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Este hombre fue el único que no asistió a ese entierro. Precisamente el único que le debía la vida a esa inquebrantable y contradictoria subordinación del pueblo al sacerdote. Porque la noche en que pusieron las cuatro damajuanas de aguardiente en la plaza, y Macondo fue un pueblo atropellado por un grupo de bárbaros armados; un pueblo empavorecido que enterraba a sus muertos en la fosa común, alguien debió de recordar que en esta esquina había un médico. Entonces fue cuando pusieron las parihuelas contra la puerta, y le gritaron (porque no abrió; habló desde adentro); le gritaron: «Doctor, atienda a estos heridos que ya los otros médicos no dan abasto», y él respondió: «Llévenlos a otra parte, yo no sé nada de esto»; y le dijeron: «Usted es el único médico que nos queda. Tiene que hacer una obra de caridad»; y él respondió (y tampoco abrió la puerta), imaginado por la turbamulta en la mitad de la sala, la lámpara en alto, iluminados los duros ojos amarillos: «Se me olvidó todo lo que sabía de eso. Llévenlos a otra parte», y siguió (porque la puerta no se abrió jamás) con la puerta cerrada, mientras hombres y mujeres de Macondo agonizaban frente a ella. La multitud habría sido capaz de todo esa noche. Se disponían a incendiar la casa y reducir a cenizas a su único habitante. Pero entonces apareció El Cachorro. Dicen que fue como si hubiera estado aquí, invisible, montando guardia para evitar la destrucción de la casa y el hombre. «Nadie tocará esta puerta», dicen que dijo El Cachorro. Y dicen que fue eso todo lo que dijo, abierto en cruz, iluminado por el resplandor de la furia rural su inexpresivo y frío rostro de calavera de vaca. Y. entonces el impulso se refrenó, cambió de curso, pero tuvo aún la fuerza suficiente para que gritaran esa* sentencia que aseguraría, para todos los siglos, el advenimiento de este miércoles.

Caminando hacia la cama para decir a mis hombres que abran la puerta, pienso: Debe venir de un momento a otro. Y pienso que si antes de cinco minutos no ha llegado, sacaremos el ataúd sin la autorización y pondremos el muerto en la calle, así tenga que darle sepultura en el frente mismo de la casa. «Cataure», digo, llamando al mayor de mis hombres, y él apenas ha tenido tiempo de levantar la cabeza, cuando oigo las pisadas del alcalde avanzando por la pieza vecina.

Sé que viene directamente hacia mí, y trato de girar rápidamente sobre mis talones, apoyado en el bastón, pero me falla la pierna enferma y me voy hacia adelante, seguro de que voy a caer y a romperme la cara contra el borde del ataúd, cuando tropiezo con su brazo y me aferró sólidamente a él, y oigo su voz de pacífica estupidez, diciendo: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y yo creo que es así, pero sé que él lo dice para darse valor a sí mismo. «No creo que pueda ocurrir nada», le digo, pensando lo contrario, y él dice algo de las ceibas del cementerio y me entrega la autorización del entierro. Sin leerla, yo la doblo, la guardo en el bolsillo del chaleco y le digo: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.»

El alcalde se dirige a los guajiros. Les ordena clavar el ataúd y abrir la puerta. Y yo los veo moverse buscando el martillo y los clavos que borrarán para siempre la visión de este hombre, de este desamparado señor de ninguna parte que vi por última vez hace tres años, frente a mi lecho de convaleciente, con la cabeza y el rostro cuarteado por una prematura decrepitud. Entonces acababa de rescatarme de la muerte. La misma fuerza que lo había llevado allí, que le había comunicado la noticia de mi enfermedad, parecía ser la que lo sostenía frente a mi lecho de convaleciente, diciendo:

– Sólo le falta ejercitar un poco esa pierna. Es posible que tenga que usar bastón de ahora en adelante.

Yo había de preguntarle dos días después cuál era mi deuda, y él había de responder: «Usted no me debe nada, coronel. Pero si quiere hacerme un favor, écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito para que no me coman los gallinazos.»

En el mismo compromiso que me hacía contraer, en la manera de proponerlo, en el ritmo de sus pisadas sobre las baldosas del cuarto, se advertía que este hombre había empezado a morir desde mucho tiempo atrás, aunque habían de transcurrir aún tres años antes de que. esa muerte aplazada y defectuosa se realizara por completo. Ese día ha sido el de hoy. Y hasta creo que no habría tenido necesidad de la soga. Un ligero soplo habría bastado para extinguir el último rescoldo de vida que quedaba en sus duros ojos amarillos. Yo había presentido todo

eso desde la noche en que hablé con él en el cuartito, antes de que se viniera a vivir con Meme. Así que cuando me hizo contraer el compromiso que ahora voy a cumplir, no me sentí desconcertado. Sencillamente le dije:

– Es una petición innecesaria, doctor. Usted me conoce y debía saber que yo lo habría enterrado por encima de la cabeza de todo el.mundo, aunque no le debiera la vida.

