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Había querido mucho a sus abuelas, mujeres robustas que habían parido ocho hijos cada una, cariñosas, tiernas y con manos encallecidas. Pero murieron cuando Toby era muy joven, porque sus padres eran los benjamines de las dos familias.

Esas abuelas estaban consumidas por las vidas que habían llevado y su fin fue rápido y casi enteramente desprovisto de dramatismo, en una habitación de hospital.

Pero tuvieron funerales gigantescos, repletos de primos y de flores y de llanto porque aquella generación, la generación de las familias extensas, estaba desapareciendo de Norteamérica.

Toby nunca olvidó a todos sus primos, la mayoría de los cuales llevaban vidas prósperas sin haber cometido ningún crimen ni pecado. Pero más o menos a los diecinueve años de edad, se apartó por completo de todos ellos.

Y, sin embargo, de vez en cuando investigaba en secreto la profusión de bodas, y utilizaba sus habilidades informáticas para seguir de cerca las impresionantes carreras de los abogados, jueces y sacerdotes que tenían algún grado de parentesco con él. Había jugado mucho con aquellos primos cuando era un niño pequeño, y no podía olvidar del todo a las abuelas que los criaron a todos juntos.

Había sido mecido por sus abuelas, de vez en cuando, en una gran mecedora de madera que fue vendida a un trapero mucho después de que hubieran muerto. Había oído sus viejas canciones antes de que abandonaran el mundo. Y a veces canturreaba para sí mismo alguna estrofa. «¡Mira, ve, a Marjory Daw, escondida detrás del coche de vapor!», o la melodía suave y pegadiza de: «Corre y di a la tía Rhodie, corre y di a la tía Rho, que la oca gris ha muerto, y con sus plumas hará un colchón para el Gordito.»

Y también estaban las canciones de los negros, que los blancos se habían apropiado.

«Vamos, cariño, ¿no vas / a jugar en tu propio patio? / No me importa lo que diga / el chico blanco. / Porque tú tienes un alma / blanca como la nieve, / así lo dice el Señor.»

Eran canciones de un pensil espiritual existente antes de que las abuelas marcharan del mundo, y a sus dieciocho años Toby volvió la espalda a todo su pasado, a excepción de las canciones, por supuesto, y de la música.

Diez años atrás, a la edad de dieciocho, abandonó ese mundo para siempre.

Desapareció sencillamente en la niebla para quienes lo conocían, y aunque ninguno de aquellos chicos y chicas o tías y tíos lo culpó por haberse ido, se quedaron sorprendidos y confusos.

Lo imaginaban, con razón, como un alma perdida en algún lugar. Llegaron a pensar que se había vuelto loco, que era un vagabundo, un imbécil que mendigaba lloriqueando para poder comer. El hecho de que se hubiera llevado consigo una maleta con ropas y su precioso laúd les dio esperanzas, pero nunca volvieron a verlo ni a oír hablar de él.

Una o dos veces a lo largo de aquellos años lo buscaron, pero como buscaban a Toby O’Dare, un chico con un diploma de la escuela de los jesuitas y que tocaba el laúd con el arte de un profesional, nunca tuvieron la menor oportunidad de encontrarlo.

Uno de sus primos escuchaba con mucha frecuencia una cinta que había grabado de Toby cuando tocaba en una esquina de la calle. Pero Toby no lo sabía: posiblemente no tenía modo de saberlo, y por eso nunca fue consciente de aquella amistad en potencia.

Uno de sus antiguos profesores en el instituto de los jesuitas llegó incluso a preguntar en todos los conservatorios de música de Estados Unidos por un Toby O’Dare, pero ningún Toby O’Dare se había matriculado en ninguna de aquellas instituciones.

Podréis deciros que alguien de la familia lamentó la pérdida de la peculiar música suave de Toby O’Dare, y también la pérdida de aquel muchacho que amaba tanto su instrumento renacentista que se paraba a explicar, a cualquiera que le preguntara, todo lo relacionado con él, y la razón por la que prefería tocarlo en la esquina de la calle, en lugar de empuñar la guitarra eléctrica tan preciada de las estrellas del rock.

Creo que seguís mi argumento: la familia era de buena cepa, los O’Dare, los O’Brien, los McNamara, los McGowen, y todos los que emparentaron con ellos por matrimonio.

Pero en todas las familias hay malas personas, y personas débiles, y algunas personas que no consiguen superar las pruebas de la vida y fracasan con estrépito. Sus ángeles custodios lloran; los demonios que los observan bailan de alegría.

