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– Ahora no hay mucha gente por aquí -comentó mientras la chica sacaba los pasteles del mostrador acristalado-. En otoño, quiero decir.

– No -respondió ella sin sonreír.

– ¿Te gusta vivir aquí? -preguntó Julia.

La muchacha meneó la cabeza.

– A veces. Pero no hay nada que hacer. Borgholm sólo tiene vida en verano.

– ¿Quién piensa eso?

– Todos lo piensan -dijo la chica-. La gente de Estocolmo sobre todo. -Metió los pasteles en una caja y se la tendió-. Dentro de poco me mudaré a Kalmar -añadió-. ¿Algo más?

Julia negó con la cabeza. Le podría haber dicho que cuando ella era adolescente también había trabajado en Borgholm, en un café junto al puerto, y que también se había sentido aburrida esperando a que la vida comenzara. De pronto tuvo ganas de hablar de Jens, de su pena y de la esperanza que la había impulsado a regresar. Una pequeña sandalia en un sobre.

No dijo nada. En la pastelería reinaba un silencio apenas interrumpido por el susurro de un ventilador.

– ¿Eres una turista? -preguntó la chica.

– Sí… No -respondió Julia-. Voy a pasar unos días en Stenvik; mi familia tiene una casa allí.

– Ahora allí arriba es como Norrland -le dijo la chica al devolverle el cambio-. Casi todas las casas están vacías. No se ve un alma, por mucho que una quiera.

El reloj marcaba las tres y media de la tarde cuando Julia salió de la pastelería y miró alrededor. Borgholm estaba prácticamente desierta. Una docena de personas andando por la calle, unos pocos coches que circulaban a la mínima velocidad posible, y poco más. Sobre la ciudad, las ruinas del enorme castillo vigilaban desde las negras cuencas de sus ventanas.

Soplaba un viento frío mientras Julia regresaba al coche. El silencio era casi aterrador.

Pasó junto a un gran tablón de anuncios con carteles pegados unos encima de otros: películas americanas de acción en el cine de Borgholm, conciertos de rock en las ruinas del castillo y diferentes cursos nocturnos. Los carteles estaban descoloridos por el sol y tenían los bordes carcomidos por el viento.

Era la primera vez que Julia visitaba como adulta la isla en esa época del año. En temporada baja, cuando Öland se ralentizaba. Se dirigió al coche.

«Ya voy, Jens.»

Al norte de la ciudad, la yerma llanura de hierba del lapiaz se extendía a ambos lados de la carretera. Ésta se adentraba poco a poco desde la costa hacia el interior y entraba en línea recta en el llano paisaje, donde habían recogido gneis redondos y cubiertos de liquen de las tierras de labranza para construir largos y bajos muros. Éstos formaban colosales dibujos en el lapiaz.

Julia sintió un poco de agorafobia bajo el inmenso cielo y le entraron una ganas locas de beberse una copa de vino, un deseo que aumentó a medida que fue acercándose a Stenvik. Todos los días se proponía dejar de beber en casa, y nunca lo hacía si tenía que conducir, pero en ese páramo las botellas de vino que llevaba en la bolsa constituían su única compañía de interés. Le habría gustado encerrarse en algún lugar y dedicarles toda su atención hasta que estuvieran vacías.

De camino al norte se cruzó con un par de vehículos: un autobús y un tractor. Pasó junto a letreros amarillos con el nombre de pequeños pueblos y granjas a un lado de la carretera, nombres que recordaba de sus viajes anteriores. Podía recitarlos de memoria, como una canción infantil. Apenas había pasado por allí en los últimos años. Para sus padres, en verano sólo había existido Stenvik y la casita de campo que habían construido a finales de la década de 1940, muchos años antes de que los turistas descubrieran el pueblo. Otoño, invierno y primavera en Borgholm, pero para Julia el verano siempre había sido Stenvik. Antes de ir a Marnäs a ver a Gerlof quería visitar el pueblo de nuevo. Allí la esperaban tristes recuerdos, pero también muchos buenos. Recuerdos de largos y cálidos días de verano.

