Volvamos a aquellos primeros años, cuando era aún Toby O’Dare, con un hermano y una hermana pequeños, Jacob y Emily; a la época en que luchaba por pasar curso en la escuela preparatoria más estricta de Nueva Orleans, con escolaridad completa por supuesto, al mismo tiempo que trabajaba hasta sesenta horas a la semana tocando música en la calle para alimentar a sus hermanos y a su madre, y vestirlos, y pagar un apartamento en el que nunca entró nadie a excepción de su familia.
Toby pagaba las facturas. Abastecía la nevera. Hablaba con el casero cuando los gritos de su madre no dejaban dormir al vecino. Era él quien limpiaba las vomitonas, y apagaba el fuego cuando la grasa se desbordaba de la sartén y caía en el hornillo de gas, y ella se caía hacia atrás con el pelo en llamas y dando aullidos.
Con otro marido, su madre podría haber sido tierna y cariñosa, pero su esposo fue a prisión cuando ella estaba embarazada del hijo menor, y nunca pudo superarlo. Era un policía que vivía de las prostitutas de las calles del Barrio Francés, y que había acabado muerto a cuchilladas por otro recluso.
Toby tenía sólo diez años cuando sucedió.
Durante años, ella bebía hasta emborracharse y se tendía en el suelo murmurando el nombre de su marido: «Dan, Dan, Dan.» Y nada de lo que pudiera hacer Toby la consolaba. Él le había comprado vestidos bonitos, y llevaba a casa cestos cargados de frutas o de dulces, y durante unos años antes de que los bebés fueran al jardín de infancia, ella casi nunca estaba borracha salvo de noche, e incluso se aseaba y aseaba a los niños lo bastante para ir todos juntos a misa los domingos.
En aquellos días, Toby veía la televisión con ella, los dos en la cama de su madre, y ella compartía su afición por los policías que llamaban a las puertas y se llevaban presos a los asesinos más depravados.
Pero cuando dejó de tener a los chiquillos gateando entre sus pies, la madre empezó a beber de día y dormir de noche, y Toby hubo de convertirse en el hombre de la casa, vestir a Jacob y Emily todas las mañanas, y llevarlos temprano a la escuela para tomar a tiempo el autobús que lo llevaba a sus propias clases con los jesuitas, y poder reservar tal vez algunos ratos para sus deberes en casa.
A la edad de quince años, llevaba dos de estudio de laúd y composición todas las tardes, y para entonces Jacob y Emily ya hacían sus deberes en el cuarto de al lado, y sus profesores seguían dándole clases gratuitas.
– Tienes un gran talento -le dijo una profesora, y lo animó a probar con otros instrumentos que más tarde podrían permitirle vivir de la música.
Pero Toby sabía que no podría dedicar a aquello el tiempo suficiente, y después de enseñar a Emily y Jacob cómo vigilar y manejar a su madre borracha, salía a las calles del Barrio Francés todo el sábado y el domingo, con el estuche del laúd abierto a sus pies mientras tocaba, para ganar todos los centavos posibles con los que complementar la magra pensión de su padre.
La verdad es que no había tal pensión, pero Toby nunca se lo dijo a nadie. Sólo había las silenciosas contribuciones de la familia y las colectas que regularmente les hacían llegar otros policías que no habían sido mejores ni peores que el padre de Toby.
Y Toby tenía que reunir el dinero para cualquier gasto extra o «bonito», y para los uniformes que necesitaban su hermano y su hermana, y para los juguetes que tenían que tener en ese apartamento miserable que Toby tanto detestaba. Y aunque estaba preocupado continuamente por el comportamiento de su madre en casa, y por la capacidad de Jacob para apaciguarla si le venía un acceso de rabia, Toby se sentía muy orgulloso de su forma de tocar y de la buena disposición de los paseantes, que casi siempre dejaban algún billete grande en el estuche si se habían parado a escuchar.
