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Éste era el primer pensamiento que figuraba en la libreta:

«MEJOR ES EL QUE TARDE SE ENCOLERIZA QUE EL FUERTE; Y EL QUE SE ENSEÑOREA DE SU ESPÍRITU, QUE EL QUE TOMA UNA CIUDAD.»

Era una máxima memorable del capítulo decimosexto de los Proverbios. Gerlof había comenzado a leer la Biblia cuando era niño, y desde entonces no había dejado de hacerlo.

«PAGAR LOS RECIBOS MENSUALES.»

«JULIA LLEGA EL MARTES POR LA TARDE.»

«HABLAR CON ERNST»

No tenía que pagar los recibos del teléfono, el periódico, la mensualidad de la residencia de Marnäs y el mantenimiento de la tumba de Ella, su mujer, hasta la semana siguiente.

Y Julia estaba en camino, al fin había prometido que vendría. Eso no debía olvidarlo. Esperaba que pudiera quedarse un tiempo en Öland. Pese a los años que habían pasado la pena aún la atormentaba, y él quería quitársela.

El último recordatorio era igual de importante y también tenía que ver con Julia. Ernst había sido cantero en Stenvik, y era de los pocos que seguían viviendo allí todo el año. Él, Gerlof y el amigo de ambos, John, hablaban por teléfono todas las semanas. A veces se sentaban a la hora de las sombras y se contaban viejas historias, algo que Gerlof apreciaba aunque en general ya las conociera.

Pero unos meses atrás, una noche Ernst había llegado a la residencia de Marnäs con una nueva historia sobre el asesinato de Jens, el nieto de Gerlof.

Éste no estaba en absoluto preparado para escucharla -en realidad no quería pensar en el pequeño Jens-, pero su amigo se sentó en la cama e insistió en contarla.

– He estado pensando en lo que sucedió -dijo en voz baja.

– Vaya -respondió Gerlof, que estaba sentado al escritorio.

– No creo que tu nieto se metiera en el mar y se ahogara -continuó Ernst-. Me parece que se adentró en la niebla que cubría el lapiaz. Y que ahí se encontró con su asesino.

– ¿Su asesino? -repitió Gerlof.

Ernst hizo una pausa, con las callosas manos cruzadas sobre sus rodillas.

– ¿Quién? -inquirió Gerlof.

– Nils Kant -dijo Ernst-. Creo que el que apareció entre la niebla fue Nils Kant.

Gerlof escudriñó a su amigo, pero la mirada de Ernst era seria.

– Creo que fue eso lo que ocurrió en realidad -insistió-. Nils Kant regresó a casa del mar, o de donde fuera que estuviese, y causó una desgracia más.

En aquella ocasión no dijo nada más. Una breve historia de la hora de las sombras, que Gerlof no pudo olvidar. Esperaba que Ernst regresara pronto y prosiguiera con el relato.

Continuó hojeando la libreta. Había anotado muchos menos pensamientos que tareas, y pronto llegó al final.

La cerró. No tenía mucho más que hacer en el escritorio, no obstante permaneció sentado y observó los abedules mecerse en la oscuridad. Le recordaron vagamente a las velas agitadas por el viento. No le resultó difícil relacionar ese pensamiento con la imagen de él mismo en cubierta, sacudido por un viento otoñal como aquél. La costa ölandesa se mecía pausadamente, ya fuera un primer plano de rocas y casas o la sencilla línea oscura del horizonte. Mientras evocaba esa imagen, de repente sonó el teléfono que tenía sobre el escritorio.

En la silenciosa habitación el sonido resultó muy fuerte y agudo. Gerlof lo dejó sonar una vez más. A menudo adivinaba quién le llamaba pero esta vez no estaba seguro.

Levantó el auricular después de la tercera señal.

– Davidsson.

Nadie respondió.

Al otro lado de la línea se oía un constante zumbido de electrones o de algo que revoloteaba alrededor del cable telefónico, pero quien sostenía el auricular no dijo esta boca es mía.

Pese a todo, Gerlof creyó saber lo que quería su interlocutor.