Vio la señal amarilla a lo lejos: Stenvik I, y debajo la palabra «CAMPING» tachada con cinta aislante negra. Frenó y torció siguiendo el camino vecinal, alejándose del lapiaz en dirección al estrecho.

Después de quinientos metros apareció el primer grupo de casas de verano; estaban todas cerradas y tenían echados los estores blancos en las ventanas. Más allá se encontraba el quiosco, que era el punto de reunión de los vecinos durante el verano. Habían retirado los carteles, anuncios y banderines de delante, y las ventanas estaban cubiertas con placas de madera. Al lado había un letrero que señalaba el camping y un minigolf con pistas cubiertas por grandes lonas verdes. Recordó que un amigo de Gerlof regentaba el camping.

El camino vecinal continuaba hasta el mar, torcía a la derecha por el cantil sobre la playa y seguía hacia el norte, con más casas de verano cerradas y alineadas en su lado este. Al otro lado se extendía la playa cubierta de piedras; pequeñas olas rizaban la superficie del mar a lo lejos, en el estrecho.

Julia condujo despacio al pasar junto al viejo molino, que se encontraba por encima del agua sobre sus gruesos pies de madera. Llevaba allí abandonado en la roca a una docena de metros de la playa desde que Julia podía recordar, pero ahora había perdido casi toda la pintura roja y se veía gris; de las aspas sólo quedaba una cruz de resquebrajados listones de madera.

Un centenar de metros más allá del molino se encontraba el cobertizo de la familia Davidsson. Se veía bien cuidado con sus paredes de madera roja, ventanas blancas y el tejado negro de brea. Alguien lo había pintado hacía poco. ¿Lena y Richard, quizá?

Julia recordaba una escena de verano: Gerlof reparaba su larga red sentado en un taburete frente al cobertizo y Lena, sus primos y ella corrían por la playa con el penetrante olor a brea en las fosas nasales.

Pero ese día Gerlof había estado en el cobertizo limpiando la red de las platijas. Ese día. Desde entonces a Julia había dejado de gustarle su pesca.

No había nadie en el cobertizo. La hierba seca se agitaba al viento. Vio una barca de remos verde volcada de lado sobre la hierba junto a la casa: era la vieja barca de Gerlof. Su casco estaba tan deteriorado que Julia entrevió nítidas estrías de luz entre los tablones superiores.

Apagó el motor pero no salió del coche. Ni los zapatos ni la ropa que llevaba eran adecuados para el viento otoñal ölandés; además, observó un travesaño con un gran candado en la puerta del cobertizo. Los estores estaban echados tras las pequeñas ventanas, como en el resto de casas de la aldea.

Stenvik aparecía desierto. Bastidores, todo eran bastidores para un teatro de verano. Una obra sombría, al menos por lo que respectaba a Julia.

Bueno. Sólo le quedaba por ver la casa de Gerlof, la casa de campo. La había construido él mismo en un antiguo terreno de la familia. Arrancó el coche y continuó por el camino vecinal hasta llegar a una bifurcación. Tomó a la derecha, de regreso hacia el interior de la isla. Bajas arboledas protegían las pocas casas cerradas durante el invierno, pero, a causa del viento constante, todos los árboles se inclinaban ligeramente en dirección opuesta a la playa.

En un gran jardín a la derecha del camino, detrás de altos arbustos, se erguía una gran casa de madera amarilla que parecía estar a punto de derrumbarse. Tenía las paredes desconchadas y las tejas partidas y cubiertas de musgo. Julia no recordaba a los propietarios de esa casa, ni que el jardín hubiera estado alguna vez bonito y bien cuidado.

Entre los árboles de la derecha discurría un sendero de entrada, en cuyo centro crecía una franja de hierba amarillenta que llegaba hasta la rodilla. Julia reconoció la entrada, giró y detuvo el vehículo. Se puso el abrigo y salió del coche al aire gélido, que le pareció saludable y repleto de oxígeno.