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– Recuerdo que cuando era niña allí vivía una señora mayor -rememoró Julia.

– Era Vera, la madre de Nils -explicó Gerlof-. Murió a principios de los años setenta. Llevaba muchos años viviendo sola. Era rica… Su familia era dueña de un aserradero en Småland y ella poseía muchas tierras a lo largo de la costa, pero me parece que su dinero nunca le dio la felicidad. Según creo, sus parientes aún andan peleándose por lo que queda de herencia, pues la casa está vacía y en ruinas. O quizá nadie se atreva a vivir allí.

– Vera Kant… -repitió Julia-. La recuerdo vagamente. No caía muy bien, ¿verdad?

– No, estaba demasiado amargada, y era muy rencorosa -respondió Gerlof-. Si tu abuelo le había hecho algo malo, odiaba a tu madre y también a ti, incluso a tu perro, para siempre jamás. Era orgullosa y malhumorada. Cuando murió su marido, enseguida volvió a adoptar su nombre de soltera.

– ¿Y nunca paseaba por la aldea?

– No. Vera era un alma solitaria -dijo Gerlof-, Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su casa, añorando a su hijo.

– ¿Y qué hizo él? -volvió a preguntar Julia.

– Bastantes cosas… -respondió Gerlof-. Cuando era niño la gente sospechó que había matado a su hermano pequeño en la playa. Al parecer, Nils y su hermano estaban solos cuando ocurrió, y él dijo que había sido un accidente…, así que nunca sabremos la verdad.

– ¿Erais amigos?

– No, qué va. Era unos cuantos años menor que yo, y yo embarqué muy joven. Así que de pequeño apenas lo traté.

– ¿Y de mayor?

Gerlof estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero hablar de Nils Kant no le hacía ninguna gracia.

– En absoluto -dijo finalmente-. Como te he dicho, se marchó de la aldea. -Levantó la mano y señaló hacia la pequeña librería en una esquina de la habitación-. Allí hay un libro sobre Nils Kant. En la tercera estantería empezando por arriba: ese del delgado lomo amarillo.

Julia se levantó y fue hacia la librería. Buscó y finalmente sacó un libro de la tercera estantería. Leyó el título.

– Crímenes de Öland.

Lanzó una mirada inquisitiva a Gerlof.

– Ése es -dijo él-. Lo escribió hace unos años un colega de Bengt Nyberg, del Ölands-Posten. Léelo y podrás enterarte de casi todo.

– Vale. -Miró el reloj-. Pero esta noche no.

– No. Vámonos a la cama -convino Gerlof.

– Me gustaría dormir en mi habitación -apuntó Julia-. Si puedo.

Sí que podía. Gerlof escogió el dormitorio contiguo, el que Ella y él habían compartido durante años. Su cama de matrimonio ya no estaba, pero las nuevas ocupaban el mismo lugar. Mientras Gerlof estaba en el baño Julia le hizo la cama, una actividad para la que él ya no estaba capacitado.

Cuando ella terminó y se fue a su habitación, Gerlof se quitó los calzoncillos largos y la camiseta y se metió en la cama. El colchón era más duro que al que ahora estaba acostumbrado.

Permaneció tumbado en la oscuridad, pensando, pero allí ya no se sentía en casa igual que en su habitación de Marnäs. Había dado un gran paso al reconocer que era demasiado viejo para vivir solo en Stenvik y mudarse, pero quizás había sido una buena decisión. Allí no tenía que lavar los platos ni hacerse el café.

Gerlof escuchó durante un rato el viento entre los árboles y luego se durmió. Y en algún momento de la noche soñó que yacía en una cama de dura piedra en la cantera.

Encima de él, el cielo era azul oscuro, hacía viento, pero sobre el suelo flotaba una extraña y tenue niebla.

Ernst Adolfsson estaba en el borde del precipicio y miraba la cantera con las cuencas vacías.

Gerlof abría la boca para preguntarle a su amigo si había sido él quien había tirado la escultura a la cantera y en ese caso qué había querido decir, pero al oír un susurro Ernst se daba la vuelta.

«Yo los maté a todos.»

Era Nils Kant quien había susurrado.

«Gerlof… Tu nieto te manda saludos.»