– Soy Gerlof -dijo al auricular-, y la he recibido. Si es que llamas por lo de la sandalia.

Le pareció oír una leve respiración.

– Me llegó hace unos días por correo -añadió.

Silencio en el auricular.

– Creo que la enviaste tú -prosiguió Gerlof-. ¿Por qué?

Sólo silencio.

– ¿Dónde la encontraste?

En el auricular sólo se oía un zumbido. Cuando Gerlof hubo apretado lo bastante el teléfono al oído, comenzó a sentirse como si estuviera sentado solo en el universo y escuchara el silencio del oscuro espacio. O del mar.

Después de treinta segundos alguien tosió.

Luego se oyó un clic. Habían colgado el auricular.

3

Lena Lundqvist, la hermana mayor de Julia, agarraba con fuerza las llaves y observaba el coche, sólo el coche. Le lanzó una rápida mirada a Julia, pero luego volvió la vista al automóvil que compartían.

Era un pequeño Ford rojo. Aunque no era nuevo, la pintura aún relucía y tenía buenos neumáticos. Estaba aparcado en la calle junto a la entrada de la alta casa de ladrillo que Lena y su marido poseían en Torslanda; el gran jardín carecía de vistas al mar pero estaba tan cerca de él que a Julia le pareció percibir el aroma de agua salada en el aire. Oyó unas risas agudas a través de una ventana entreabierta y dedujo que los niños estaban en casa.

– En realidad no deberíamos prestártelo… ¿Cuándo condujiste por última vez? -preguntó Lena.

Aún sujetaba las llaves del coche en una mano con el brazo cruzado con fuerza sobre el pecho.

– El verano pasado -contestó Julia, y añadió con inusitada rapidez, como una advertencia-. Pero es mi coche… por lo menos la mitad.

En la calle soplaba un viento frío y húmedo proveniente del mar. Lena sólo llevaba una ligera chaqueta de lana y una falda, pero no le pidió a Julia que entrara a la casa caldeada para seguir la conversación, aunque de haberlo hecho ella no habría aceptado. Seguro que Richard estaba dentro, y no tenía ningunas ganas de verlo, y a sus hijos adolescentes menos.

Richard era una especie de jefe, o mejor dicho, de alto directivo en Volvo. Tenía, por supuesto, coche de empresa, al igual que Lena, que era directora de una escuela en Hisingen. Ambos habían tenido mucha suerte.

– No lo necesitas -añadió Julia con voz firme-. Lo tenías sólo mientras yo… cuando no quería conducir.

Lena miró de nuevo el coche.

– Sí, sí, pero la hija de Richard viene por aquí cada quince días, y a ella le gusta…

– Pagaré toda la gasolina -la interrumpió Julia.

No le tenía miedo a su hermana mayor, nunca se lo había tenido, y ahora había decidido ir a Öland.

– Lo sé, no es eso -repuso Lena-. Pero no me parece bien. Además, está lo del seguro. Richard dice…

– Sólo iré a Öland -dijo Julia-. Y luego regresaré a Gotemburgo.

Lena alzó la mirada hacia la casa; había luz tras las cortinas de casi todas las ventanas.

– Gerlof quiere que vaya a verlo -prosiguió Julia-. Ayer hablé con él.

– Pero ¿por qué quiere que vayas ahora? -quiso saber Lena, y continuó sin esperar respuesta-. ¿Y dónde vivirás? No te puedes quedar con él en la residencia; por lo que sé, no hay cuarto de invitados. Y hemos cerrado la casa de verano y el cobertizo de Stenvik durante la temporada…

– Ya encontraré algo -apuntó Julia rápidamente, y luego se dio cuenta de que no sabía dónde iba a alojarse. No había pensado en ello-. Entonces, ¿me lo puedo llevar?

Presentía que su hermana estaba a punto de rendirse y quería una respuesta rápida antes de que Richard saliera y ayudara a su mujer a aplazar el préstamo del coche.

– Bueno… -respondió Lena-. Llévatelo. Pero antes voy a sacar unas cosas.

Fue hasta el coche, lo abrió y cogió unos papeles, un par de gafas de sol y media tableta de chocolate Marabou.