La que visitaba con más frecuencia era la capilla Serra en San Juan Capistrano.
No iba allí para rememorar la devoción que había sentido de niño. Esa devoción había desaparecido para siempre. Todo lo que yo quería era mi huella en los caminos que recorrí en aquellos primeros años. Puede que únicamente deseara pisar tierra sagrada, caminar por lugares de peregrinación y de santidad, porque en la actualidad no podía pensar demasiado en ellos.
Me gustaba el techo abovedado de la capilla Serra, y la pintura oscura de sus muros. Me sentía en paz en la penumbra de su interior, con el brillo tenue del oro del retablo colocado en el extremo más lejano, y su marco dorado detrás del altar repleto de estatuas y de santos.
Me gustaba la luz roja que ardía a la izquierda del tabernáculo. A veces me arrodillaba delante del altar en uno de los dos reclinatorios dispuestos allí, obviamente, para los novios de una boda.
Desde luego aquel retablo dorado o trasaltar, como se le suele llamar, no había estado allí en la época de los primeros franciscanos. Llegó después, con la restauración, pero en sí misma la capilla tenía un aspecto muy auténtico. En ella se guardaba el Santo Sacramento. Y el Santo Sacramento, al margen de lo que yo creyera, era algo «real».
¿Cómo puedo explicarlo?
Siempre me arrodillaba en la semioscuridad durante un rato muy largo, y siempre encendía una vela antes de irme, aunque no sabría decir para quién ni para qué. Tal vez susurraba: «Esto es en recuerdo tuyo, Jacob, y tuyo, Emily.» Pero no era una oración. Yo ya no creía en la oración, y tampoco creía en los recuerdos.
Me encantaban las ceremonias, los monumentos y las conmemoraciones. Me encantaba la historia de los libros, los edificios y las pinturas…, y creíaen el peligro, y creíaen matar a gente cuando y donde mi jefe me daba instrucciones para hacerlo. Mi jefe, al que en el fondo de mi corazón yo llamaba sencillamente el Hombre Justo.
La última vez que estuve en la misión (hace escasamente un mes), pasé un rato desacostumbradamente largo paseando por el inmenso jardín.
Nunca había visto tanta variedad de flores en un lugar. Había rosas recientes, exquisitamente moldeadas, y otras más maduras, abiertas como camelias. Había jazmines, dondiegos, lantanas, y los mayores arbustos de madreselva que había visto en mi vida. Había girasoles y azahar, y margaritas, y podías caminar en medio de todo aquello siguiendo cualquiera de los amplios y cómodos senderos recién pavimentados.
Me demoré en los claustros recoletos porque me gustan los suelos antiguos, de losas irregulares. Me divertí mirando el mundo exterior desde debajo de los arcos. Los arcos de medio punto siempre me han infundido una sensación de paz. Los arcos de medio punto definían la misión, y también la Posada de la Misión.
Me proporcionaba un placer especial en Capistrano el hecho de que la disposición de la misión fuera un antiguo diseño monástico repetido en monasterios de todo el mundo, y que Tomás de Aquino, mi héroe santo de cuando era niño, posiblemente pasó horas paseando por un claustro así, con sus soportales y sus senderos bien definidos en el exterior, y sus inevitables flores.
A lo largo de la historia, los monjes repitieron ese diseño una y otra vez como si los ladrillos y el mortero pudieran de alguna manera mantener a distancia un mundo malvado, y salvaguardarlos para siempre a ellos y a los libros que escribían.
Me quedaba mucho tiempo entre los gruesos muros en ruinas de la gran iglesia de Capistrano.
Un terremoto había destruido el lugar en 1812, y todo lo que quedó era un gran hueco, un santuario sin techo con nichos vacíos y de unas dimensiones estremecedoras. Yo miraba los cascotes de ladrillo y cemento esparcidos al azar aquí y allá, como si tuvieran algún significado para mí, algún sentido como el de la música de Laconsagración de la primavera, alguna relación con el hundimiento y la ruina de mi propia vida.
