Los médicos de la compañía no se conformaron con privarlo de hecho de sus medios de vida, sino que en 1907, cuando ya no había en Macondo un paciente que se acordara de él y cuando él mismo había desistido de esperarlo, alguno de los médicos de las bananeras sugirió a la alcaldía que exigiera a todos los profesionales del pueblo el registro de sus títulos. Él no debió de sentirse aludido, cuando apareció el edicto, un lunes, en las cuatro esquinas de la plaza. Fui yo quien le habló de la conveniencia de cumplir con ese requisito. Pero él, tranquilo, indiferente, se limitó a responder: «Yo no, coronel. No volveré a meterme en nada de eso.» Nunca he podido saber si realmente tenía sus títulos en regla. Ni siquiera supe si era francés como se suponía, ni si conservaba recuerdos de una familia que debió tener pero de la que nunca dijo una palabra. Algunas semanas despues, cuando el alcalde y su secretario se hicieron presentes en mi casa para exigirle la presentación y el registro de su licencia, él se negó de manera rotunda a salir de la pieza. Ese día -después de cinco años de vivir en la misma casa, de comer en la misma mesa-, caí en la cuenta de que ni siquiera conocíamos su nombre.
No se habría necesitado tener diecisiete años como los tenía yo entonces) para observar.
– desde cuando vi a Meme emperifollada en la iglesia, y después, cuando hablé con ella en el botiquín- que en nuestra casa el cuartito de la calle estaba clausurado. Más tarde supe que mi madrastra había puesto el candado y se oponía a que fueran tocadas las cosas que quedaban adentro: la cama que el doctor usó hasta cuando compró la hamaca; la mesita de los medicamentos y de la cual no trajo a la esquina el dinero acumulado durante sus mejores años (que debió ser mucho porque nunca tuvo gastos en la casa y alcanzó para que Meme abriera el botiquín) y además, entre un montón de desperdicios y los viejos periódicos escritos en su idioma, el aguamanil y algunas prendas personales inservibles. Parecía como si todas esas cosas estuvieran contaminadas de lo que mi madrastra consideraba una condición maléfica, completamente diabólica.
Yo debí advertir la clausura del cuartito en octubre o noviembre (tres años después que Meme y él abandonaran la casa), porque a principios del año siguiente había empezado a hacerme ilusiones acerca del establecimiento de Martín en esa habitación. Yo deseaba vivir en ella después de mi matrimonio; la rondaba; en la conversación con mi madrastra llegaba hasta sugerir que era ya hora de que se abriera el candado y se levantara la inadmisible cuarentena impuesta a uno de los lugares más íntimos y amables de la casa. Pero antes de que empezáramos a coser mi vestido de novia, nadie me habló directamente del doctor, y menos del cuartito que seguía siendo como algo suyo, como un fragmento de su personalidad que no podía ser desvinculado de nuestra casa mientras viviera en ella alguien que pudiera recordarlo.
Yo iba a contraer matrimonio antes de un año. No sé si fueron las circunstancias en que se desenvolvió mi vida durante la infancia y la adolescencia lo que me daba en este tiempo una noción imprecisa de los hechos y las cosas. Pero lo cierto es que en esos meses en que se adelantaban los preparativos de mis bodas, aún ignoraba yo el secreto de muchas cosas. Un año -antes de casarme con él, yo recordaba a Martín a través de una vaga atmósfera de irrealidad. Tal vez por eso deseaba tenerlo cerca, en el cuartito, para convencerme de que se trataba de un hombre concreto y no de un novio conocido en el sueño. Pero yo no me sentía con fuerzas para hablar a mi madrastra de mis proyectos. Lo natural habría sido decir: «Voy a quitar el candado. Voy a poner la mesa junto a la ventana y la cama contra la pared de adentro. Voy a poner una maceta de claveles en la repisa y un ramo de sábila en el dintel.» Pero a mi cobardía, a mi absoluta falta de decisión, se agregaba la nebulosidad de mi prometido. Lo recordaba como una figura vaga, inasible, cuyos únicos elementos concretos parecían ser el bigote brillante, la cabeza un poco ladeada hacia la izquierda y el eterno saco de cuatro botones.