Y él, sonriente, por primera vez apaciguados sus duros ojos amarillos:

– Todo eso es cierto, coronel. Pero no olvide que un muerto no habría «podido enterrarme.

Ahora nadie podrá remediar esta vergüenza. El alcalde le ha entregado a mi padre la orden del entierro, y mi padre ha dicho: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.» Y lo dijo con la misma indolencia con que se entregó a la suerte de Macondo, fiel a los baúles donde está guardada la ropa de todos los muertos anteriores a mi nacimiento. Desde entonces todo ha venido en declive. La misma energía de mi madrastra, su carácter férreo y dominante, se han transformado en una amarga congoja. Cada vez parece más lejana y taciturna, y es tanta su desilusión que esta tarde se ha sentado junto al pasamano y ha dicho: «Me quedaré aquí, aplanada hasta la hora del Juicio.»

Mi padre no había vuelto a imponer en nada su voluntad. Sólo hoy se ha incorporado para cumplir con este vergonzoso compromiso. Está aquí seguro de que todo transcurrirá sin consecuencias graves, viendo a los guajiros que se habian puesto en movimiento para abrir la puerta y clavar el ataúd. Yo los veo acercarse, me pongo en pie, tomo al niño de la mano y ruedo la silla hacia la ventana, para no estar a la vista del pueblo cuando abran la puerta.

El niño está perplejo. Cuando me levanté me miró a la cara, con una expresión indescriptible, un poco aturdida. Pero ahora está perplejo, a mi lado, viendo a los guajiros que sudan a causa del esfuerzo que hacen por descorrer las argollas. Y con un penetrante y sostenido lamento de metal oxidado, la puerta se abre de par en par. Entonces veo otra vez la calle, el polvo luminoso, blanco y abrasador, que cubre las casas y que le ha dado al pueblo un lamentable aspecto de mueble arruinado. Es como si Dios hubiera declarado innecesario a Macondo y lo hubiera echado al rincón donde están los pueblos que han dejado de prestar servicio a la creación.

El niño, que en el primer instante debió deslumbrarse con la claridad repentina (su mano tembló en la mía cuando se abrió la puerta) levanta de pronto la cabeza, concentrado, atento, y me pregunta: «¿Lo oyes?» Sólo entonces caigo en la cuenta de que en uno de los patios vecinos está dando la hora un alcaraván. «Sí», digo. «Ya deben ser las tres», casi en el preciso instante en que suena el primer golpe del martillo en el clavo.

Tratando de no escuchar ese sonido lacerante que me eriza la piel; procurando que el niño

no descubra mi ofuscación, vuelvo el rostro hacia la ventana y veo, en la otra cuadra, los melancólicos y polvorientos almendros con nuestra casa al fondo. Sacudida por el soplo invisible de la destrucción, también ella está en vísperas de un silencioso y definitivo derrumbamiento. Todo Macondo está así desde cuando lo exprimió la compañía bananera. La hiedra invade las casas, el monte crece en los callejones, se resquebrajan los muros y una se encuentra a pleno día con un lagarto en el dormitorio. Todo parece destruido desde cuando.no volvimos a cultivar el romero y el nardo; desde cuando una mano invisible cuarteó la loza de Navidad en el armario y puso a engordar polillas en la ropa que nadie volvió a usar. Donde se afloja una puerta no hay una mano solícita dispuesta a repararla. Mi padre no tiene energías para moverse como lo hacía antes de esa postración que lo dejó cojeando para siempre. La señora Rebeca, detrás de su eterno ventilador, no se ocupa de nada que pueda repugnar al hambre de malevolencia que le provoca su estéril y atormentada viudez. Águeda está tullida, agobiada por una paciente enfermedad religiosa; y el padre Ángel no parece tener otra satisfacción que la de saborear en la siesta de todos los días su perseverante indigestión de albóndigas. La única que permanece invariable es la canción de las mellizas de San Jerónimo y esa misteriosa pordiosera que no parece envejecer y que desde hace veinte años viene todos los martes a la casa por una ramita de toronjil. Sólo el pito de un tren amarillo y polvoriento que no se lleva a nadie interrumpe el silencio cuatro veces al día. Y de noche, el tum-tum de la plantica eléctrica que dejó la compañía bananera cuando se fue de Macondo. Veo la casa por la ventana y pienso que mi madrastra está allí, inmóvil en su silla, pensando quizá que antes de que nosotros regresemos habrá pasado ese viento final que borrará este pueblo. Todos se habrán ido entonces, menos nosotros, porque estamos atados a este suelo por un cuarto lleno de baúles en los que se conservan aún los utensilios domésticos y la ropa de los abuelos, de mis abuelos, y los toldos que usaron los caballos de mis padres cuando vinieron a Macondo huyendo de la guerra. Estamos sembrados a este suelo por el recuerdo de los muertos remotos cuyos huesos ya no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra. Los baúles están en el cuarto desde los últimos días de la guerra; y allí estarán esta tarde, cuando regresemos del entierro, si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos,