, sentado junto a ella, sin decir nada, la barba apoyada en el bastón y estirada hacia adelante la pierna coja. Mi abuelo espera. Mi madre, como él, espera. Los hombres que han dejado de fumar en la cama y permanecen quietos, ordenados, sin mirar el ataúd, ellos también esperan.
Si me vendaran los ojos, si me cogieran de la mano y me dieran veinte vueltas por el pueblo y me volvieran a traer a este cuarto, lo reconocería por el olor. No olvidaré nunca que esta pieza huele a desperdicios, a baúles amontonados, con todo y que sólo he visto un baúl en el que podríamos escondernos Abraham y yo y. aún sobraría espacio para Tobías. Yo conozco los cuartos por el olor.