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– ¿Qué tal ha ido el viaje? -preguntó.

– Bien.

Se desabrochó el abrigo, lo colgó de una percha del recibidor y dejó el bolso en el suelo. A Gerlof le pareció que se movía despacio, sin energía. Deseaba preguntarle cómo se encontraba, pero quizá fuera demasiado pronto.

– Bueno. -De nuevo silencio-. Hacía mucho tiempo.

– Cuatro años, creo -dijo Julia-. Más de cuatro años.

– Sí. Pero hemos hablado bastante por teléfono.

– Sí. Pensé en venir y echarte una mano cuando te mudaste de Stenvik aquí, pero no era…

Julia guardó silencio y Gerlof asintió.

– Todo fue bien -dijo él-. Recibí mucha ayuda.

– Bien -respondió Julia.

Se encontraba en el centro de la habitación. Luego se dio la vuelta y se sentó en la cama.

Gerlof recordó de pronto el pequeño discurso que había preparado.

– Ahora que estás aquí -manifestó-, tenemos unas cuantas cosas que…

– ¿Dónde está? -lo interrumpió Julia.

– ¿El qué?

– Ya lo sabes -replicó Julia-. La sandalia.

– ¡Ah, sí! La tengo aquí, en la mesa. -Gerlof la miró-. Pero había pensado que primero podríamos…

– ¿Puedo verla? -le interrumpió Julia-. Me gustaría verla.

– Puedes llevarte una desilusión -señaló Gerlof-. Es sólo un zapato. No nos dará… ninguna respuesta.

– Quiero verla, Gerlof.

Julia se levantó de la cama. Hasta ese momento ni siquiera había esbozado una sonrisa, y ahora miraba a su padre de una forma tan intensa que Gerlof empezó a temer que todo había sido un error. Quizá no debería haberla llamado. Pero había puesto en marcha un mecanismo y ahora ya no podía detenerlo.

No obstante, intentaba retrasarlo lo máximo posible.

– ¿Has venido sola? -preguntó.

– ¿Con quién podría venir?

– Quizá con el padre de Jens -respondió Gerlof-. Mats, ¿no se llama así?

– Michael -dijo Julia-. No, vive en Malmö. Apenas tenemos contacto.

– Vaya -dijo Gerlof.

De nuevo se hizo el silencio. Julia se acercó un par de pasos, pero a Gerlof se le ocurrió otra cosa que decir.

– ¿Has hecho lo que te pedí por teléfono? -preguntó.

– ¿Qué?

– ¿Has pensado en lo espesa que era la niebla ese día?

– Sí… quizá. -Julia asintió-. ¿Qué pasa con la niebla?

– Creo que… -Gerlof sopesó las palabras-. Creo que nada hubiera pasado… que las cosas no se habrían torcido de ese modo si no hubiera habido niebla. ¿Es frecuente la niebla en Öland?

– No mucho -dijo Julia.

– Una niebla espesa como la de aquel día se da quizá tres o cuatro veces al año. Y mucha gente sabía que habría niebla, lo habían anunciado en el parte meteorológico.

– ¿Cómo te has enterado?

– He llamado al Instituto Nacional de Meteorología -repuso Gerlof-. Guardan los partes.

– ¿Tan importante era la niebla?

– Sí, creo que sí… que alguien se aprovechó de la niebla -añadió-. Alguien que no quería ser visto en la zona.

– No quería ser visto aquel día, ¿te refieres a eso?

– No quería ser visto en absoluto -repuso él.

– ¿Así que alguien utilizó la niebla, para… llevarse a Jens? -quiso saber Julia.

– No sé -reconoció Gerlof-. Pero me pregunto si ésa fue la razón. ¿Quién sabía que él saldría ese día? Nadie, ¿verdad? Ni el propio Jens lo sabía, simplemente… aprovechó la ocasión. -Gerlof advirtió que Julia apretaba los labios cuando abordaban el tema de la desaparición del hijo, y continuó, apresurado-: Pero la niebla de ese día… estaba prevista.

Julia no dijo nada. Ahora sólo miraba la mesa.

– Tendremos que pensar en ello -añadió Gerlof-. Tendremos que pensar en quién podría haberse beneficiado de la niebla de aquel día.

– ¿Me dejas verla ahora? -preguntó Julia.