Nils Kant había venido caminando por el lapiaz con su escopeta humeante, y ahora estaba al otro costado de la casa de Ernst. Pronto llegaría a su lado. Gerlof alzó la cabeza y contuvo la respiración, lleno de expectación; por fin vería cómo era Nils Kant de adulto, de hombre mayor. ¿Todavía tendría pelo? ¿Sería canoso? ¿Tendría barba?

En lugar de eso, Ernst se dio la vuelta y desapareció al doblar por la esquina; se deslizó lentamente en la niebla como un silencioso barco fantasma. Gerlof le llamó a gritos, pero Ernst ya no estaba.

Cuando al fin despertó la pena por su amigo se había tornado en inmenso dolor.

– Gira a la derecha -le indicó Gerlof a Julia en el coche al día siguiente.

Julia lo miró y frenó.

– Vamos a Marnäs, ¿verdad? -inquirió Julia-. A la residencia.

– Luego. Todavía no -replicó Gerlof-. Había pensado que antes podríamos tomar un café en Stenvik.

Julia se lo quedó mirando unos segundos y luego giró a la izquierda. Volvieron a la carretera que discurría por encima de la costa. Gerlof dirigió automáticamente la vista hacia su cobertizo para controlar que los cristales no estuvieran rotos.

– Gira otra vez a la izquierda -dijo a continuación, y señaló con la mano una casa en el camino de la costa-. Allí es donde vamos.

Julia frenó y giró por la carretera sin mirar si venía tráfico por el carril opuesto o echar un vistazo al retrovisor.

– Aquí vive una señora mayor -comentó ella cuando el coche se detuvo frente a la casa-. La vi anteayer. Paseaba con su perro.

– No es tan mayor -respondió Gerlof-. Astrid Linder sólo tiene sesenta y siete o quizá sesenta y ocho años. Acaba de jubilarse; fue médico en Borgholm durante muchos años. Pero se crió aquí.

– ¿Y vive en Stenvik todo el año?

– Ahora sí. Yo dejé la casa de verano, pero Astrid, al enviudar, hizo lo contrario. Se mudó a la suya -Gerlof abrió la puerta; al inclinarse le dolieron las articulaciones y suspiró-. Pero ella está más en forma que yo, claro.

Gerlof sacó las piernas, pero Julia tuvo que rodear el coche y ayudarle a apearse. Le dio las gracias con un asentimiento de la cabeza y juntos se dirigieron a la casa.

Gerlof miró alrededor.

– Siempre que regreso a Stenvik hago como si en todas las casas viviera gente durante todo el año. A veces me parece que las cortinas se mueven. Veo sombras paseando por el camino, miro de reojo y capto pequeños movimientos… Los fantasmas se ven mejor por el rabillo del ojo.

Julia no respondió.

Abrió la puerta de madera del muro bajo de piedra. El jardín estaba vacío, pero tenía muebles.

En una terraza de piedra caliza ante la casa había cuatro sillas de plástico alrededor de una mesa también de plástico, y a su lado un pequeño enano de porcelana con caperuza verde contemplaba la bahía con una sonrisa afectada.

Se oyeron excitados ladridos de perro desde la casa antes de que llegaran a la entrada y llamaran al timbre.

– ¡Silencio, Willy! -gritó una voz de mujer, pero el perro no se tranquilizó.

Cuando la puerta se abrió, se lanzó como un pequeño rayo blanco y marrón contra las piernas de Julia y Gerlof, que tuvo que sujetarse a su hija para no perder el equilibrio.

– ¡Tranquilo, tontorrón! -gritó Astrid de nuevo.

Se encontraba en el umbral de la puerta, bajita y con el pelo blanco, y atractiva a los ojos de Gerlof.

– Hola, Astrid.

Ella cogió la correa del fox terrier, lo sujetó y alzó la vista.

– Hola, Gerlof, ¿has vuelto a casa? -Luego divisó a Julia y preguntó rápidamente-: Vaya, ¿tienes una nueva novia?

Aunque el sol brillaba débilmente, el viento otoñal que soplaba en la isla era constante y helador. Aun así Astrid Linder sirvió el café en la terraza, buscó una manta con la que tapar a Gerlof y ella se puso un grueso jersey verde de lana.