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Ese libro era Los ángeles, de fray Pascal Parente. Lo encontró en la misma tienda de Magazine Street en la que compraba sus novelas de crímenes, y se lo llevó junto con una vida de santo Tomás de Aquino por G. K. Chesterton, que a veces intentaba leer, por más difícil que le resultara.

Se puede afirmar que vivía una vida en la que las lecturas eran tan importantes como la música que tocaba con el laúd, y que esas cosas tenían tanta importancia para él como su madre, Jacob y Emily.

Su ángel custodio, siempre esforzándose en vano por llevarlo al camino recto en los tiempos más caóticos, parecía perplejo ante aquella combinación de amores que se repartían el alma de Toby, pero yo sólo había venido a observar a Toby, no al ángel que con tanta abnegación se esforzaba por mantener viva en el corazón de Toby la fe en salvaguardar de alguna manera a todos ellos.

Un día de verano, Toby leía en la cama y se dio media vuelta sobre el vientre, abrió la pluma y subrayó estas palabras:

Desde el punto de vista de la fe, sólo hemos de retener que los ángeles no poseen el don de la cardiognosis (el conocimiento de los secretos del corazón) y tampoco una previsión segura de los futuros actos del libre albedrío: ésas son prerrogativas exclusivas de Dios.

Le gustó la frase, y le gustó la atmósfera de misterio que lo rodeaba cuando leía aquel libro.

La verdad es que no quería creer que los ángeles no tuviesen corazón. En algún sitio había visto una vez un cuadro antiguo de la crucifixión en el que los ángeles situados en la parte superior lloraban, y le gustaba pensar que el ángel de la guarda de su madre lloraba al verla borracha y deprimida. Si los ángeles no tenían corazón o no entendían de corazones, él no quería saberlo, porque le encantaba el concepto y le encantaban los ángeles, y le hablaba a su propio ángel tan a menudo como podía.

Enseñó a Emily y Jacob a arrodillarse todas las noches a recitar la vieja oración:

Ángel de la guarda, dulce compañía,

no me desampares de noche ni de día,

no me dejes solo, que me perdería.

Incluso les compró una estampa de un ángel de la guarda.

Era una estampa bastante vulgar, que vio por primera vez colgada de la pared del aula de la escuela primaria. Barnizó y enmarcó la reproducción con los materiales que encontró en el drugstore. Y la colgó de la pared de la habitación que compartían los tres, Jacob y él en la litera y Emily en el extremo contrario en su propio colchón, que se podía plegar y dejar recogido por la mañana.

Había elegido para la estampa un marco de oro con adornos, y le gustaba su disposición, las hojas de parra simuladas de las esquinas y el margen amplio que delimitaba entre el mundo de la pintura y el empapelado descolorido de la pequeña habitación.

El ángel de la guarda era grande y femenil, con una cabellera dorada y grandes alas blancas de puntas azules, y llevaba un manto sobre su túnica blanca flotante, mientras se inclinaba sobre un niño y una niña que avanzaban juntos sobre un puente traicionero de suelo agujereado.

¿Cuántos millones de niños han visto esa imagen?

– Mirad -decía Toby a Emily y Jacob cuando se arrodillaban para los rezos de la noche-. Siempre podréis hablar con vuestro ángel de la guarda.

Les dijo que él había hablado con su ángel, sobre todo en las noches de la parte baja de la ciudad, cuando las propinas escaseaban.

– Yo le digo: «Tráeme a más gente», y por supuesto, él lo hace.

Insistió en el tema, a pesar de que tanto Jacob como Emily se reían.

Pero fue Emily quien preguntó si podían rezarle al ángel de la guarda de mamá también, y pedirle que dejara de emborracharse tanto.

Aquello chocó a Toby, porque él nunca había pronunciado la palabra «emborracharse» bajo su propio techo. Nunca había empleado esa palabra con nadie, ni siquiera con su confesor. Y se maravilló de que Emily, que sólo tenía siete años por entonces, se hubiera dado cuenta de todo. La palabra le hizo estremecerse, y dijo a su hermano y su hermana pequeños que la vida no iba a ser siempre así, que él se encargaría de que las cosas fueran cada vez mejor.

Tenía intención de cumplir su palabra.

