– Éste es El Cachorro, doctor. Alguna vez usted me prometió visitarlo.
Él sonrió. Miró al sacerdote y dijo: «Es verdad, coronel. No sé por qué no lo hice.» Y siguió mirándolo, examinándolo, hasta cuando El Cachorro habló.
– Nunca es tarde para quien bien comienza – dijo -. Me gustaría ser su amigo.
En el acto me di cuenta de que frente al extraño, El Cachorro había perdido su fuerza habitual. Hablaba con timidez, sin la inflexible seguridad con que su voz tronaba en el pulpito, leyendo en tono trascendental y amenazante las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol.
Ésa fue la primera vez que se vieron. Y fue también la última. Sin embargo, la vida del doctor se prolongó hasta esta madrugada porque el Cachorro intervino otra vez a su favor la noche en que le suplicaron que atendiera a los heridos y él ni siquiera abrió la puerta, y le gritaron esa terrible sentencia cuyo cumplimiento yo me encargaré ahora de impedir.
Nos disponíamos a abandonar la casa cuando me acordé de algo que desde hacía años deseaba preguntarle. Dije a El Cachorro que yo seguiría aquí, con el doctor, mientras él intercedía ante las autoridades. Cuando estuvimos solos, le dije:
– Dígame una cosa, doctor: ¿Qué fue de la criatura? El no modificó la expresión. «¿Qué criatura, coronel?», dijo. Y yo le dije: «La de ustedes. Meme estaba encinta cuando salió de mi casa.» Y el tranquilo, imperturbable:
– Tiene razón, coronel. Hasta me había olvide de eso.
Mi padre ha permanecido silencioso. Luego ha dicho: «El Cachorro los habría hecho venir a correazos.» Los ojos de mi padre manifiestan una frenada nerviosidad. Y mientras se prolonga esta espera que va para media hora (pues deben ser alrededor de las tres) me preocupa la perplejidad del niño, su expresión absorta que nada parece preguntar, su indiferencia abstracta y fría que lo hace idéntico a su padre. Mi hijo va a disolverse en el aire abrasante de este miércoles como le ocurrió a Martín hace nueve años, mientras movía la mano en la ventanilla del tren y desaparecía para siempre. Serán vanos todos mis sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre. En vano rogaré a Dios que haga de él un hombre de carne y hueso, que tenga volumen, peso y color como los hombres. En vano todo mientras tenga en la sangre los gérmenes de su padre.
Hace cinco años, el niño no tenía nada de Martín. Ahora lo va adquiriendo todo, desde cuando Genoveva García regresó a Macondo con sus seis hijos, entre los cuales había dos pares de gemelos. Genoveva estaba gorda y envejecida. Le habían salido unas venillas azules en torno a los ojos, que le daban cierta apariencia de suciedad a su rostro anteriormente limpio y terso. Manifestaba una ruidosa y desordenada felicidad en medio de su pollada de zapatitos blancos y arandelas de organdí. Yo sabía que Genoveva se había fugado con el director de una compañía de titiriteros y sentía no sé qué extraña sensación de repugnancia viendo a esos hijos suyos que parecían tener movimientos automáticos, como regidos por un solo mecanismo central; pequeños e inquietantemente iguales entre sí, los seis con idénticos zapatos e idénticas arandelas en el vestido. Me parecía dolorosa y triste la desorganizada felicidad de Genoveva, su presencia recargada de accesorios urbanos en un pueblo arruinado, aniquilado por el polvo. Había algo amargo, como una inconsolable ridiculez, en su manera de moverse, de parecer afortunada y de dolerse de nuestros sistemas de vida tan diferentes, decía, a los conocidos por ella en la compañía de titiriteros.
