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Meme recordaba con tristeza. Se tenía la impresión de que consideraba el transcurso del tiempo como una pérdida personal, como si advirtiera con el corazón lacerado por los recuerdos que sí el tiempo no hubiera transcurrido, aún estaría ella en aquella peregrinación que debió ser un castigo para mis padres, pero que para los niños tenía algo de fiesta, con espectáculos insólitos como el de los caballos bajo los mosquiteros.

Después todo comenzó a moverse al revés, dijo. La llegada al naciente pueblecito de Macondo en los últimos días del siglo, fue la de una familia devastada, aferrada todavía a un reciente pasado esplendoroso, desorganizada por la guerra. La guajira recordaba a mi madre cuando llegó al pueblo, sentada de través en una muía, encinta y con el rostro verde y palúdico y los pies inhabilitados por la hinchazón. Tal vez en el espíritu de mi padre maduraba la simiente del resentimiento, pero venía dispuesto a echar raíces contra viento y marea, mientras aguardaba a que mi madre tuviera ese hijo que le creció en el vientre durante la travesía y que le iba dando muerte progresivamente a medida que se acercaba la hora del parto.

La luz de la lámpara le daba de perfil. Meme, con su recia expresión aindiada, su cabello liso y grueso como crin de caballo o cola de caballo, parecía un ídolo sentado, verde y espectral en el caliente cuartito de la trastienda, hablando como lo habría hecho un ídolo que se hubiera puesto a recordar su antigua existencia terrena. Nunca la había tratado de cerca, pero esa noche, después de aquella repentina y espontánea manifestación de intimidad, sentía que estaba atada a ella por vínculos más seguros que los de la sangre.

De pronto, en una pausa de Meme, le oí toser en el cuarto, en este mismo aposento en que ahora me encuentro con el niño y mi padre.

Tosió con una tos seca y corta, carraspeó luego y se oyó después el ruido inconfundible que hace el hombre cuando se da vuelta en la cama. Meme calló instantáneamente y una nube sombría y silenciosa oscureció su rostro. Yo lo había olvidado. Durante el tiempo que permanecí allí (eran como las diez) había sentido como si la guajira y yo estuviéramos solas en la casa. Luego cambió la tensión del ambiente. Sentí el cansancio del brazo en que tenía, sin probarlo, el plato con el dulce y los panecillos. Me incliné hacia adelante y dije: «Está despierto.» Ella, inmutable ahora, fría y completamente indiferente, dijo: «Estará despierto hasta la madrugada.» Y repentinamente me expliqué el desencanto que se advertía en Meme cuando recordaba el pasado de nuestra casa. Nuestras vidas habían cambiado, los tiempos eran buenos y Macondo un pueblo ruidoso en el que el dinero alcanzaba hasta para despilfarrarlo los sábados en la noche, pero Meme vivía aferrada a un pasado mejor. Mientras afuera se trasquilaba el becerro de oro, adentro, en la trastienda, su vida era estéril, anónima, todo el día junto al mostrador y la noche con un hombre que no dormía hasta la madrugada, que se pasaba el tiempo dando vueltas en la casa, paseándose, mirándola codiciosamente con esos ojos lascivos de perro que no he podido olvidar. Me conmovía imaginar a Meme con este hombre que una noche le negó sus servicios y que seguía siendo un animal endurecido, sin amargura ni compasión, todo el día en un impenitente discurrir por la casa, como para sacar de juicio a la persona más equilibrada. Recobrado el tono de la voz, sabiendo que él estaba aquí, despierto, abriendo quizá sus codiciosos ojos de perro cada vez que nuestras palabras resonaban en la trastienda, procuré dar un viraje a la conversación.

– ¿Y qué tal te va con el negocito? -dije. Meme sonrió. Su risa era triste y taciturna, como si no fuera el resultado de un sentimiento actual, sino como si la tuviera guardada en la gaveta y no la sacara sino en los momentos indispensables, pero usándola sin ninguna propiedad, como si el uso poco frecuente de la sonrisa le hubiera hecho olvidar la manera normal de utilizarla. «Ahí», dijo, moviendo la cabeza de una manera ambigua, y volvió a quedar silenciosa, abstracta. Entonces comprendí que era hora de marcharme. Entregué el plato a Meme, sin dar ninguna explicación por el hecho de que su contenido estuviera intacto, y la vi levantarse y ponerlo en el mostrador. Me miró desde allá y repitió: «Eres el vivo retrato de ella.» Sin duda yo estaba sentada a contraluz, nublada por la claridad contraria, y Meme no me veía la cara mientras hablaba. Luego, cuando se levantó a poner el plato en el mostrador, por detrás de la lámpara, me vio de frente y fue por eso por lo que dijo: «Eres el vivo retrato de ella.» Y vino a sentarse.

Entonces empezó a recordar los días en que mi madre llegó a Macondo. Había ido directamente de la muía al mecedor y había permanecido sentada durante tres meses, sin moverse, recibiendo los alimentos con desgano. A veces recibía el almuerzo y se estaba hasta la media tarde con el plato en la mano, rígida, sin mecerse, con los pies descansados en una silla,

sintiendo crecer la muerte dentro de ellos, hasta cuando alguien llegaba y le quitaba el plato de las manos. Cuando vino el día, los dolores del parto la recuperaron de su abandono y ella misma se puso en pie, pero fue necesario ayudarla a caminar los veinte pasos que separan el corredor del dormitorio, martirizada por la ocupación de una muerte que se había compenetrado con ella en nueve meses de silencioso padecimiento. Su travesía desde el mecedor hasta el lecho tuvo todo el dolor, la amargura y las penalidades que no tuvo el viaje realizado hacía pocos meses, pero llegó hasta donde sabía que debía llegar antes de cumplir el último acto de su vida.

Mi padre pareció desesperado con la muerte de mi madre, dijo Meme. Pero, según él mismo dijo después, cuando quedó solo en la casa, «nadie puede confiar en la honestidad de un hogar en el cual el hombre no tiene a la mano una mujer legítima». Como había leído en un libro que cuando muere una persona amada debe sembrarse un jazminero para recordarla todas las noches, sembró la enredadera contra el muro del patio y un año después se casó en segundas nupcias con Adelaida, mi madrastra.

A veces creía que Meme iba a llorar mientras hablaba. Pero se mantuvo firme, satisfecha de estar expiando la Calta de haber sido feliz y haber dejado de serlo por su libre voluntad. Después sonrió. Después se estiró en el asiento y se humanizó por completo. Fue como si hubiera sacado mentalmente las cuentas de su dolor, cuando se inclinó hacia adelante, vio que aún le quedaba un saldo favorable en los buenos recuerdos, y sonrió entonces con su antigua simpatía amplia y burlona. Dijo que lo otro había empezado cinco años después, cuando llegó hasta el comedor donde almorzaba mi padre y le dijo: «Coronel, coronel, en la oficina lo solicita un forastero.»

3

Detrás del templo, al otro lado de la calle, había un patio sin árboles. Eso era a fines del siglo pasado, cuando llegamos a Macondo y aún no se había iniciado la construcción del templo. Eran terrones pelados, secos, donde jugaban los niños al salir de la escuela. Después, cuando se inició la construcción del templo, clavaron cuatro horcones a un lado del patio y se vio que el espacio cercado era bueno para hacer un cuarto. Y lo hicieron. Y guardaron en él los materiales del templo en construcción.