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Nunca me anunciaban a nadie. Casi todos los días llegaban visitas: viajeros conocidos que dejaban las bestias en la caballeriza y se acercaban con entera confianza, con la familiaridad de quien espera encontrar, siempre, un puesto desocupado en nuestra mesa. Yo le dije a Adelaida: «Debe ser que trae un recado o algo.» Y ella dijo: «De todos modos tiene un comportamiento raro. Él mirando a la bailarinita hasta que se le acaba la cuerda y mientras tanto yo, parada frente al escritorio, sin saber qué decirle, porque sabía que no iba a contestarme mientras la musiquita estuviera sonando. Después, cuando la bailarinita dio el saltito que da siempre cuando se le acaba la cuerda, todavía él se quedó mirándola con curiosidad, inclinado sobre el escritorio pero sin sentarse. Entonces me miró y yo me di cuenta de que sabía que yo estaba en la oficina, pero que no se había ocupado de mí porque quería saber cuánto tiempo estaría bailando la bailarinita. Pero entonces yo no le volví a decir buenas tardes, sino que le sonreí cuando me miró porque vi que tiene los ojos enormes, con las pepas amarillas, y que miran de una vez todo el cuerpo. Cuando le sonreí, él siguió serio, pero hizo una inclinación de cabeza muy formal, y dijo: "¿El coronel? Es al coronel que necesito." Tiene la voz honda como si pudiera hablar con la boca cerrada. Es como si fuera ventrílocuo.»

Ella estaba dándole la sopa a Isabel. Yo seguí almorzando, porque creí que sólo se trataba de. un recado; porque no sabía que esa tarde estaban comenzando las cosas que hoy concluyen.

Adelaida siguió dándole la sopa a Isabel y dijo: «Al principio estaba dando vueltas en la oficina.» Entonces comprendí que el forastero la había impresionado de una manera poco común y que tenía un interés especial en que lo atendiera. Sin embargo, seguí almorzando mientras ella le daba la sopa a Isabel y hablaba. Dijo: «Después, cuando dijo que quería ver al coronel, fue que le dije, tenga la bondad de pasar al comedor, y él se estiró donde estaba, con la bailarina en la mano. Entonces levantó la cabeza y se puso rígido y firme como un soldado, me parece, porque tiene botas altas"* y un vestido de género ordinario con la camisa abotonada hasta el cuello. Yo no sabía qué decirle cuando no contestó nada y se quedó quieto, con el juguete en la mano, como si estuviera esperando que yo saliera de la oficina para darle cuerda otra vez. Fue de pronto cuando se me pareció a alguien, cuando me di cuenta de que es un militar.»

Yo le dije: «Entonces tú crees que es algo grave.» La miré por encima de los candelabros. Ella no me miraba. Estaba dándole la sopa a Isabel. Dijo:

– Fue que cuando llegué estaba dando vueltas en la oficina, así que no podía verle la cara. Pero después, cuando se quedó parado en el fondo tenía la cabeza tan levantada y los ojos tan fijos que me parece que es un militar y le dije: usted quiere ver al coronel, en privado, ¿no es eso? Y él afirmó con la cabeza. Entonces vine a decirle que se parece a alguien, o mejor dicho, que es la misma persona a quien se parece, aunque no me explico cómo ha venido.

Yo seguí almorzando, pero la miraba por encima de los candelabros. Ella dejó de darle la sopa a Isabel. Dijo:

– Estoy segura de que no es un recado. Estoy segura que no se parece, sino que es el mismo a quien se parece. Estoy segura, mejor dicho, que es un militar. Tiene un bigote negro y punteado y la cara como de cobre. Tiene las botas altas y estoy segura de que no es que se parece, sino que es el mismo a quien se parece.

