Anne Rice
La Hora Del Angel
Título originaclass="underline" Angel Time
Año publicación: 2010 (2009)
Traducción por: Francisco Rodríguez de Lecea
Dedico esta novela a Christopher Rice,
Karen O’Brien, Sue Tebbe y Becket Ghioto,
y a la memoria de mi hermana,
Alice O’Brien Borchardt
Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos.
Mateo, 18:10
Del mismo modo, os digo, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.
Lucas, 15:10
Que Él dará orden sobre ti a sus ángeles
de guardarte en todos tus caminos.
Te llevarán ellos en sus manos,
para que en piedra no tropiece tu pie.
Salmo 91:11-12
1 Sombras de desesperación
Hubo presagios funestos desde el principio.
Lo primero, yo no quería hacer un trabajo en la Posada de la Misión. Estaba dispuesto a cumplir en cualquier otro lugar, pero no en la Posada de la Misión. Y en la suite nupcial además, precisamente en esa habitación, mi habitación. Mala suerte, peor que mala, pensé.
Desde luego, mi jefe, el Hombre Justo, no tenía forma de saber, cuando me asignó el encargo, que la Posada de la Misión era el lugar adonde iba cuando no quería ser Lucky el Zorro, cuando no quería ser su sicario.
La Posada de la Misión formaba parte del minúsculo mundo en el que yo no llevaba disfraz. Cuando estaba allí era sencillamente yo mismo, metro noventa y cinco de estatura, cabello rubio corto, ojos grises…, una persona similar a tantas otras que no se parecía a nadie en particular. Cuando estaba allí no me molestaba en alterar el tono de voz ni llevaba las gafas de sol de rigor que ocultaban mi identidad en cualquier lugar que no fuese el apartamento y el barrio donde vivía.
Sólo era quien soy cuando iba allí, aunque en realidad no era nadie salvo el hombre que llevaba todos esos complicados disfraces cuando hacía lo que el Hombre Justo me había encargado que hiciese.
De modo que la Posada de la Misión me pertenecía, constituía el signo de lo que yo era, y lo mismo ocurría con la suite nupcial, llamada suite Amistad, bajo la cúpula. Y ahora me pedían que quemara aquel lugar. No para nadie en particular, a excepción de mí mismo, claro. Yo nunca habría hecho nada que pudiese perjudicar a la Posada de la Misión.
Era una tarta gigantesca, una quimera en forma de edificio donde solía refugiarme. Un lugar extravagante y laberíntico que abarcaba dos manzanas de la ciudad y en el que yo pretendía, durante uno, dos o tres días, que no me buscaran ni el FBI, ni la Interpol, ni el Hombre Justo. Un lugar en el que podía perderme y, de paso, perder mi conciencia.
Hacía mucho tiempo que Europa se había convertido en peligrosa para mí a causa del aumento de la seguridad en todos los controles y el hecho de que los organismos policiales que soñaban con atraparme habían decidido que yo estaba implicado en todos los asesinatos sin resolver que guardaban en sus archivos.
Si me apetecía encontrar la atmósfera que tanto amaba en Siena o en Asís, o en Viena o Praga, o en todos los demás lugares que ya no podía visitar, me iba a la Posada de la Misión. No era ninguno de aquellos lugares, es cierto, pero me proporcionaba un refugio único y me restituía con espíritu renovado a mi mundo estéril.
No se trataba del único lugar donde yo no era nadie en absoluto, pero sí del mejor, y también el que visitaba con mayor frecuencia.
La Posada de la Misión no estaba lejos de donde yo «vivía», por decirlo de algún modo. Y solía acudir allí, como llevado por un impulso, en cualquier momento en que pudieran darme mi suite. Me gustaban mucho las demás habitaciones, en particular la suite del Posadero, pero valía la pena ser paciente y esperar a que la suite Amistad estuviera libre. A veces me llamaban a uno de mis muchos teléfonos móviles para informarme de que la suite estaba libre para mí.
