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Se limitó a reír sin ruido para sí mismo y mantuvo los ojos fijos en la carretera. Al cabo de un momento, dijo:

– Vas a ciento ochenta kilómetros por hora. Te van a parar.

– ¿Aseguras o no que eres un ángel?

– Claro que soy un ángel -respondió, mirando todavía al frente-. Ve más despacio.

– ¿Sabes? He leído un libro sobre ángeles hace poco -le dije-. ¿Sabes? Me gusta esa clase de libros.

– Sí, tienes una biblioteca considerable sobre temas en los que no crees y que ya no consideras sagrados. Y fuiste un buen chico cuando estabas en el colegio de los jesuitas.

De nuevo me quedé sin aliento.

– Oh, eres un asesino de cuidado cuando me tiras todo eso a la cara -dije-, sí, eso es lo que eres.

– No he sido nunca un asesino y nunca lo seré -dijo en tono calmado.

– ¡Eres un cómplice post facto!

De nuevo rio sin voz.

– De haber querido impedir el crimen, lo habría hecho -dijo-. Recuerda que has leído que los ángeles son en esencia mensajeros, la personificación de la función que ejercen, por así decirlo. Eso no ha debido de sorprenderte, pero lo que sí es una sorpresa para ti es que me hayan enviado a ti como mensajero.

Un embotellamiento de tráfico nos obligó a circular más despacio, después a ir a paso de tortuga, y finalmente a detenernos. Lo miré a los ojos.

La calma descendió sobre mí, pero me di cuenta de que sudaba bajo la fea chaquetilla verde que llevaba, y sentía aún inseguras mis piernas, con un temblor en el pie que apretaba el pedal del freno.

– Te diré lo que sé de ese libro sobre los ángeles -dije-. Tres de cada cuatro veces intervienen en incidentes de tráfico. ¿Qué es exactamente lo que hacíais los de tu clase antes de que se inventaran los automóviles? La verdad es que cerré el libro haciéndome esa pregunta.

Se echó a reír.

Detrás de mí sonó un bocinazo. El tráfico se movía, y lo mismo hicimos nosotros.

– Es una pregunta perfectamente legítima -dijo-, sobre todo después de haber leído ese libro en particular. No importa lo que hacíamos en el pasado. Lo que importa ahora es lo que podemos hacer tú y yo juntos.

– Y no tienes ningún nombre.

De nuevo íbamos deprisa, pero no corrí más que los otros coches situados como yo en el carril izquierdo.

– Puedes llamarme Malaquías -dijo con amabilidad-, pero te aseguro que ningún serafín del cielo te dirá nunca cuál es su verdadero nombre.

– ¿Un serafín? ¿Me estás diciendo que eres un serafín?

– Te quiero para un encargo especial, y te ofrezco una oportunidad de emplear todas las habilidades que posees para ayudarme, y para ayudar a las personas que justo en este momento están rezando para que intervengamos.

Me quedé estupefacto. Sentí el impacto de sus palabras como el escalofrío de la brisa en el momento en que, cerca ya de Los Ángeles, nos aproximamos a la costa.

«Es un invento tuyo. Choca con el terraplén. No hagas el bobo por algo que ha surgido de tu propia mente enferma.»

– No soy un invento tuyo -dijo-. ¿No ves lo que ocurre?

La desesperación amenazaba ahogar mis propias palabras.

«Es un engaño. Tú has matado a un hombre. Mereces la muerte y el olvido que te aguarda.»

– ¿Olvido? -murmuró el extraño. Alzó la voz contra el viento-. ¿Crees que te aguarda el olvido? ¿Crees que no vas a volver a ver a Emily y Jacob?

«¿Emily y Jacob?»

– ¡No me hables más de ellos! -dije-. Cómo te atreves a mencionarlos. No sé quién eres, o lo que eres, pero no me los menciones. Si sólo eres producto de mi imaginación ¡desaparece!

Esta vez su risa tuvo un temblor de inocencia.

– ¿Por qué no he sabido que las cosas irían de este modo contigo? -dijo. Extendió una de sus manos suaves y la colocó blandamente en mi hombro. Parecía melancólico, triste y como perdido en sus pensamientos.

Yo fijé la vista en la carretera.

– Estoy perdido -dije. Nos dirigíamos al centro de Los Ángeles, y en pocos minutos tomaríamos la salida que me llevaría al garaje en el que guardaba la camioneta.

