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– Te reirías de mí si te dijera a quién se me pareció cuando se puso ahí, en el rincón, con la bailarinita en la mano. -Y señaló con el dedo hacia el vacío donde lo vio veinticuatro años antes, con las botas enterizas y el vestido que parecía un uniforme militar.

Creí que esa tarde se habían reconciliado en el recuerdo, así qué hoy le dije a mi mujer que se vistiera de negro para acompañarme. Pero el juguete está otra vez en el cajón. La música ha perdido su efecto. Adelaida está ahora aniquilándose. Está triste, devastada, y se pasa horas enteras rezando en el cuarto. «Sólo a ti se te podía ocurrir hacer ese entierro», me dijo. «Después de todas las desgracias que han caído sobre nosotros, lo único que nos faltaba era este maldito año bisiesto. Y después el diluvio.» Traté de persuadirla de que tenía mi palabra de honor comprometida en esta empresa.

– No podemos negar que le debo la vida -dije.

Y ella dijo:

– Era él quien nos debía a nosotros. No hizo otra cosa al salvarte la vida, que saldar una deuda de ocho años de cama, comida y ropa limpia.

Luego rodó un asiento hacia el pasamano. Y aún debe de estar allí, con los ojos nublados por la pesadumbre y la superstición. Tan decidida me pareció su actitud, que traté de tranquilizarla. «Está bien. En ese caso iré con Isabel», dije. Y ella no respondió. Continuó sentada, inviolable, hasta cuando nos disponíamos a salir, y yo le dije, creyendo que la complacía: «Mientras regresamos, vete al oratorio y reza por nosotros.» Entonces volteó la cabeza hacia la puerta, diciendo: «Ni siquiera voy a rezar. Mis oraciones seguirán siendo inútiles mientras esa mujer venga todos los martes a pedir una ramita de toronjil.» Y había en su voz una oscura y trastornada rebeldía:

– Me quedaré aquí, aplanada, hasta la hora del Juicio. Si es que para entonces el comején no se ha comido la silla.

Mi padre se detiene con el cuello estirado, oyendo las pisadas conocidas que avanzan por el cuarto de atrás. Entonces olvida lo que pensaba decirle a Cataure, y trata de dar una vuelta sobre sí mismo, apoyado en el bastón, pero la pierna inútil le falla en la vuelta y está a punto de irse de bruces, como se fue hace tres años cuando cayó en el charco de limonada entre los ruidos del jarro que rodó por el suelo y los zuecos y el mecedor y. el llanto del niño que fue la única persona que lo vio caer.

Desde entonces cojea, desde entonces arrastra la pierna que se le endureció después de esa semana de amargos padecimientos, de los cuales creímos no verlo repuesto jamás. Ahora, viéndolo así, recobrando el equilibrio por el apoyo que le presta el alcalde, pienso que en esa pierna inhábil está el secreto del compromiso que se dispone a cumplir contra la voluntad del pueblo.

Tal vez su gratitud venga desde entonces. Desde cuando se fue de bruces en el corredor, diciendo que sentía como si lo hubieran empujado de una torre, y los dos últimos médicos que quedaban en Macondo aconsejaron que se le preparara para una buena muerte. Yo lo recuerdo al quinto día de postración, disminuido entre las sábanas; recuerdo su cuerpo diezmado, como el cuerpo de El Cachorro que el año anterior había sido conducido al cementerio por todos los habitantes de Macondo, en una apretada y conmovida procesión floral. Dentro del ataúd, su majestuosidad tenía el mismo fondo de irremediable y desconsolado abandono que yo veía en el rostro de mi padre en esos días en que la alcoba se llenó de su voz y habló de aquel extraño militar que en la guerra del 85 apareció una noche en el campamento del coronel Aureliano Buendía, con el sombrero y las botas adornadas con pieles y dientes y uñas de tigre, y le preguntaron: «¿Quién es usted?» Y el extraño militar no respondió; y le dijeron: «¿De dónde viene?» Y todavía no respondió; y le preguntaron: «¿De qué lado está combatiendo?»

Y aún no obtuvieron respuesta alguna del militar desconocido, hasta cuando el ordenanza agarró un tizón y lo acercó a su rostro y lo examinó por un instante y exclamó, escandalizado: «¡Mierda! ¡Es el duque de Marlborough!»

En medio de aquella terrible alucinación, los médicos dieron orden de que lo bañaran. Así se hizo. Pero al día siguiente apenas si se podía advertir una imperceptible alteración en su vientre. Entonces los médicos abandonaron la casa y dijeron que lo único aconsejable era prepararlo para una buena muerte.

La alcoba quedó sumergida en la silenciosa atmósfera dentro de la que no se oía nada más que el lento y sosegado aleteo de la muerte, ese recóndito aleteo que en las alcobas de los moribundos huele a tufo de hombre. Después de que el padre Ángel le administró la extremaunción, transcurrieron muchas horas sin que nadie se moviera, contemplando el perfil anguloso del desahuciado. Luego sonó la campanilla del reloj y mi madrastra se dispuso a darle la cucharada. Lo levantamos por la cabeza, tratando de separar los dientes para que mi madrastra introdujera la cuchara. Entonces fue cuando se oyeron las pisadas despaciosas y afirmativas en el corredor. Mi madrastra detuvo la cuchara en el aire, dejó de murmurar su oración y se volvió hacia la puerta, paralizada por una repentina lividez. «Hasta en el purgatorio reconocería esas pisadas», alcanzó a decir, en él preciso instante en que miramos hacia la puerta y vimos al doctor. Estaba ahí, en el umbral; mirándonos.

Digo a mi hija: «Él Cachorro los habría hecho venir a correazos», y me dirijo hacia donde está el ataúd, pensando: Desde cuando el doctor abandonó nuestra casa, yo estaba convencido de que nuestros actos eran ordenados por una voluntad superior contra la cual no habríamos podido rebelarnos, así lo hubiéramos procurado con todas nuestras fuerzas o así hubiéramos asumido la actitud estéril de Adelaida que se ha encerrado a rezar.

Y mientras salvo la distancia que me separa del ataúd, viendo a mis hombres impasibles, sentados en la cama, me parece haber respirado en la primera bocanada del aire que hierve sobre el muerto, toda esa amarga materia de fatalidad que ha destruido a Macondo. Creo que el alcalde no demorará con el permiso para el entierro. Sé que afuera, en las calles atormentadas por el calor, está la gente esperando. Sé que hay mujeres asomadas a las ventanas, ansiosas de espectáculo, y que permanecen allí, asomadas, sin acordarse de que en los fogones está la leche hirviendo y el arroz seco. Pero creo incluso que esta última manifestación de rebeldía es superior a las posibilidades de este exprimido, estragado grupo de hombres. Su capacidad de lucha estaba desconcertada desde antes de ese domingo electoral en que se movieron, trazaron sus planes y fueron derrotados, y quedaron después con el convencimiento de que eran ellos quienes determinaban sus propios actos. Pero todo eso parecía dispuesto, ordenado para encauzar los hechos que, paso a paso, nos conducirían fatalmente a este miércoles.

Hace diez años, cuando sobrevino la ruina, el esfuerzo colectivo de quienes aspiraban a recuperarse habría sido suficiente para la reconstrucción. Habría bastado con salir a los campos estragados por la compañía bananera; limpiarlos de maleza y comenzar otra vez por el principio. Pero a la hojarasca la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos. Poco tiempo se necesitó para que nos diéramos cuenta de que la hojarasca se había ido y de que sin ella era imposible la reconstrucción. Todo lo había traído la hojarasca y todo se lo había llevado. Después de ella sólo quedaba un domingo en los escombros de un pueblo, y el eterno trapisondista electoral en la última noche de Macondo, poniendo en la plaza pública cuatro damajuanas de aguardiente a disposición de la policía y el resguardo.

Si esa noche El Cachorro logró contenerlos a pesar de que aún estaba viva su rebeldía, hoy habría podido ir de casa en casa, armado de un perrero, y los habría obligado a enterrar a este hombre. El Cachorro los tenía sometidos a una disciplina férrea. Incluso después de que murió el sacerdote, hace cuatro años" -uno antes de mi enfermedad-, se manifestó esa disciplina en la manera apasionada como todo el mundo arrancó las flores y los arbustos de su huerto y los llevó a la tumba, a rendirle a El Cachorro su tributo final.