Si Meme estuviera viva, aquí en la casa, tal vez sería distinto. Podría creerse que vine por ella. Podría creerse que vine a participar de ese dolor que ella no habría sentido, pero que habría podido aparentar y que el pueblo habría podido explicarse. Meme desapareció hace alrededor de once años. La muerte del doctor acababa con la posibilidad de conocer su paradero, o, al menos, el paradero de sus huesos. Meme no está aquí, pero es probable que de haber estado -si no hubiera sucedido lo que sucedió y que nunca se pudo esclarecer- se habría puesto del lado del pueblo y en contra del hombre que durante seis años calentó su lecho con tanto amor y tanta humanidad como habría podido hacerlo un mulo.
Oigo pitar el tren en la última vuelta. «Son las dos y media», pienso; y no puedo sortear la idea de que a esta hora todo Macondo está pendiente de lo que hacemos en esta casa. Pienso en la señora Rebeca, flaca y apergaminada, con algo de fantasma doméstico en el mirar y el vestir, sentada junto al ventilador eléctrico y con el rostro sombreado por las alambreras de sus ventanas. Mientras oye el tren que se pierde en la última vuelta, la señora Rebeca inclina la cabeza hacia el ventilador, atormentada por la temperatura y el resentimiento, con las aspas de su corazón girando como las paletas del ventilador (pero en sentido inverso) y murmura: «El diablo tiene la mano en todo esto», y se estremece, atada a la vida por las minúsculas raíces de lo cotidiano.
Y Águeda, la tullida, viendo a Sólita que regresa de la estación después de despedir a su novio; viéndola abrir la sombrilla al voltear la esquina desierta; sintiéndola acercarse con el regocijo sexual que ella misma tuvo alguna vez y que se le transformó en esa paciente enfermedad religiosa que la hace decir: «Te revolcarás en la cama como un cerdo en su muladar.»
No puedo abandonar esta idea. No pensar que son las dos y media; que pasa la mula del coreo envuelta en una polvareda abrasante, servida por los hombres que han interrumpido la:.esta del miércoles para recibir el paquete de: s periódicos. El padre Ángel, sentado, duerme en la sacristía, con un breviario abierto sobre e1 vientre grasoso, oyendo pasar la muía del correo, sacudiendo las moscas que le atormentan el sueño, eructando, diciendo: «Me envenenas con tus albóndigas.»
Papá tiene la sangre fría para todo esto. Hasta para ordenar que destapen el ataúd y coloquen el zapato que se olvidaba en la cama. Sólo el podía interesarse en la ordinariez de este hombre. No me sorprendería que cuando salgamos con el cadáver la multitud esté aguardándonos a la puerta con los excrementos acumulados durante la noche y nos den un baño de inmundicias por interferir la voluntad del pueblo. Tal vez por tratarse de papá no lo hagan. Tal vez lo hagan por tratarse de algo tan indigno como esto de frustrarle al pueblo un placer prolongadamente apetecido, imaginado durante muchas tardes sofocantes, cada vez qué hombres y mujeres pasaban por esta casa y se decían: «Tarde o temprano almorzaremos con este olor.» Porque eso decían todos, desde la primera casa hasta la última.
Dentro de un momento serán las tres. Ya la Señorita lo sabe. La señora Rebeca la vio pasar y la llamó, invisible detrás de la alambrera, y salió por un instante de la órbita del ventilador y le dijo: «Señorita es el diablo. Usted sabe.» Y mañana ya no será mi hijo quien asista a la escuela, sino otro niño completamente distinto; un niño que crecerá, se reproducirá, y morirá al fin, sin que nadie tenga con él una deuda de gratitud que le acredite para ser enterrado como un cristiano.
Ahora estaría yo en la casa, tranquila, si hace veinticinco años no hubiera llegado este hombre donde mi padre con una carta de recomendación que nadie supo nunca de dónde vino, y se hubiera quedado entre nosotros, alimentándose de hierba y mirando a las mujeres con esos codiciosos ojos de perro que le han saltado de las órbitas. Pero mi castigo estaba escrito desde antes de mi nacimiento y había permanecido oculto, reprimido, hasta este mortal año bisiesto en que fuera a cumplir treinta de mi nacimiento y mi padre me dijera: «Tiene que acompañarme.» Y después, antes de que yo tuviera tiempo de preguntar, golpeando el piso con el bastón: «Hay que salir de esto como sea, hija. El doctor se ahorcó esta madrugada.»