Pero sólo el Creador decide en último término qué es lo que va a ser de ellos.

Así ocurrió con la madre y el padre de Toby.

Tanto una línea como la otra habían legado a Toby cualidades magníficas: el talento musical unido al amor por la música era sin duda el don más destacado. Pero Toby también había heredado una inteligencia aguda, y un raro e irreprimible sentido del humor. Poseía una imaginación poderosa que le permitía trazar planes, y soñar. Y una tendencia mística que a veces se apoderaba de él. La fuerte vocación de ser un monje dominico, que sintió a los doce años, no se esfumó con facilidad al aparecer las ambiciones mundanas, como le habría ocurrido a cualquier otro adolescente.

Toby nunca dejó de ir a la iglesia durante los años más duros del instituto, y aunque tuvo tentaciones de saltarse la misa dominical, tenía que pensar en su hermano y su hermana, y no podía dejar de darles un buen ejemplo.

De haberle sido posible retroceder en el tiempo cinco generaciones y ver cómo sus antepasados estudiaban la Torá noche y día en las sinagogas de Europa Central, tal vez no habría llegado a ser el asesino en que se convirtió. De haber podido ir más allá incluso para ver a otros ancestros suyos pintando murales en Siena, Toscana, tal vez habría tenido más valor para luchar por sus proyectos más queridos.

Pero no tenía idea de que hubieran existido esas personas, ni de que por el lado materno, varias generaciones atrás, había habido clérigos ingleses mártires de su fe en la época de Enrique VIII, o de que su bisabuelo por parte paterna quiso ser sacerdote, pero no alcanzó las calificaciones escolares que lo habrían hecho posible.

Casi ningún mortal sobre la tierra conoce su ascendencia antes de las llamadas Edades Oscuras, y sólo las grandes familias pueden penetrar en las espesas capas del tiempo para extraer de ellas una serie de ejemplos capaces de inspirarlas.

Y la palabra «inspirar» no habría sido inadecuada en el caso de Toby, porque en su oficio de sicario siempre se mostró inspirado. Y también como músico, antes de eso.

Sus éxitos como asesino se debieron en no escasa parte al hecho de que, alto y esbelto como era, y con las bellas facciones que lo adornaban, no tenía un aspecto especialmente parecido al de nadie.

A la edad de doce años había en sus facciones un sello permanente de inteligencia, y cuando estaba inquieto pasaba por su rostro una sombra fría, una mirada muy característica de desconfianza. Pero se desvanecía casi al instante, como si fuera algo que no quería reflejar, ni guardar en su interior. Tendía siempre a mostrarse tranquilo, y los demás casi siempre lo encontraban notable y atractivo.

Medía casi un metro noventa antes de graduarse en el instituto, y sus cabellos rubios se habían descolorido hasta adquirir un tono ceniciento, y sus ojos grises estaban llenos de concentración y de una leve curiosidad que no ofendía a nadie.

Apenas fruncía la frente, y cuando salía a pasear, simplemente a pasear en solitario, un observador casual podía verlo siempre vigilante, como alguien impaciente por que un avión aterrizara a tiempo, o que esperara con cierto nerviosismo una cita importante.

Si alguien lo asustaba, reaccionaba con resentimiento y disgusto, pero casi de inmediato superaba ese primer impulso. No quería ser una persona infeliz ni amargada, y aunque a lo largo de los años acumuló motivos para ambas cosas, se resistió a ellas con vigor.

Nunca bebió, en toda su vida. Era algo que odiaba.

Desde la infancia vistió con esmero, sobre todo porque los niños de la escuela a la que asistía vestían de ese modo y a él le gustaba parecerse a ellos, y no hacía remilgos a ponerse la ropa usada de sus primos, que incluía blazers azul marino combinados con pantalones claros, y polos de tonos pastel. Esas ropas venían a ser la imagen de marca que distinguía a los chicos de clase alta de Nueva Orleans, y él se empeñó en conocerla y cultivarla. También se propuso hablar como esos chicos, y poco a poco eliminó de su lenguaje los fuertes signos indicadores de la pobreza y las dificultades que siempre habían salpicado los reniegos, los lamentos chillones y las groseras amenazas de su padre. En cuanto a la voz de su madre, era agradable y desprovista de acento, y él fue quien más se aproximó en la familia a la forma de hablar de ella.