Gerlof supo que no podía posponerlo más. Asintió con la cabeza y, sin levantarse de la silla, se dio la vuelta hacia la mesa.

– Aquí está -dijo.

A continuación abrió el primer cajón del escritorio, introdujo la mano y sacó con cuidado un objeto pequeño. Parecía muy ligero y estaba envuelto en papel de seda blanco.

5

Julia se acercó lentamente a Gerlof, que desenvolvió el pequeño paquete encima de la mesa. Ella le miró las manos, llenas de arrugas, manchas marrones y venas azul oscuro. Le temblaban los dedos al tantear el papel de seda. El crujido de éste al abrirse a Julia le pareció ensordecedor.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó.

– No hace falta.

Tardó varios minutos en abrirlo; o quizá sólo lo pareció. Al fin desplegó la última capa de papel y Julia pudo ver lo que había ocultado. El zapato se encontraba dentro de una bolsa de plástico transparente: en cuanto lo vio, no pudo apartar la vista de él.

«No voy a llorar -pensó-, es sólo un zapato.» Luego notó que sus ojos se llenaban de una intensa calidez y tuvo que parpadear para poder ver a través de las lágrimas. Observó la suela negra de goma y las tirillas de cuero marrón, resecas y agrietadas por el paso del tiempo.

Una sencilla sandalia, una pequeña y desgastada sandalia de niño.

– No sé si es el zapato auténtico -dijo Gerlof-. No es bueno estar demasiado seguro, ¿verdad?

Julia no respondió. Estaba segura. Se enjugó las lágrimas de las mejillas con la mano y luego levantó la bolsa de plástico con cuidado.

– La metí en la bolsa tan pronto como llegó -explicó Gerlof-. Puede haber huellas dactilares…

– Lo sé -dijo Julia.

Era tan ligera, tan ligera. Cuando una madre tiene que ponerle a su hijo pequeño una sandalia como ésta, la recoge del suelo junto a la puerta de la calle sin pensar en su peso. Luego se acerca a él y se agacha, siente su calor corporal y toma su pie mientras él se sujeta con la mano al jersey de ella y permanece en silencio o suelta cualquier cosa, el típico parloteo infantil que la madre sólo escucha a medias pues está pensando en otra cosa. En los recibos que hay que pagar. En la lista de la compra. En hombres ausentes.

– Yo le enseñé a Jens a ponerse las sandalias solo -dijo Julia-. Tardé todo un verano, pero cuando comencé a estudiar en otoño él ya sabía hacerlo. -Aún sujetaba el zapatito-. Por eso pudo salir solo ese día, escaparse… Se puso los zapatos él solo. Si no le hubiera enseñado él no habría…

– No lo pienses.

– Lo que quiero decir es… que yo se lo enseñé para ahorrar tiempo -dijo Julia-. Para mí.

– No te eches la culpa, Julia -insistió Gerlof.

– Gracias por el consejo -replicó ella sin mirarle-, pero llevo veinte años culpándome.

Guardaron silencio y Julia comprendió que su recuerdo ya no eran pequeños huesos en la playa de Stenvik. Vio a su hijo vivo, cuando se agachaba para ponerse las sandalias muy concentrado, con sus torpes deditos.

– ¿Quién la encontró? -preguntó al fin, y miró a Gerlof.

– No lo sé. Llegó por correo.

– ¿Quién la envió?

– No tenía remitente -informó Gerlof-. Llegó en un sobre marrón con un matasellos borroso. Pero creo que la enviaron desde Öland.

– ¿No había carta?

– Nada -respondió Gerlof.

– ¿Y no sabes quién la envió?

– No -dijo Gerlof sin más, pero ahora ya no miraba a Julia a los ojos; tenía la vista clavada en la mesa.

Quizás intuyera más de lo que deseaba contar. Pero no lo dijo. Julia suspiró.

– Pero podemos hacer otras cosas -sugirió Gerlof de pronto.

Después guardó silencio.

– ¿Como qué?

– Bueno…

Gerlof parpadeó en silencio y la miró como si hubiera olvidado por qué la había invitado a venir.

Pero Julia tampoco tenía ni idea de lo que debían hacer, y permaneció callada. Cayó en la cuenta de que, obsesionada con ver la sandalia y poder sostenerla en la mano, no se había fijado en el cuarto de su padre.