Era yo un hombre sacudido por un terremoto, un hombre paralizado por una disonancia. Lo sabía muy bien. Pensaba en ello todo el tiempo, aunque intentaba no hacerlo de forma continuada. Intentaba aceptar lo que parecía ser mi destino. Pero si no crees en el destino, bueno, pues no te resulta fácil.
En mi visita más reciente estuve hablándole a Dios en la capilla Serra y diciéndole cuánto aborrecía que Él no existiese. Le dije que la ilusión de que Él existía era perversa, lo injusto que era hacerles eso a los hombres mortales, y en especial a los niños, y cuánto lo detestaba por esa razón.
Lo sé, lo sé, no tiene sentido. Yo hacía un montón de cosas que no tenían sentido. Ser un asesino y nada más no tenía sentido. Y, probablemente, era la razón de que cada vez con más frecuencia diera vueltas y más vueltas por los mismos lugares, libre de mis muchos disfraces.
Leía libros de historia a todas horas como si creyera que Dios había actuado en más de una ocasión en la historia para salvarnos de nosotros mismos, pero no lo creía en absoluto, y mi mente estaba abarrotada de datos aleatorios sobre una edad o un personaje famoso. ¿Por qué había de hacer algo así un asesino?
Uno no puede ser un asesino en todos los momentos de su vida. Algo de humanidad tiene que aflorar en algún momento, algún deseo de comportarte de forma normal, a pesar de lo que hagas.
Por eso yo tenía mis libros de historia, y las visitas a aquellos lugares que me recordaban los tiempos en los que leía con un entusiasmo nebuloso, ocupando mi mente con narraciones para no dejar que, despejada, se volviera hacia sí misma.
Y tenía que agitar mi puño delante de Dios por lo absurdo de todo aquello. Y me hacía bien, sólo a mí. Él no existía en realidad, pero yo podía tenerlo de aquella manera, con mi rabia, y me gustaban esos momentos de conversación con las ilusiones que tanto habían significado para mí en otros tiempos, y ahora sólo me inspiraban rabia.
Tal vez cuando te educas en el catolicismo conviertes en un ritual toda tu vida. Vives en un teatro de la mente porque eres incapaz de salirte de ahí. Te quedas enganchado de por vida a un período de dos mil años porque has crecido con la conciencia de pertenecer a ese período.
Muchos norteamericanos creen que el mundo fue creado el día en que ellos nacieron, pero los católicos retrotraen el comienzo del mundo a Belén e incluso más allá, y lo mismo hacen los judíos, incluso los más laicos, al recordar el Éxodo y las promesas anteriores de Abraham. Yo nunca he contemplado las estrellas de la noche o las arenas de una playa sin recordar las promesas de Dios a Abraham sobre su descendencia; y sin importar lo que yo creyera o dejara de creer además de eso, Abraham era el patriarca de la tribu a la que pertenecía, sin culpa ni virtud por mi parte.
«Acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa.»
Así es como representamos dramas en nuestro teatro mental, incluso cuando ya no creemos en el público ni en el director de la obra.
Reí al pensar en eso mientras meditaba en la capilla Serra, reí en voz alta como un loco, arrodillado allí, mientras murmuraba en la dulce y deliciosa penumbra y sacudía la cabeza.
Lo que me enloqueció en esa última visita fue que precisamente ese día se cumplían diez años desde que empecé a trabajar para el Hombre Justo.
El Hombre Justo se acordó del aniversario, habló de aniversarios por primera vez y me anunció un regalo consistente en una cantidad importante de dinero remitida ya a la cuenta bancaria suiza a través de la cual recibo por lo común mis honorarios.
La noche antes me dijo por teléfono:
– Si supiera algo de ti, Lucky, te regalaría algo más que frío dinero. Todo lo que sé de ti es que tocas el laúd, y que cuando eras niño lo llevabas siempre contigo. Me lo contaron…, eso de la música. Si no te hubiera gustado tanto tocar el laúd, tal vez nunca nos habríamos conocido. ¿Te das cuenta del tiempo que ha pasado desde que te vi? Y siempre espero que te dejes caer por aquí y traigas contigo tu precioso laúd. Cuando lo hagas, te pediré que toques para mí, Lucky. Diablos, Lucky, ni siquiera sé dónde vives en realidad.