Los hombres salieron y retornaron a la habitación con un martillo y una caja de clavos. Pero no han clavado el ataúd. Colocaron las cosas en la mesa y se sentaron en la cama donde estuvo el muerto. Mi abuelo parece tranquilo, pero su tranquilidad es imperfecta y desesperada. No es la tranquilidad del cadáver en el ataúd, sino la del hombre impaciente que se esfuerza por no parecerlo. Es una tranquilidad inconforme y ansiosa la de mi abuelo que da vueltas en la habitación, cojeando, removiendo los objetos amontonados.
Cuando descubro que hay moscas en la habitación comienza a torturarme la idea de que el ataúd ha quedado lleno de moscas. Todavía no se han clavado, pero me parece que ese zumbido que confundí al principio con el rumor de un ventilador eléctrico en el vecindario, es el tropel de las moscas golpeando, ciegas, contra!as paredes del ataúd y la cara del muerto. Sacudo la cabeza; cierro los ojos; veo a mi abuelo que abre un baúl y saca algunas cosas que no alcanzo a distinguir; veo en la cama las cuatro brasas sin nadie de los tabacos encendidos. Acosado por el calor sofocante, por el minuto que no transcurre, por el zumbido de las moscas, siento como si alguien me dijera: «Estarás así. Estarás dentro de un ataúd lleno de moscas. Apenas vas a cumplir once años, pero algún día estarás así, abandonado a las moscas dentro de una caja cerrada. Y estiro las piernas juntas, y veo mis propias botas negras y lustradas. «Tengo un cordón suelto», pienso, y vuelvo a mirar a mamá. Ella también me mira y se inclina a atarme el cordón de la bota.
El vaho que se levanta de la cabeza de mamá, caliente y oloroso a tufo de armario; oloroso a madera dormida, vuelve a recordarme el claustro del ataúd. La respiración se me vuelve difícil, deseo salir de aquí; deseo respirar el aire abrasado de la calle, y acudo a mi recurso extremo. Cuando mamá se incorpora le digo en voz baja: «¡Mamá!» Ella sonríe, dice: «Aha.» Y yo, inclinándome hacia ella, hacía su rostro crudo y brillante, temblando: «Tengo ganas de ir allá atrás.»
Mamá llama a mi abuelo, le dice algo. Yo veo sus ojos estrechos e inmóviles detrás de los
cristales, cuando él se acerca y me dice: «Pues sepa que ahora es imposible.» Y me estiro y luego permanezco quieto, indiferente a mi fracaso. Pero otra vez las cosas suceden con demasiada lentitud. Hubo un movimiento rápido, otro y otro. Y después otra vez mamá inclinada sobre mi hombro, diciendo: «¿Ya te pasó?» Y lo dice con voz seria y concreta, como si más que una pregunta fuera una recriminación. Tengo el vientre seco y duro, pero la pregunta de mamá lo ablanda, lo deja lleno y laxo, y entonces todo, hasta la seriedad de ella, se me vuelve agresivo, desafiante. «No», le digo. «Todavía no ha pasado.» Me aprieto el estómago y trato de golpear el piso con los pies (otro recurso extremo), pero sólo encuentro el vacío, abajo; la distancia que me separa del suelo.
Alguien entra a la habitación. Es uno de los hombres de mi abuelo, seguido por un agente de la policía y un hombre que viste también pantalón de dril verde, lleva cinturón con revólver y sostiene en la mano un sombrero de ala ancha y volteada. Mi abuelo se adelanta a recibirlo. El hombre del pantalón verde tose en la oscuridad, dice algo a mi abuelo, vuelve a toser; y tosiendo aún ordena al agente violentar la ventana.
Las paredes de madera tienen una apariencia deleznable. Parecen construidas con ceniza fría y apelmazada. Cuando el agente golpea el picaporte con la culata del fusil, tengo la impresión de que no se abrirán las puertas. La casa se vendrá abajo, desmoronadas las paredes pero sin estrépito, como un palacio de ceniza se derrumbaría en el aire. Creo que a un segundo