Había dos pequeñas camas en el cobertizo. Vació sus bolsas en una de ellas: ropa, el neceser, los zapatos de repuesto y un montón de libros de bolsillo de la colección romántica Rosa que había guardado en el fondo de la bolsa y que leía a escondidas. Colocó los libros sobre la mesilla de noche.
En la pared junto a la puerta colgaba un pequeño espejo con marco de madera barnizada, y Julia se estudió el rostro en él. Parecía cansada y tenía muchas arrugas, pero la piel no era tan gris como en Gotemburgo. El fuerte viento de la isla le había dado un poco de color a las mejillas.
¿Qué podía hacer ahora? Al salir de la residencia de ancianos, se había comido un perrito caliente insípido en un pequeño puesto callejero que había al lado, y no tenía hambre.
¿Leer? No.
¿Beberse el vino que había traído? No, todavía no.
Decidió explorar los alrededores.
Julia salió del cobertizo y caminó lentamente hacia la playa y luego siguió hacia el sur por la orilla. A medida que recobraba el equilibrio que había tenido cuando era una colegiala en Stenvik y se pasaba el día saltando ágilmente por la playa, le resultó más y más sencillo andar por las piedras.
En línea oblicua al cobertizo aún se veía Gråöga, pero las olas y el hielo invernal la habían arrastrado hacia el mar. Gråöga era una roca larga y delgada de un metro de altura que parecía el lomo de un caballo. En el pasado, Julia la había convertido en su piedra personal, y al pasar junto a ella la acarició. Con los años parecía haberse hundido en el suelo.
El molino también parecía más pequeño. Era el edificio más alto de Stenvik y se erigía al borde del cantil, a unos doscientos metros al sur del cobertizo. Pero cuando Julia llegó a las rocas descubrió que éstas eran demasiado empinadas para poder subir por ellas.
Al sur del molino había otros cobertizos en la parte interior de la bahía, donde se colocaba el muelle de baño de Stenvik durante el verano. No se veía un alma.
Julia se dirigió a la carretera y continuó hacia el norte pasando de largo junto al cobertizo de Gerlof. Se detuvo y miró el mar, hacia el continente. Småland era apenas una línea gris en el horizonte. Ningún barco surcaba el mar.
Julia se dio la vuelta lentamente para empaparse del entorno, como si el paisaje costero fuera un acertijo que ella podría resolver si daba con la clave correcta.
Si había sucedido lo que todo el mundo se temía, si Jens había conseguido descender hasta la playa, entonces esa tarde debía de haber andado por allí, entre la niebla. Ahora podía seguir su rastro, aunque eso ya lo habían hecho, claro. Ella, la policía, todos los habitantes de Stenvik habían participado en la búsqueda.
Recorrió unos cientos de metros y llegó a la cantera.
Estaba cerrada, claro. Ya nadie extraía piedra caliza de la montaña. En un cartel de madera con la pintura cuarteada ubicado junto al camino de la costa aún se leía «STEN IK PIEDRA, S. A.». Un desvío se internaba en el lapiaz, pero tanto éste como el paisaje ocre desaparecían de golpe en una amplia hondonada. Julia se acercó al borde de la roca, que caía a plomo en línea recta hasta el fondo.
La cantera no tendría más de cuatro o cinco metros de profundidad, pero era más amplia que varios campos de fútbol. Los ölandeses habían extraído piedras de ella durante siglos, habían trabajado hasta alcanzar la roca, pero a Julia le pareció como si la hubiesen abandonado de la noche a la mañana. Aún había filas de bloques de piedra cortados en un extremo sobre la grava.
Al otro lado de la cantera se perfilaban altas y claras figuras colocadas sobre el lapiaz: no había suficiente luz y estaban demasiado lejos para captar los detalles, pero después de un rato Julia comprendió que se trataba de estatuas de piedra. Parecían una serie de obras de arte de diversos tamaños. Justo al borde de la cantera se alzaba un bloque de piedra del tamaño de una persona, con la punta afilada parecía la torre de una iglesia medieval. Quizá fuera una copia de la iglesia de Marnäs.