Ella hablaba en un tono igual, monótono, persistente. Hacía calor y quizá por eso empecé a sentirme irritado. Le dije: «Ahá, ¿a quién se parece?» Y ella dijo: «Cuando estaba dando vueltas en la oficina no le vi la cara, pero después.» Y yo, irritado con la monotonía y la persistencia de sus palabras: «Bueno, bueno, voy a verlo cuando acabe de almorzar.» Y ella, otra vez dándole la sopa a Isabeclass="underline" «Al principio no pude verle la cara porque estaba dando vueltas en la oficina. Pero después, cuando le dije tenga la bondad de pasar adelante, él se quedó quieto contra la pared, con la bailarinita en la mano. Entonces fue que me acordé a quién se parece y vine a avisarte. Tiene los ojos enormes e indiscretos y cuando me di vuelta para salir, sentí que me estaba mirando directamente a las piernas.»

Guardó silencio de pronto. En el comedor quedó vibrando el tintineo metálico de la cuchara. Yo acabé de almorzar y prensé la servilleta debajo del plato.

En eso se oyó, en la oficina, la musiquita festiva del juguete de cuerda.

4

En la cocina de la casa hay un viejo asiento de madera labrada, sin travesaños, en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos, junto al fogón.

Tobías, Abraham, Gilberto y yo abandonamos la escuela, ayer a esta hora, y fuimos a las plantaciones con una honda, un sombrero grande para echar los pájaros y una navaja nueva. Por el camino yo me iba acordando del asiento inservible, arrimado a un rincón de la cocina, que en un tiempo sirvió para recibir visitas y que ahora es utilizado por el muerto que. todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las cenizas del fogón apagado.

Tobías y Gilberto caminaban hacia el final de la nave oscura. Como había llovido durante la mañana, sus zapatas resbalaban en la hierba enlodada. Uno de ellos silbaba y su silbo duro y recto resonaba en el socavón vegetal, como cuando uno se pone a cantar dentro de Un tonel. Abraham venía atrás, conmigo. Él con la honda y la piedra lista para ser disparada. Yo con la

navaja abierta.

De repente el sol rompió la techumbre de hojas apretadas y duras y un cuerpo de claridad cayó aleteando en la hierba, como un pájaro vivo. «¿Lo viste?», dijo Abraham. Yo miré hacia adelante y vi a Gilberto y a Tobías al final de la nave. «No es un pájaro», dije. «Es el sol que ha salido con fuerza.»

Cuando llegaron a la orilla empezaron a desvestirse y se tiraban fuertes patadas de esa agua crepuscular que parecía no mojarles la piel. «No hay un solo pájaro esta tarde», dijo Abraham. «Cuando llueve no hay pájaros», dije. Y yo mismo lo creí entonces. Abraham se echó a reír.

Su risa es tonta y simple y hace un ruido como el de un hilo de agua en una pila. Se desvistió.

«Me meteré en el agua con la navaja y llenaré el sombrero de pescados», dijo.

Abraham estaba desnudo frente a mí con la mano abierta, esperando la navaja. Yo no respondí en seguida. Tenía la navaja apretada y sentía en la mano su acero limpio y templado. Yo voy a darle la navaja, pensé. Y se lo dije: «No voy a darte la navaja. Apenas me la dieron ayer y voy a tenerla toda la tarde.» Abraham siguió con la mano extendida. Entonces le dije:.

– Incomploruto.

Abraham me entendió. Sólo él entiende mis palabras: «Está bien», dijo, y caminó hacia el agua a través del aire endurecido y agrio. Dijo: «Empieza a desvestirte y te esperamos en la piedra.» Y lo dijo mientras se zambullía y volvía a salir reluciente como un pez plateado y enorme, como si el agua se hubiera vuelto líquida a su contacto.

Yo permanecí en la orilla, acostado sobre el barro tibio. Cuando abrí la navaja otra vez, dejé de mirar a Abraham y levanté los ojos, derecho hacia el otro lado, hacia arriba de los árboles, hacia el furioso atardecer cuyo cielo tenía la monstruosa imponencia de una caballeriza incendiada.