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De pronto mi abuelo se levanta, se apoya en el bastón y estira su cabeza de pájaro en la que los anteojos parecen seguros, como si hicieran parte de su rostro. Creo que me resultaría muy difícil llevar anteojos. Con cualquier movimiento se soltarían de mis orejas. Y pensándolo, me doy golpecitos en la nariz. Mamá me mira y me pregunta: «¿Te duele?» Y yo le digo que no,

que simplemente estaba pensando que no podría llevar anteojos. Y ella sonríe, respira profundamente y me dice: «Debes estar empapado.» Y es verdad, la ropa me arde en la piel, la pana verde y gruesa, cerrada hasta arriba, se me pega al cuerpo con el sudor y me produce una sensación mortificante. «Sí», digo. Y mi madre se inclina hacia mí, me suelta el lazo y me abanica el cuello, diciendo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» «Cataure», oigo…

En esto entra, por la puerta de atrás, otra vez el hombre del revólver. Al aparecer en el vano de la puerta se quita el sombrero y camina con cautela, como si temiera despertar el cadáver. Pero lo ha hecho para asustar a mi abuelo, que cae hacia adelante empujado por el hombre, y tambalea, y logra agarrarse del brazo del mismo hombre que ha tratado de tumbarle. Los otros han dejado de fumar y permanecen sentados en la cama, ordenados como cuatro cuervos en un caballete. Cuando entra el del revólver los cuervos se inclinan y hablan en secreto y uno de ellos se levanta, camina hasta la mesa y coge la cajita de los clavos, y el martillo.

Mi abuelo está conversando con el hombre junto al ataúd. El hombre dice: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y mi abuelo dice: «No creo que pueda ocurrir nada.» Y el hombre dice: «Pueden enterrarlo del lado de afuera, contra la tapia izquierda del cementerio donde son más altas las ceibas.» Luego le entrega un papel a mi abuelo, diciendo: «Ya verá que todo sale muy bien.» Mi abuelo se apoya en el bastón con una mano y coge el papel con la otra y lo guarda en el bolsillo del chaleco, donde tiene el pequeñito y cuadrado reloj de oro con una leontina. Después dice: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiese anunciado el almanaque,»

El hombre dice: «Hay algunas personas en las ventanas, pero eso es pura curiosidad. Las mujeres siempre se asoman por cualquier cosa.» Pero creo que mi abuelo no lo ha oído, porque está mirando hacia la calle por la ventana. El hombre se mueve entonces, llega hasta la cama y dice a los hombres, mientras se abanica con el sombrero: «Ahora pueden clavarlo. Mientras tanto, abran la puerta para que entre un poco de fresco.»

Los hombres se ponen en movimiento. Uno de ellos se inclina sobre la caja con el martillo y los clavos y los otros se dirigen a la puerta. Mi madre se levanta. Está sudorosa y pálida. Rueda la silla, me toma de la mano y me hace a un lado para que puedan pasar los hombres que vinieron a abrir la puerta.

Al principio tratan de rodar la tranca que parece soldada a las oxidadas argollas, pero no pueden moverla. Es como si alguien estuviera recostado con fuerza del lado de la calle. Pero cuando uno de los hombres se apoya contra la puerta y golpea, se levanta en la habitación un ruido de madera, de goznes oxidados, de cerraduras soldadas por el tiempo, chapa sobre chapa, y la puerta se abre, enorme, como para que pasen dos hombres, el uno sobre el otro; y hay un crujido largo de la madera y los hierros despertados. Y antes de que tengamos tiempo de saber qué sucede, irrumpe la luz en la habitación, de espaldas, poderosa y perfecta, porque le han quitado el soporte que la sostuvo durante doscientos años y con la fuerza de doscientos bueyes, y cae de espaldas en la habitación, arrastrando la sombra de las cosas en su turbulenta caída. Los hombres se hacen brutalmente visibles, como un relámpago al mediodía, y tambalean, y me parece como si hubieran tenido que sostenerse para que no los tumbara la claridad.

Cuando se abre la puerta empieza a cantar un alcaraván en alguna parte del pueblo. Ahora veo la calle. Veo el polvo brillante y ardiente. Veo varios hombres recostados contra la acera opuesta, con los brazos cruzados, mirando hacia el cuarto. Oigo otra vez el alcaraván y digo a mamá: «¿Lo oyes?» Y ella dice que sí, que deben ser las tres. Pero Ada me ha dicho que los alcaravanes cantan cuando sienten el olor a muerto. Voy a decírselo a mi madre en el preciso instante en que oigo ruido intenso del martillo en la cabeza del primer clavo. El martillo golpea, golpea, y lo llena todo; reposa un segundo y golpea de nuevo, hiriendo la madera por seis veces consecutivas, despertando el prolongado y triste clamor de las tablas dormidas, mientras mi madre, con la cara vuelta hacia el otro lado, mira la calle por la ventana.

Cuando acaban de clavar se oye el canto de varios alcaravanes. Mi abuelo hace una señal a sus hombres. Éstos se inclinan, ladean el ataúd, mientras el que permanece en el rincón con el sombrero dice a mi abuelo: «No se preocupe, coronel.» Y entonces mi abuelo se vuelve hacia el rincón, agitado y con el cuello hinchado y cárdeno, como el de un gallo de pelea. Pero no dice nada. Es el hombre quien vuelve a hablar desde el rincón., Dice: «Hasta creo que en el pueblo no queda nadie que se acuerde de eso.»

En este instante siento verdaderamente el temblor en el vientre. Ahora sí tengo ganas de ir allá atrás, pienso; pero veo que ahora es demasiado tarde. Los hombres hacen un último esfuerzo; se estiran con los talones clavados en el suelo, y el ataúd queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto.

Yo pienso: Ahora sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar.

Fin