En la escuela superior de los jesuitas, Toby pronto se situó entre los primeros de la clase. Tocaba durante quince horas seguidas los sábados y los domingos y ganaba así lo bastante para no tener que tocar entre semana después de la escuela, y poder seguir su educación musical.

Tenía dieciséis años cuando un restaurante lo contrató para las noches de los sábados y los domingos, y aunque ganaba un poco menos de ese modo, era un dinero seguro.

Cuando era necesario, atendía las mesas y se ganaba buenas propinas. Pero lo que se le pedía era aquella música inesperada y extraña, y él estaba encantado de que fuera así.

A lo largo de los años escondió todo ese dinero en varios sitios por todo el apartamento: en guantes guardados en los cajones, debajo de una tabla suelta del suelo, debajo del colchón de Emily, debajo de la estufa, incluso en la nevera envuelto en papel de estaño.

En un buen fin de semana podía ganar cientos de dólares, y el día en que cumplió diecisiete años el conservatorio lo admitió como estudiante a tiempo completo para aprender música en serio. Lo había conseguido.

Fue el día más feliz de su vida y volvió a casa radiante con la noticia.

– Mamá, lo he conseguido, ¡lo he conseguido! -dijo-. Todo va a ir bien, te lo aseguro.

Cuando no quiso darle a su madre dinero para beber, ella se apoderó de su laúd y lo estrelló contra el borde de la mesa de la cocina.

Él se quedó sin respiración. Pensó que iba a morirse. Se preguntó si podría matarse por el sencillo procedimiento de negarse a respirar. Se sintió mal y se sentó en la silla con la cabeza gacha y las manos entre las rodillas, y oyó a su madre vagar por el apartamento sollozando y murmurando y maldiciendo en un lenguaje sucio a todas las personas a las que culpaba de todo lo que le había ocurrido, maldiciendo a veces a su madre muerta y balbuceando luego: «Dan, Dan, Dan», una y otra vez.

– ¿Sabes lo que me dio tu padre? -chilló-. ¿Sabes lo que me dio de esas mujeres de los barrios bajos? ¿Sabes con qué me dejó…?

Aquellas palabras aterrorizaron a Toby.

El apartamento apestaba a alcohol. Toby quería morir. Pero Emily y Jacob estaban a punto de llegar en el autobús de St. Charles a sólo una manzana de allí. Corrió a la tienda de la esquina, compró una botella de bourbon aunque no tenía la edad, la llevó a casa y obligó a su madre a tragarlo, sorbo a sorbo, hasta que ella se derrumbó sin sentido sobre el colchón.

Después de aquel día, sus maldiciones arreciaron. Mientras los niños se vestían para ir a la escuela, los llamaba con los peores nombres imaginables. Era como si un demonio viviera en su interior. Pero no era un demonio. El alcohol se le estaba comiendo el cerebro, y Toby lo sabía.

Su profesora le regaló un nuevo laúd, un laúd precioso, mucho más caro que el que se rompió.

– Te quiero por esto -le dijo a ella, y la besó en la mejilla empolvada, y ella le repitió que algún día se haría un nombre por sí mismo con su laúd y un largo listado de grabaciones propias.

»Dios me perdone -rezó, arrodillado en la iglesia del Santo Nombre, alzando la vista desde la larga nave en sombra hacia el altar-. Quiero que mi madre se muera. Pero no puedo quererlo.

Los tres hijos limpiaban el apartamento a fondo los fines de semana, como siempre habían hecho. Y ella, la madre, estaba tendida, borracha, como una princesa encantada por un hechizo, con la boca abierta, la piel lisa y joven, el aliento casi dulce, como el jerez.

– Pobre mami borracha -susurró Jacob, entre dientes.

Aquello hirió a Toby tanto como la vez en que Emily dijo una cosa parecida.

Más o menos mediado el curso superior, Toby se enamoró. Fue una chica judía de la Newman School, la escuela preparatoria mixta de Nueva Orleans del mismo nivel que los jesuitas. Se llamaba Liona y fue a los jesuitas, una escuela sólo de chicos, para cantar el papel principal en un musical al que Toby encontró tiempo para asistir, y cuando él le pidió que fuera su pareja en el baile de la gala, ella dijo que sí de inmediato. Él se sintió abrumado de felicidad. Tenía enteramente para él a una preciosa muchacha de cabello oscuro con una maravillosa voz de soprano.