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– Sí -respondió Gerlof.

Y Henriksson se despidió con un gesto de la cabeza y salió.

Oyeron cómo arrancaba el coche y se alejaba lentamente.

– Nosotros también tenemos que irnos -le dijo Gerlof a Julia. Se guardó el monedero de Ernst en el bolsillo y miró a John-. ¿Podemos salir un momento? -preguntó-. Sólo quiero enseñarte una cosa… Algo que he observado.

– ¿Queréis que os acompañe? -dijo Julia.

– No hace falta.

Al salir de la casa John dejó que Gerlof se adelantara. Apoyado en su bastón éste salió a la escalera, bajó a la grava y dobló en la esquina hacia el borde de la cantera.

– ¿Qué vamos a ver? -dijo John.

– Se halla ahí, junto al borde; lo he descubierto antes de entrar… Aquí.

Gerlof señaló al fondo de la cantera, donde se encontraba la piedra pulida que parecía un gran huevo o una cabeza deformada partida en dos pedazos, uno grande y otro pequeño.

– ¿La reconoces? -le preguntó a John.

John asintió con la cabeza lentamente.

– Es la que Ernst llamaba «la Piedra de Kant» -dijo-. En broma.

– La han empujado -continuó Gerlof-. ¿Verdad?

– Sí -John asintió de nuevo-. Eso parece.

– Este verano estaba detrás de la casa -dijo Gerlof.

– Y ahí seguía la semana pasada cuando vine a ver a Ernst -confirmó John-. Estoy seguro.

– Ernst la tiró a propósito -añadió Gerlof. -Seguramente.

Los viejos amigos se miraron. -¿Qué piensas? -preguntó John.

– Bueno, no estoy seguro -Gerlof suspiró-. No sé. Creo que Nils Kant puede haber regresado.

9

Julia se ocupó de que los dos afligidos ancianos tomaran un café bien fuerte. Tomó prestada la porcelana blanca de Ernst con soles amarillos ölandeses y le sirvió una taza a cada uno antes de abandonar la habitación con la sensación de haber hecho algo útil para variar. Sentados en el sofá, John y Gerlof se pusieron a hablar de Ernst en voz baja.

Comentaban pequeñas historias y fragmentos de recuerdos, a menudo sin interés, sobre los errores que Ernst había cometido cuando le contrataron como cantero al poco de mudarse a Öland, o acerca de las preciosas esculturas que había creado con posterioridad en su taller. Julia comprendió que, aparte de los años que había pasado de marinero en el mar Báltico durante la guerra, Ernst había dedicado toda su vida adulta a dar forma a la piedra. Cuando la cantera cerró a finales de los años sesenta, continuó trabajando por su cuenta. Recogía las piedras que los canteros habían desechado y las cortaba, tallaba y creaba con ellas una especie de arte.

– Adoraba esta cantera -comentó Gerlof, y miró por la ventana-. De haber tenido dinero seguramente se la habría comprado a Gunnar Ljunger de Långvik; no quería vivir en otro lugar. Lo sabía todo sobre extraer, cortar y trabajar las diferentes clases de piedras.

– Ernst hacía las lápidas más bonitas -dijo John-. Cualquiera que pasee por los cementerios de Marnäs y Borgholm puede verlas.

Sentada en silencio, Julia miraba un montón de viejos libros sobre la región apilados sobre la mesa junto al sofá. Escuchaba a John y Gerlof, pero no se le quitaba de la cabeza el estado en que había encontrado a Ernst.

Lennart Henriksson, el primer policía en llegar al lugar del accidente, se había apresurado a cubrir a Ernst con una manta que llevaba en el coche y luego la había acompañado al interior de la casa. Se había quedado con ella pero no había dicho gran cosa, y Julia se había sentido a gusto con él. Tras el día de la desaparición de Jens ya había oído demasiadas palabras de consuelo vacías, palabras que ella no había pedido.

– ¿Tienes fuerzas para llevarme a casa, Julia? -preguntó Gerlof cuando hubo bebido el café y acabado de contar historias.

– Sí.

Se levantó para ir a la cocina y fregar las tazas, ligeramente irritada por la pregunta.

«He encontrado a un hombre aplastado bajo un bloque de piedra -pensó-, con la boca ensangrentada y los ojos fuera de las órbitas. Pero no es la primera vez que veo sangre; también he visto muertos. He pasado por cosas peores.»

Y entre los pensamientos que la roían de pronto recordó algo que quizá fuera importante. Se detuvo en la puerta y se volvió hacia su padre.

– Me pidió que te dijera algo. Se me había olvidado. -Gerlof alzó la vista-. Ernst -aclaró-. Me lo encontré junto a la casa al llegar a Stenvik, y me encargó que te dijera… Lo comentó justo antes de irse. -Guardó silencio e intentó recordar-. Algo sobre que lo más importante era el pulgar, no la mano.

– ¿Que el pulgar era lo más importante? -inquirió Gerlof.

Julia asintió con la cabeza.

– ¿Sabes a qué se refería?

Gerlof lo pensó e hizo un gesto negativo. Miró a John.

– ¿Y tú?

– Ni idea -repuso John-. ¿Es un refrán?

– Pues eso fue lo que dijo -añadió Julia, y siguió su camino hacia la cocina.

Julia y Gerlof regresaron al camping en el Ford, y John los siguió en su propio coche. Una cortina de nubes grises se había extendido por el estrecho de Kalmar y ocultaba el sol. El Stenvik que los dos ancianos habían revivido en sus historias, donde la gente vivía y trabajaba todo el año y cada granja y sendero tenían su nombre, había vuelto a adormecerse. Todas las casas estaban vacías y cerradas, las aspas de los molinos de viento ya no giraban y los largos hilos para pescar anguilas que antaño colgaban de postes de madera en el estrecho habían desaparecido.

Después de que Julia girase y se detuviera junto al minigolf John aparcó su coche y se dirigió hacia ellos. Gerlof bajó la ventanilla y su amigo miró a Julia.

– Cuida de tu padre.

Era la primera vez que John Hagman se dirigía directamente a ella.

Julia asintió.

– Lo intentaré.

– Mantenme informado, John -le pidió Gerlof junto a ella-. Llámame si ves a alguien… desconocido.

«Desconocidos», pensó Julia, y recordó un accidente acaecido en los años cincuenta, siendo aún una niña: un hombre negro de amplia sonrisa que apenas hablaba inglés, y nada de sueco, había aparecido en Stenvik un verano; iba de casa en casa con una maleta en la mano. La gente de la aldea había cerrado su puerta y se había negado a abrirle hasta que alguien se atrevió a preguntarle qué quería. Al final resultó no ser un ladrón, sino un cristiano de Kenia que vendía Biblias y libros de salmos. En Stenvik los extraños nunca habían sido bienvenidos.

– Vale, vale, ya hablaremos -se despidió John Hagman.

Julia le observó dirigirse hacia su casa y coger la escoba como si fuera su posesión más preciada. Con ella en la mano se encaminó a la pista de golf y comenzó a gesticular de nuevo hacia su hijo Anders.

– John ha llevado el camping durante veinticinco años -explicó Gerlof-. Ahora el responsable es su hijo, que se pasa el día en las nubes. Así que John tiene que barrer, pintar y mantener el lugar… Debería tomárselo con más calma, pero no me hace caso. -Suspiró-. Bueno -añadió a continuación-. Ahora podemos pasar por casa.

Julia negó con la cabeza.

– Te llevo a Marnäs.

– Me gustaría pasar por casa -insistió Gerlof-. Ya que tengo una chófer tan buena.

– Es muy tarde -se opuso Julia-. Había pensado regresar hoy a Gotemburgo.

– No hay prisa -replicó Gerlof-. Gotemburgo no se va a mover de donde está.

Más tarde Julia no recordaría si fue ella o Gerlof quien propuso que se quedaran a pasar la noche en la casa.

Quizá lo decidieron cuando su padre entró en la sala de estar con el abrigo puesto y se dejó caer, con un pesado suspiro, en el único sillón de la habitación. O quizá después de que ella saliera a la calle para abrir la llave de paso del agua debajo de la tapa del pozo y accionara el interruptor de la electricidad en el armario de la cocina. O tras encender la lámpara del techo, enchufar los radiadores eléctricos y preparar una infusión de flor de saúco en la cocina. Tal vez llegaran a un acuerdo tácito de pasar la noche en Stenvik.