A pesar de que incluso aquellos rudimentos de estudio de la música costaban demasiado tiempo a Toby, seguía soñando con matricularse en el conservatorio cuando tuviera la edad requerida, y conseguir un trabajo fijo para tocar en un restaurante con el fin de estabilizar sus ingresos. Ningún plan era imposible para él, por los medios que fuesen, y vivía para el futuro mientras luchaba con desesperación para sobrevivir al presente. A pesar de todo, cuando tocaba el laúd y recogía con facilidad el dinero suficiente para pagar el alquiler y comprar comida, conocía un júbilo y una sensación de triunfo tan consistente como hermosa.
Nunca dejó de intentar animar y consolar a su madre, ni de asegurarle que las cosas iban a ir mejor de como eran ahora, de que sus dolores desaparecerían, y algún día vivirían en una casa de verdad en las afueras, con un patio trasero para que jugaran Emily y Jacob, y césped auténtico en la parte delantera, y todas las demás cosas que ofrece una vida normal.
En algún recóndito rincón de su mente mantenía la idea de que algún día, cuando Jacob y Emily crecieran y se casaran y su madre se curara con todo el dinero que él iba a ganar, posiblemente volvería a pensar en el seminario. No podía olvidar lo que había significado para él, en otro tiempo, la idea de celebrar la misa. No podía olvidar que se había sentido llamado a tomar la hostia en sus manos y decir: «Éste es mi Cuerpo», convirtiéndola de ese modo en la verdadera carne de Nuestro Señor Jesucristo. Y muchas veces, mientras tocaba un sábado por la noche, incluía en su repertorio música de la liturgia, que seducía al gentío siempre cambiante tanto como lo hacían las familiares melodías de Johnny Cash y Frank Sinatra, siempre favoritas de la audiencia. Creó para sí una imagen sobria de músico callejero, sin sombrero y vestido con una chaqueta de lana azul y pantalones oscuros también de lana, e incluso esas prendas humildes le conferían un atractivo sublime.
Cuanto mejor tocaba, respondiendo sin esfuerzo a las solicitudes y desplegando toda la gama de su instrumento, tanto mayor era el aprecio en que lo tenían turistas y nativos. Pronto llegó a reconocer a habituales de algunas noches, que nunca dejaban de darle los billetes de valor más alto.
Cantaba un himno religioso moderno: «Yo soy el pan que da vida, quien viene a mí no pasará hambre…» Era un himno exaltante, y quienes se apiñaban a su alrededor nunca dejaban de recompensarlo por él. Bajaba la vista asombrado y veía el dinero que podía comprarle un poco de paz para una semana, o incluso un poco más. Y sentía ganas de echarse a llorar.
También tocó y cantó arreglos suyos, variaciones sobre temas que había oído en los discos que le regaló su profesora. Entrelazaba aires de Bach y Mozart e incluso Beethoven, y otros compositores cuyos nombres no podía recordar.
En cierto momento empezó a incluir en su repertorio algunas composiciones propias. Su profesora le ayudó a trasladarlas al papel pautado. La música para laúd no se escribía como la música corriente. Se escribía en tablatura, y eso le agradaba de forma especial. Pero toda la teoría y la práctica de la escritura musical le resultaba pesada. Si por lo menos pudiera aprender lo bastante para enseñar música algún día, pensaba, aunque fuera a niños pequeños, sería un modo de vida aceptable.
Muy pronto Jacob y Emily pudieron vestirse sin ayuda, y también apareció en ellos la misma mirada de pequeños adultos característica en él. Tomaban solos el autobús de la escuela de St. Charles, y no llevaban nunca a nadie a casa porque su hermano se lo había prohibido. Aprendieron a hacer la colada, a planchar las camisas y las blusas para la escuela, y a esconderle a su madre el dinero, y a calmarla cuando enloquecía y empezaba a romper todo lo que encontraba por la casa.
– Si tenéis que obligarla a tragarlo, hacedlo -les dijo Toby, porque era cierto que algunas veces sólo el alcohol apaciguaba el paroxismo de su madre.
Yo observaba todas esas cosas.
Volvía las páginas de su vida y acercaba la luz para leer la letra pequeña.
Lo quería.
Veía siempre el devocionario en su escritorio, y a su lado otro libro que leía de cuando en cuando por puro placer, a veces en voz alta para Jacob y Emily.