En ocasiones pasaba una semana entera en la Posada de la Misión. Llevaba conmigo el laúd y me entretenía tocándolo. Y siempre tenía un montón de libros para leer, por lo general de historia. Volúmenes sobre la Edad Media y las edades oscuras, o sobre el Renacimiento, o la Roma antigua. Leía durante horas en la suite Amistad, y me sentía extrañamente a salvo y seguro.
Desde la Posada iba a lugares especiales.
A menudo, sin disfraz, conducía hasta la cercana Costa Mesa para escuchar a la orquesta Pacific Symphony. Me gustaba el contraste, pasar de las arcadas de estuco y las campanas herrumbrosas de la Posada al enorme milagro de plexiglás de la sala de conciertos Segerstrom, con el coqueto Café Rouge en el primer piso.
Detrás de aquellos luminosos y ondulantes ventanales el restaurante parecía flotar. Y, en efecto, cuando comía allí me sentía como si flotase en el espacio y en el tiempo, lejos de todo lo feo y lo malo, dulcemente solo.
Acababa de oír Laconsagración de la primavera, de Stravinsky, en la sala de conciertos. Me gustó. Me gustó su locura palpitante. Me hizo recordar la primera vez que la escuché, diez años atrás, la noche en que conocí al Hombre Justo. Esta vez me llevó a pensar en mi propia vida y en cuánto había ocurrido desde entonces, vagando por el mundo a la espera de aquellas llamadas al teléfono móvil que siempre significaban que alguien había sido señalado, y que yo tenía que dar con él.
Nunca maté a mujeres, lo que no significa que no lo hubiera hecho antes de convertirme en vasallo del Hombre Justo, o en su siervo, o en su paladín, depende de cómo lo vea cada cual. Él me consideraba su paladín. A mí, en cambio, nuestra relación me parecía bastante más siniestra, y durante aquellos diez años nunca llegué a acostumbrarme a ella.
Muchas veces conducía desde la Posada de la Misión hasta la misión de San Juan Capistrano, más al sur y próxima a la costa, otro lugar secreto en el que me sentía desconocido y en ocasiones incluso feliz.
Ahora bien, la de San Juan Capistrano es una misión auténtica, todo lo contrario de la Posada de la Misión, que constituye un tributo a la arquitectura y la herencia de las misiones. Pero San Juan Capistrano lo es de verdad.
En Capistrano paseaba por la enorme plaza ajardinada y los claustros abiertos, y visitaba la estrecha y oscura capilla Serra, el más antiguo oratorio católico consagrado en el estado de California.
Me gustaba ese lugar. Me gustaba que fuera el único santuario en toda la costa donde había celebrado la misa el beato fray Junípero Serra, el gran franciscano. Podía haber dicho la misa en muchas otras capillas de otras tantas misiones. Seguramente lo había hecho. Pero ésta era la única de la que todo el mundo tenía plena certeza.
En ocasiones, tiempo atrás, conduje hacia el norte para visitar la misión de Carmel, contemplar la pequeña celda que supuestamente había ocupado fray Junípero Serra, y meditar acerca de su sencillez: la silla, la cama estrecha, la cruz en la pared. Era todo lo que un santo necesita.
Por supuesto, también estaba San Juan Bautista, con su refectorio y su museo…, y todas las demás misiones que con tanto esfuerzo habían sido restauradas.
Cuando era niño, durante un tiempo quise ser monje, dominico para ser más preciso, y las misiones californianas de dominicos y franciscanos se confundían en mi mente porque las dos eran órdenes mendicantes. Yo las respetaba por igual, y una parte de mí pertenecía a aquel antiguo sueño.
Todavía leía libros de historia sobre los franciscanos y los dominicos. Tenía una antigua biografía de santo Tomás de Aquino, que guardaba desde mis días de escolar, cubierta de viejas anotaciones. Leer historia siempre me calmaba, me permitía sumirme en épocas pretéritas y, por lo tanto, seguras. Lo mismo me ocurría con las misiones. Eran islas al margen de nuestro tiempo.