Él había estado en nuestra casa a fines de julio. Se pasaba el día entre nosotros y conversaba en la oficina con mi padre, dándole vueltas un misterioso negocio del que nunca logré enterarme. De tarde Martín y yo íbamos con mi madrastra a las plantaciones. Pero cuando lo veía regresar en la claridad malva del crepúsculo, cuando estaba más cerca de mí, caminando junto a mi hombro, entonces era más abstracto e irreal. Yo sabía que nunca sería rapaz de imaginarlo humano, o de encontrar en él la solidez indispensable para que su recuerdo me diera valor, me fortaleciera en el momento de decir: «Voy a arreglar el cuarto para Martín.»
Hasta la idea de que iba a casarme con él me resultaba inverosímil un año antes de la boda.
Lo había conocido en febrero, en el velorio del niño de Paloquemado. Varias muchachas cantábamos y batíamos palmas procurando agotar hasta el exceso la única diversión que se nos permitía. En Macondo había un salón de cine, a un gramófono público y otros lugares
de diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos las muchachas de mi edad. «Son diversiones para la hojarasca», decían.
En febrero hacía calor al mediodía. Mi madrastra y yo nos sentábamos en el corredor, a pespuntar en género blanco, mientras mi padre hacia la siesta. Cosíamos hasta cuando él pasaba arrastrando los zuecos e iba a mojarse la cabeza en el aguamanil. Pero de noche febrero era fresco y profundo y en todo el pueblo se oían las voces de las mujeres cantando en los velorios de los niños.
La noche en que fuimos al velorio del niño de Paloquemado, debía oírse mejor que nunca la voz de Meme Orozco. Ella era flaca, desgarbada y dura como una escoba, pero sabía llevar la voz mejor que nadie. Y en la primera pausa Genoveva García dijo: «Afuera está sentado un forastero.» Creo que todas dejamos de cantar, menos Remedios Orozco. «Imagínate que ha venido con saco», dijo Genoveva García. «Ha estado hablando toda la noche y los otros le escuchan sin decir esta boca es mía. Tiene puesto un saco de cuatro botones y cruza la pierna y muestra medias con ligas y botas con ojetes.» Todavía Meme Orozco no había dejado de cantar, cuando nosotras batimos palmas y dijimos: «Vamos a casarnos con él.»
Después, cuando yo lo recordaba en la casa, no encontraba ninguna correspondencia entre esas palabras y la realidad. Recordaba como si hubieran sido dichas por un grupo de mujeres imaginarias que batían palmas y cantaban en la casa donde había muerto un niño irreal. Otras mujeres fumaban a nuestro lado. Estaban serias, vigilantes, estirados hacia nosotros los largos cuellos de gallinazos. Detrás, contra la frescura del quicio, otra mujer, envuelta hasta la cabeza en un pañolón negro, aguardaba a que hirviera el café. De pronto una voz masculina se había incorporado a las nuestras. Al principio era desconcertada y sin dirección. Pero después fue vibrante y metálica, como si el hombre estuviera cantando en la iglesia. Veva García me había dado un codazo en las costillas. Entonces yo levanté la vista y lo vi por primera vez. Era joven y limpio, con el cuello duro y el saco abotonado en los cuatro ojales. Y estaba mirándome.
Yo oía hablar de su regreso en diciembre y pensaba que ningún lugar era más apropiado para él que el cuartito clausurado. Pero ya no lo concebía. Me decía a mí misma: «martín, martín, martín». Y el nombre examinado, saboreado, desmontado en sus piezas esenciales, perdía para mí toda su significación.
Al salir del velorio había movido una taza vacía frente a mí. Había dicho: «He leído su suerte en el café.» Yo iba hacia la puerta, entre las otras muchachas y oía la voz de él, honda, convincente, apacible: «Cuente siete estrellas y soñará conmigo.» Al pasar junto a la puerta vimos al niño de Paloquemado en la cajita, la cara cubierta con polvos de arroz, una rosa en la boca y los ojos abiertos con palillos. Febrero nos mandaba tibias bocanadas de su muerte y en el cuarto flotaba el vaho de los jazmines y las violetas tostadas por el calor. Pero en el silencio del muerto, la otra voz era constante y unica: «Recuérdelo bien. Nada más que siete estrellas.»