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Julia creía la historia a pie juntillas; era un buen relato; todas las viejas historias que había oído en la hora de las sombras le parecían ciertas. Seguro que los marineros ahogados aún deambulaban por la costa, solos y perdidos.

Julia no quería volver a salir esa noche. Decidió no ir a buscar agua; prescindiría de lavarse los dientes.

En las ventanas del cobertizo había unas gruesas velas rojas. Encendió una de ellas con su mechero antes de acostarse y la dejó arder un rato.

Una vela por Jens. También por su madre.

A la luz de la llama tomó una decisión: esa noche nada de vino ni pastillas. Se enfrentaría a la pena. Al fin y al cabo ésta estaba en todas partes, no sólo en Stenvik. Siempre que se cruzaba con un joven en la calle a Julia aún le embargaba una pena repentina.

Al ver su agenda de direcciones sobre la cama, junto al viejo móvil de Lena, cogió ambas cosas por puro impulso, pasó las hojas de la libreta hasta encontrar un número y lo marcó.

Funcionaba. Sonaron dos timbres, luego tres, y cuatro.

Entonces respondió una voz apagada de hombre.

– Diga.

Eran las diez y media de una noche entre semana. Había llamado demasiado tarde, pero ahora no tenía más remedio que continuar.

– ¿Michael?

– ¿Sí?

– Soy Julia.

– Ah… Hola, Julia.

Parecía más cansado que sorprendido. Intentó imaginar cómo sería él en la actualidad, pero no logró formarse ninguna imagen en la cabeza.

– Estoy en Öland. En Stenvik.

– Vaya… Yo estoy en Copenhague, como de costumbre. Estaba durmiendo.

– Sé que es muy tarde. Sólo quería decirte que ha aparecido una nueva pista.

– ¿Una pista?

– De nuestro hijo -aclaró ella-. De Jens.

Él guardó silencio unos segundos.

– Vaya.

– Así que he venido aquí… Quería que lo supieras. No es una pista importante, pero quizá pueda…

– ¿Cómo estás, Julia?

– Bien… Te llamaré si surge algo más.

– Vale. Veo que todavía tienes mi número. Pero la próxima vez llama más temprano.

– De acuerdo -respondió rápidamente.

– Adiós.

Michael colgó y el teléfono quedó en silencio.

Julia permaneció sentada con el móvil en la mano. Vaya. Así que funcionaba; lástima que hubiera marcado el número de la persona equivocada.

Michael había pasado página hacía mucho tiempo, ya antes de separarse. Desde el principio estuvo seguro de que Jens había bajado a la playa y se había ahogado. Unas veces ella lo había odiado por esa convicción, otras lo había envidiado a más no poder.

Cuando Julia se acostó unos minutos más tarde, con los pantalones y el jersey puestos, llegó la lluvia torrencial que se había estado anunciando toda la tarde.

Se desató en un instante, produciendo un repiqueteo rápido y enfurecido sobre el tejado de chapa del cobertizo. Julia, tumbada en la oscuridad, oía borbotar pequeños arroyos por la pendiente. Sabía que el cobertizo aguantaría; hasta ahora había superado todas las tormentas. Cerró los ojos y se durmió.

No oyó que la lluvia amainaba media hora más tarde. No oyó ruido de pasos en la cantera a oscuras, no oyó nada.

Öland, mayo de 1943

Nils ha demostrado ser el amo de la playa, el amo de Stenvik, y ahora domina todo el lapiaz que rodea la aldea. Todos los días, cuando termina de ayudar a su madre en la casa o en el jardín, lo recorre a grandes zancadas. Camina por el yermo ölandés bajo la luz amarilla del sol con el morral colgado al hombro y su escopeta en las manos.

Los conejos suelen ocultarse entre la maleza. Cuando creen que los han descubierto, se lanzan a una desenfrenada carrera campo a través; entonces hay que llevarse rápidamente la escopeta al hombro. Nils está siempre alerta cuando sale de caza.

Su casa y el lapiaz constituyen su único mundo desde que, después de la pelea con Lass-Jan años atrás, su madre le dijera que no podía trabajar más en la cantera. Ningún cantero quería trabajar con él. A Nils no le importa, se niega a regresar allí, también ha rehusado pedir perdón; lo único que le irrita es que su madre haya tenido que pagar a Lass-Jan el salario de las semanas en las que el capataz no ha podido trabajar, mientras se le curaban los dedos rotos.

Joder. ¡Todo fue culpa de Lass-Jan!

La pelea también le ha dejado un recuerdo a éclass="underline" dos dedos de la mano izquierda rotos. Se negó a visitar al médico en Marnäs, y los dedos se han curado de mala manera, se le han torcido hacia dentro y le resulta difícil doblarlos. No importa; es diestro y puede sujetar la escopeta.

La gente de la aldea evita a Nils, pero eso tampoco le importa. Algunas veces se ha cruzado con Maja Nyman de camino al lapiaz, pero ella apenas lo mira, tan muda como el resto. Maja tiene grandes ojos azules, pero él no la necesita.

Su madre le ha dado una escopeta Husqvarna de dos cañones para que le haga compañía. Y él le lleva todos los conejos que caza, así ella se libra de que los tacaños campesinos de la aldea la timen con el precio de la carne.

El blanco campanario de la iglesia de Marnäs se divisa al este, en el horizonte, pero Nils no necesita referencias. Ha aprendido a moverse por el laberinto del lapiaz; sus largos muros de piedra, peñascos, arbustos e interminables llanuras cubiertas de hierba.

Ante él se encuentra el mojón, un pequeño montículo de piedras que recuerda el asesinato perpetrado por un jornalero enloquecido en la persona de un cura u obispo, siglos antes del nacimiento de Nils. Aún hoy, la gente que pasa por allí coloca piedras. Él nunca lo hace, pero le gusta sentarse ahí a comer.

Se detiene, recapacita y siente una ligera sensación de hambre en el estómago. Se encamina hacia el mojón, aparta algunas piedras romas y se sienta con la escopeta a mano y el morral sobre las rodillas.

Lo abre y encuentra dos sándwiches de queso y dos de salchicha envueltos en papel de estraza, y una botellita de leche turbia. Todo se lo ha preparado su madre; sin pedirle permiso, Nils ha rellenado la petaca plana de latón del bolsillo de su chaleco con un coñac que ella guarda en el suelo al fondo de la despensa.

En primer lugar abre la petaca y da un largo trago que le caldea la garganta, y a continuación abre el paquete de sándwiches. Come y bebe con los ojos cerrados y deja que sus pensamientos fluyan.

Nils piensa en la caza. Esta mañana no ha capturado ningún conejo, pero tiene toda la tarde para hacerlo.

Después piensa en la guerra, que aún llena los noticiarios en cuanto enciende la radio.

Suecia no ha sufrido ataques, a pesar de que, durante el verano de 1941, tres destructores alemanes entraran por equivocación en una zona minada al sur de Öland y volaran por los aires. Más de cien soldados de Hitler acabaron ahogados o murieron quemados en un mar de aceite. Y muchos ölandeses creyeron que la guerra había llegado definitivamente al verano siguiente, cuando un bombardero alemán dejó caer ocho bombas por error en el bosque bajo las ruinas de Borgholm.

El estruendo de las explosiones llegó hasta Stenvik. A Nils le despertaron los secos estallidos y miró fijamente por la ventana con el corazón desbocado; juraría haber oído el motor del avión al alejarse de la isla. Quizá fuera un Messerschmitt. Se quedó escuchando y deseó más explosiones, que cayera una lluvia de bombas alrededor de Stenvik.

Pero no hubo invasión alemana, y ya es demasiado tarde para que Hitler haga algo. Nils ha leído algunos artículos en el Ölands-Posten sobre la gran capitulación en Stalingrado en pleno invierno, a comienzos de año. Hitler parece estar en el bando perdedor.

Nils oye el relincho de un caballo a sus espaldas.

Abre los ojos y vuelve la cabeza. Ve unos cuantos detrás de él. Cuatro jóvenes animales blancos y marrones han aparecido tras el mojón, y trotan en fila india formando un pequeño arco, las cabezas gachas y levantando finas nubes de polvo alrededor de sus patas. Los cascos apenas hacen ruido al pisar la hierba.