– Perdido -dijo, como si reflexionara. Parecía observar lo que nos rodeaba, los terraplenes cubiertos de enredaderas y los rascacielos de cristal-. Ésa es precisamente la cuestión, mi querido Lucky. Si me crees, ¿qué sales perdiendo?

– ¿Cómo has averiguado lo de mi hermano y mi hermana? -le pregunté-. ¿Cómo has sabido sus nombres? Has encontrado algunas conexiones, y quiero saber cómo lo has hecho.

– ¿Lo que sea salvo la explicación más simple? Soy lo que he dicho que soy. -Suspiró. Fue exactamente el mismo suspiro que oí en la suite Amistad, junto a mi oído. Cuando volvió a hablar, su voz era acariciadora-. Conozco tu vida entera desde la época en que estabas en el seno de tu madre.

Eso era más de lo que podía haber previsto nunca, y de pronto vi con toda claridad, con una claridad sobrenatural, que me encontraba más allá de lo que nunca pude imaginar.

– ¿Estás aquí en realidad?

– Estoy aquí para decirte que todo puede cambiar para ti. Estoy aquí para decirte que puedes dejar de ser Lucky el Zorro. Estoy aquí para conducirte a un lugar donde podrás empezar a ser la persona que podías haber sido… de no haber ocurrido ciertas cosas. Estoy aquí para decirte…

Se interrumpió. Habíamos llegado al garaje, y después de pulsar el mando remoto para abrir la puerta, dejé la camioneta en la seguridad y el silencio del interior.

– ¿Qué…, decirme qué? -dije. Estábamos frente a frente, y él se envolvía en una calma que mi miedo no podía penetrar.

El garaje estaba a oscuras, iluminado sólo por una claraboya sucia y por la luz que entraba por la puerta abierta que habíamos cruzado. Era un espacio amplio y oscuro lleno de refrigeradores y armarios y pilas de ropa que podría utilizar en futuros trabajos.

De pronto me pareció un lugar sin sentido, un lugar que podría dejar atrás con alegría y sin titubeos.

Conocía esa clase de euforia. Era parecida a lo que sientes después de haber pasado mucho tiempo enfermo, y de pronto sientes la cabeza despejada y el cuerpo lleno de buenas sensaciones, y la vida vuelve a parecerte digna de ser vivida.

Estaba sentado a mi lado, muy quieto, y yo podía ver el reflejo de la luz en forma de pequeñas chispas en sus ojos.

– El Creador te ama -dijo en voz baja, casi como en sueños-. Estoy aquí para ofrecerte otro camino, un camino que si lo tomas te conducirá al amor.

Me quedé callado. Tenía que callar. No es que me sintiera agotado por la sensación aguda de alarma que se había apoderado de mí. Era más bien como si esa alarma se hubiera desvanecido. Y la simple belleza de aquella posibilidad me paralizaba, como podía haberme paralizado la vista de los geranios de pensamiento, o la de la hiedra que trepaba por el campanario, o la ondulación de los árboles movidos por la brisa.

Vi todas esas cosas de pronto, agolpándose en mi mente en un torbellino frenético en aquel lugar oscuro y sombrío, que apestaba a gasolina, y no vi la penumbra que nos rodeaba. De hecho, me pareció que el garaje estaba ahora bañado en una luz pálida.

Salí despacio de la camioneta. Caminé hacia el fondo del garaje. Saqué del bolsillo la segunda jeringuilla y la dejé en el estante de las herramientas.

Me quité la fea chaquetilla verde y los pantalones, y los arrojé al enorme cubo de la basura, que estaba lleno de queroseno. Vacié el contenido de la jeringuilla en el bulto de la ropa, que empezaba a empaparse de combustible. Me quité los guantes. Encendí una cerilla y la tiré dentro del cubo.

Hubo un peligroso estallido de fuego. Arrojé también a las llamas las zapatillas de trabajo, y vi cómo se fundía el material sintético. También tiré la peluca, y me pasé las manos por mi propio cabello corto, aliviado. Las gafas. Seguía mirando por las gafas puestas. Me las quité, las rompí y las tiré también al fuego, que despedía un calor intenso. Todos los objetos eran de materiales sintéticos y se fundían hasta desaparecer entre las llamas. Pude olerlos. Al cabo de muy poco tiempo, todo había desaparecido. Sin duda, el veneno se había evaporado por completo.