Viéndola, yo me acordaba de otros tiempos. le dije: «Estás guapísima, mujer.» Y entonces ella se puso triste. Dijo: «Debe ser que los recuerdos hacen engordar.» Y se quedó mirando al niño con atención. Dijo: «¿Y qué hubo del brujo de los cuatro botones?» Y yo le respondí, a secas, porque sabía que ella lo sabía: «Se fue» Y Genoveva dijo: «¿Y no te dejó más que este?» Y yo le dije que sí, que sólo me había dejado al niño. Genoveva rió con una risa descocida y vulgar: «Se necesita ser bien flojo para hacer sino un hijo en cinco años», dijo, y continuó, sin dejar de moverse, cacareando entre la pollada revuelta: «Y yo que estaba loca él. Te juro que te lo habría quitado si no hubiera sido porque lo conocimos en el velorio de un niño. En ese tiempo era muy supersticiosa.
Fue antes de despedirse cuando Genoveva se quedo contemplando al niño y dijo: «De verdad que es idéntico a el. No le falta sino el saco de cuatro botones.» Y desde ese instante el niño empezó a parecerme igual a su padre, como si Genoveva le hubiera traído el maleficio de su
identidad. En ciertas ocasiones lo he sorprendido con los codos apoyados en la mesa, la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo y la mirada nebulosa vuelta hacia ninguna parte. Es igual a Martín cuando se recostaba contra los tiestos de claveles del pasamano y decía: «Aunque no fuera por ti, me quedaría a vivir en Macondo para toda la vida.» A veces tengo la impresión de que lo va a decir, como podría decirlo ahora que está sentado junto a mí, taciturno, tocándose la nariz congestionada por el calor. «¿Te duele?», le pregunto. Y él dice que no, que estaba pensando que no podría sostener los anteojos. «No tienes que preocuparte de eso», le digo, y le deshago el lazo del cuello. Digo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» Y luego miro hacia donde mi padre que acaba de decir: «Cataure», llamando al más viejo de los guajiros. Es un indio espeso y bajo, que ha estado fumando en la cama y que al oír su nombre levanta la cabeza y busca el rostro de mi padre con sus pequeños ojos sombríos. Pero cuando mi padre va a hablar de nuevo, se oyen en el cuartito de atrás las pisadas del alcalde que entra en la habitación, tambaleando.
11
Este mediodía ha sido terrible en nuestra casa. Aunque para mí no fue una sorpresa la noticia de su muerte, pues desde hace tiempo la esperaba, no podía suponer que ella produciría semejantes trastornos en mi casa. Alguien debía acompañarme a este entierro y yo pensaba que ese acompañante sería mi mujer, sobre todo después de mi enfermedad, hace tres años, y de esa tarde en que ella encontró el bastoncillo con la mano de plata y la bailarinita de cuerda, cuando registraba las gavetas de mi escritorio. Creo que para esa época nos habíamos olvidado del juguete. Pero aquella tarde hicimos funcionar el mecanismo y la bailarinita bailó como en otros tiempos, animada por la música que antes era festiva y que después del largo silencio en la gaveta sonaba taciturna y nostálgica. Adelaida la miraba bailar y recordaba. Después se volvió hacia mí, con la mirada humedecida por una sencilla tristeza:
– ¿De quién te acuerdas? -dijo.
Y yo sabía en quién estaba pensando Adelaida, mientras el juguete entristecía el recinto con su musiquita gastada.
– ¿Qué habrá sido de él? -dijo mi esposa, recordando, sacudida quizá por el aleteo de aquellos tiempos en que él aparecía en la puerta del cuarto, a las seis de la tarde, y colgaba la lámpara en el dintel.
– Está en la esquina -dije yo-. Un día de éstos se morirá y nosotros debemos enterrarlo.
Adelaida guardó silencio, absorta en el baile del juguete, y yo me sentí contagiado de su nostalgia. Le dije: «Siempre he deseado saber con quién lo confundiste el día que vino. Arreglaste' aquella mesa porque se te pareció a alguien.»
Y Adelaida dijo, con una sonrisa gris: