– Bien -dijo Julia.
Pero en realidad no había tenido tiempo de pensar cómo se sentía Gerlof.
– La vida sigue -comentó éste, y bebió un sorbo de la infusión.
– En cierta forma -convino Julia.
Reinó el silencio durante unos minutos.
– ¿Querías que te preguntara algo? -dijo Julia al rato.
– Claro. Pregunta.
– ¿Qué?
– Bueno… Quizá quieras saber cómo se llamaba la escultura redonda que alguien tiró a la cantera. -Gerlof miró a Julia-. Esa piedra informe… Quizá la policía de Borgholm te preguntó por ella. O Lennart Henriksson.
– No -repuso Julia. Y recapacitó-. Ni siquiera creo que la hayan visto, sólo han mirado desde lejos, y la escultura de la torre de iglesia y… -Guardó silencio-. Yo tampoco he pensado en la piedra. ¿Qué tiene de especial?
– Es una buena pregunta -dijo Gerlof-. Pero lo más curioso es su nombre.
– ¿Cómo se llama?
Gerlof inspiró hondo y se recostó en el sillón. Soltó un profundo suspiro.
– En realidad Ernst no se había quedado muy contento con ella -dijo-. Se le había partido y no le gustaba el resultado. Así que la llamó «la Piedra de Kant». En recuerdo a Nils Kant.
De nuevo se hizo un silencio. Gerlof miró a Julia para ver su reacción, pero ella no supo por qué.
– Nils Kant -repitió, lacónica-. Vaya.
– ¿Habías oído antes el nombre? -quiso saber Gerlof-. Quizás alguien lo nombrara cuando eras pequeña.
– No lo recuerdo -dijo Julia-. Pero alguna vez he oído el apellido Kant.
Su padre asintió con la cabeza.
– La familia Kant vivía en Stenvik -explicó a continuación-. Nils era el hijo, la oveja negra…, pero cuando tú naciste, después de la guerra, ya no estaba aquí.
– Ah.
– Se había marchado -añadió Gerlof.
– ¿Qué espantoso crimen cometió Nils Kant? -preguntó Julia-. ¿Mató a alguien?
Öland, mayo de 1945
Nils Kant apunta con la escopeta a los dos soldados extranjeros y tiene el dedo en el gatillo. El viento y el trino de los pájaros se han detenido en el lapiaz. El paisaje se ha vuelto borroso; Nils sólo ve a los soldados y la boca de los dos cañones de su escopeta apuntándoles todo el rato.
Como si obedecieran una orden, los soldados se levantan despacio. Las piernas parecen flaquearles; necesitan apoyar las manos en la hierba para poder erguirse, y luego levantan las manos. Pero Nils no baja el arma.
– ¿Qué hacéis aquí? -pregunta.
Los hombres no contestan, sólo le miran con las manos alzadas por encima de su cabeza y no responden.
El que está delante retrocede medio paso, choca con el otro y se detiene. Parece más joven que el otro, pero los dos lucen una máscara grisácea de polvo y barro, y una barba negra de varios días, y es difícil calcular su edad. Tienen los ojos inyectados en, sangre y están tan cansados que parecen centenarios.
– ¿De dónde venís? -pregunta Nils.
No hay respuesta.
Nils baja la mirada rápidamente y ve que los soldados no tienen equipaje. Los uniformes gris verdoso tienen las rodillas desgastadas y las costuras descosidas, y el soldado más próximo luce un desgarrón en la pernera.
Nils sostiene la escopeta, pero eso no le tranquiliza. Intenta respirar lentamente por la nariz para evitar que le tiemblen los brazos y el cañón de la escopeta oscile en todas direcciones. Una cinta de hierro invisible le aprieta cada vez con más fuerza la cabeza por encima de las orejas; el dolor le impide pensar con claridad.
– Nicht schiessen -jadea de nuevo el soldado que está delante.
Nils no entiende las palabras, pero le parece que hablan el mismo idioma que Adolf Hitler en la radio. Así que son alemanes de la gran guerra. ¿Cómo han llegado hasta aquí?
«En barco -piensa-. Han debido de llegar en barco, cruzando el Báltico.»
– Tenéis que… seguirme -dice.
Habla lentamente para que los soldados le entiendan. Debe tomar el mando, al fin y al cabo el que tiene la escopeta en las manos es él.
Los mira y asiente con la cabeza.
– ¿Entendéis lo que digo?
Hablar le sienta bien, aunque no le entiendan. Mitiga el miedo y combate la parálisis de su cerebro. Nils podría llevarlos a Stenvik, podría convertirse en un héroe. Lo que piense la gente de la aldea no tiene importancia, pero su madre estaría orgullosa.
El soldado de delante asiente a su vez y baja lentamente los brazos.
– Wir wollen nach England fahren -dice-. Wir wollen in die Freiheit.
Nils le mira. La única palabra que ha entendido es «England», que en sueco suena igual, pero está seguro de que los soldados no son ingleses. Está casi seguro de que son alemanes.
El soldado que está detrás baja una de sus manos hacia el bolsillo de su uniforme.
– ¡No!
Él corazón de Nils late con fuerza, abre la boca.
El soldado introduce la mano en el bolsillo. Sus manos se mueven con rapidez; la mirada de Nils no puede seguirlas. Tiene que hacer algo y dice:
– Arriba las ma…
Un estruendo ahoga el final de la palabra. La escopeta sufre una sacudida.
El humo de la pólvora florece en la boca del cañón; durante un instante borra a los hombres que tiene delante.
Nils no ha tenido intención de disparar; sólo ha acariciado la escopeta con demasiada fuerza para señalar con ella, señalar hacia arriba. Pero la escopeta se ha disparado y ha dejado escapar una lluvia de plomo, que ha golpeado al soldado de delante y lo ha derrumbado.
Nils lo ve como una sombra tras la humareda de pólvora, una sombra que se desploma y se agita y queda tendida en la hierba.
El humo se desvanece, se apagan todos los sonidos, pero el soldado aparece tendido de lado con la chaqueta del uniforme desgarrada.
Durante unos segundos su cuerpo parece totalmente ileso, luego la sangre comienza a escaparse por los desgarrones de la tela como crecientes manchas negras.
El soldado cierra los ojos, agonizante.
– ¡Diablos! -se dice Nils en voz baja.
Lo ha hecho. Ha disparado, y además al soldado equivocado. No ha sido el soldado de delante el que se ha metido la mano en el bolsillo, pero es él quien está tendido en el suelo, ensangrentado.
Nils ha disparado a una persona como si fuera un conejo; él, y sólo él, ha sido quien ha disparado.
El soldado del suelo parpadea despacio, sus brazos se agitan débilmente y se esfuerza en levantar la cabeza, pero no lo logra.
Espira con cortos jadeos, tose, espira, pero nunca inspira. La sangre le cubre el uniforme.
Su mirada vaga alrededor, de un lado a otro, y finalmente se clava en el cielo.
Detrás de él el otro soldado, el que se palpaba el bolsillo con la mano, aprieta los labios con la mirada perdida. Permanece completamente inmóvil, pero sujeta algo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El objeto que ha sacado del bolsillo justo antes de que tronara el disparo.
No es un arma, es algo mucho más pequeño. Parece una pequeña piedra granate que brilla y resplandece, a pesar de que en el lapiaz no luce el sol.
Nils sujeta la escopeta, el soldado sujeta su pequeña piedra. Ninguno de los dos baja la mirada.
Nils ha disparado, ha matado. Desaparece la primera sensación de pánico y le embarga una fría tranquilidad. Ahora ha recuperado el control.
Nils espira, da un paso adelante hacia el soldado y asiente sin quitar los ojos de la pequeña piedra.
– Dámela -dice tranquilamente.
10
Gerlof no respondió a la pregunta de Julia sobre Nils Kant. Se limitó a señalar por encima del hombro de su hija, la oscuridad al otro lado de la ventana.
– La familia Kant vivía justo allí abajo -indicó-. En la gran casa amarilla. Estaban aquí antes de que nosotros construyéramos esta casa.
– Recuerdo que cuando era niña allí vivía una señora mayor -rememoró Julia.
– Era Vera, la madre de Nils -explicó Gerlof-. Murió a principios de los años setenta. Llevaba muchos años viviendo sola. Era rica… Su familia era dueña de un aserradero en Småland y ella poseía muchas tierras a lo largo de la costa, pero me parece que su dinero nunca le dio la felicidad. Según creo, sus parientes aún andan peleándose por lo que queda de herencia, pues la casa está vacía y en ruinas. O quizá nadie se atreva a vivir allí.
– Vera Kant… -repitió Julia-. La recuerdo vagamente. No caía muy bien, ¿verdad?
– No, estaba demasiado amargada, y era muy rencorosa -respondió Gerlof-. Si tu abuelo le había hecho algo malo, odiaba a tu madre y también a ti, incluso a tu perro, para siempre jamás. Era orgullosa y malhumorada. Cuando murió su marido, enseguida volvió a adoptar su nombre de soltera.
– ¿Y nunca paseaba por la aldea?
– No. Vera era un alma solitaria -dijo Gerlof-, Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su casa, añorando a su hijo.
– ¿Y qué hizo él? -volvió a preguntar Julia.
– Bastantes cosas… -respondió Gerlof-. Cuando era niño la gente sospechó que había matado a su hermano pequeño en la playa. Al parecer, Nils y su hermano estaban solos cuando ocurrió, y él dijo que había sido un accidente…, así que nunca sabremos la verdad.
– ¿Erais amigos?
– No, qué va. Era unos cuantos años menor que yo, y yo embarqué muy joven. Así que de pequeño apenas lo traté.
– ¿Y de mayor?
Gerlof estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero hablar de Nils Kant no le hacía ninguna gracia.
– En absoluto -dijo finalmente-. Como te he dicho, se marchó de la aldea. -Levantó la mano y señaló hacia la pequeña librería en una esquina de la habitación-. Allí hay un libro sobre Nils Kant. En la tercera estantería empezando por arriba: ese del delgado lomo amarillo.
Julia se levantó y fue hacia la librería. Buscó y finalmente sacó un libro de la tercera estantería. Leyó el título.
– Crímenes de Öland.
Lanzó una mirada inquisitiva a Gerlof.
– Ése es -dijo él-. Lo escribió hace unos años un colega de Bengt Nyberg, del Ölands-Posten. Léelo y podrás enterarte de casi todo.
– Vale. -Miró el reloj-. Pero esta noche no.
– No. Vámonos a la cama -convino Gerlof.
– Me gustaría dormir en mi habitación -apuntó Julia-. Si puedo.
Sí que podía. Gerlof escogió el dormitorio contiguo, el que Ella y él habían compartido durante años. Su cama de matrimonio ya no estaba, pero las nuevas ocupaban el mismo lugar. Mientras Gerlof estaba en el baño Julia le hizo la cama, una actividad para la que él ya no estaba capacitado.