Julia se dio cuenta de que estaba viendo la obra de piedra de Ernst Adolfsson.
Detrás de las estatuas alineadas se erguía una casa de madera, un cubo granate en medio del lapiaz, entre arbustos y enebros, y junto a ella se hallaba el voluminoso Volvo aparcado. Había luz en varias de las ventanas de la casa.
Decidió echarle otro vistazo a la obra de Ernst Adolfsson a la mañana siguiente, antes de dejar Stenvik.
Desde allí también veía Blå Jungfrun como una pequeña colina gris azulada que se recortaba en el horizonte. Blåkulla era otro de los parajes de la isla adonde, según la leyenda, las brujas viajaban para celebrar fiestas en compañía de Satanás. Nadie vivía allí, Blå Jungfrun era parque nacional, pero se podían hacer excursiones en barco durante el día. En su infancia Julia había ido allí con Lena, Gerlof y Ella en un día soleado.
En la playa había visto muchas piedras redondas y bonitas, pero Gerlof le había advertido que no se las llevara. Le traería mala suerte, y ella no había cogido nada. A pesar de eso, había tenido mala suerte en la vida.
Julia le dio la espalda a la isla de las brujas y regresó al cobertizo.
Veinte minutos más tarde estaba sentada en la cama del cobertizo, escuchando el viento; no sentía ningún cansancio. A las diez intentó leer uno de los libros de amor que había traído, El secreto de la hacienda, pero la trama avanzaba lentamente. Lo cerró y se quedó mirando la brújula sobre la mesa, junto a la puerta.
En ese momento podría haber estado en Gotemburgo, sentada a la mesa de la cocina con una copa de vino tinto y mirando las farolas que iluminaban la calle desierta.
Stenvik estaba oscuro como boca de lobo. Había salido a orinar, había resbalado en las piedras y había estado a punto de perderse en la oscuridad, a pocos metros del cobertizo. Ya no veía el mar cuesta abajo, sólo oía el rumor de las olas y el restallido que producían al romper sobre la grava de la playa. En el cielo oscuro, gruesas y raudas nubes de lluvia se cernían sobre la isla como malos espíritus.
Mientras orinaba en cuclillas en la oscuridad con el culo al aire, se puso a pensar sin querer en el fantasma que había aparecido en la playa una noche a principios del siglo XX.
Recordó una de las historias que su abuela Sara contaba a la hora de las sombras: su marido y su hermano habían ido una noche de tormenta a la playa para poner sus barcos de pesca a resguardo de las olas.
Mientras estaban en el agua espumosa tirando y jalando de las barcas de madera, de repente apareció una figura en la oscuridad, un hombre que vestía un grueso impermeable y que empezó a tirar de una de las barcas en dirección opuesta, hacia el mar. El abuelo le gritó y la figura le devolvió el grito con acento extranjero mientras repetía sin cesar la misma palabra:
– ¡Ösel! ¡Ösel!
Los pescadores sujetaron la barca con fuerza, y la figura de pronto se dio la vuelta y se lanzó apresuradamente hacia las olas ensordecedoras. Desapareció en la tempestad sin dejar rastro.
Julia orinó rápidamente en el sendero junto al cobertizo para regresar cuanto antes al interior caldeado y cerrar la puerta tras sí. Recordó que no había agua corriente; tendría que ir a buscar un cubo a la casa.
Tres días después del temporal llegaron noticias del cabo norte de Öland: una nave había encallado en Boda y las olas la habían destrozado. La nave procedía de la isla estonia de Ösel. Toda la tripulación se había ahogado en la tormenta, así que el marinero que encontraron los pescadores ya estaba muerto. Muerto y ahogado.
La abuela había asentido con la cabeza a Julia en la hora de las sombras.
«Un fantasma de playa.»