Pero como siempre que iba a Capistrano -y esa última vez no fue una excepción-, oí misa en la nueva basílica, una gran reproducción de la iglesia derrumbada en 1812.
Me sentía muy impresionado y relajado en la Gran Basílica. Era amplia, lujosa, de estilo románico y, como tantas iglesias de ese género, luminosa. De nuevo, arcos de medio punto por todas partes. Muros exquisitamente pintados.
Detrás del altar había otro retablo dorado, uno que empequeñecía al de la capilla Serra. También éste era antiguo, traído en barco del Viejo Continente igual que el otro, y cubría todo el muro trasero del santuario hasta una altura crítica. Era abrumador, centelleante de oro.
Nadie lo sabía, pero yo enviaba dinero de vez en cuando a la basílica, casi nunca bajo el mismo nombre. Remitía giros postales con nombres inventados y ridículos. El dinero llegaba, eso era lo importante.
Cuatro santos ocupaban sus nichos correspondientes en el retablo: san José con su inevitable lirio, el gran san Francisco de Asís, el beato Junípero Serra sosteniendo en la mano derecha una pequeña maqueta de la misión, y un desconocido en lo que a mí respecta, el beato Kateri Tekakwitha, un santo indio.
Pero era la parte central del retablo lo que me absorbía por completo durante la misa. Allí estaba el crucificado envuelto en luz, con las manos y los pies ensangrentados, y sobre él una figura barbada de Dios Padre, situado bajo los rayos dorados que brotaban de una paloma blanca. Era la Trinidad, aunque tal vez un protestante no la reconocería en las tres personas reproducidas de una forma tan literal.
Cuando piensas en que Jesús se hizo hombre para salvarnos, bueno, las figuras de Dios Padre y del Espíritu Santo en forma de paloma llegan a parecerte enigmáticas, y conmovedoras. El Hijo de Dios, después de todo, sí tenía un cuerpo.
Sea como fuere, la imagen me maravillaba, y disfrutaba de ella. No me preocupaba que fuera literal o sofisticada, mística o terrenal. Era hermosa, brillante, e incluso cuando hervía de rabia me consolaba verla. Me confortaba que a mi alrededor otras personas la adoraran, me vivificaba encontrarme en un lugar sagrado o al que venía la gente para entrar en contacto con lo sublime. No lo sé. Expulsaba los remordimientos de mi mente y me limitaba a mirar lo que tenía delante, del mismo modo que cuando estoy trabajando y me dispongo a acabar con una vida.
Tal vez miraba desde mi banco aquel crucifijo como se hace con un amigo con el que te has enfadado y al que dices: «Bueno, aquí estás otra vez, y sigo estando furioso contigo.»
Debajo del Señor en agonía estaba su Santa Madre en la forma de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que siempre he admirado.
En esa última visita, pasé horas mirando la pared dorada.
No era fe. Era arte. El arte de una fe olvidada, el arte de una fe negada. Era excesivo, era sublime y de alguna forma consolador, por más que yo dijera: «No creo en ti, nunca te perdonaré que no seas real.»
Después de la misa, aquella última vez, saqué el rosario que llevaba conmigo desde niño, y lo recité, pero sin meditar en los antiguos misterios que no significaban nada para mí. Me limité a sumergirme en el mantra de aquel sonsonete. «Ave María, llena eres de gracia, como si creyera que existes, ahora y en la hora de nuestra muerte amén, al infierno con ellos, ¿todavía estás ahí?»
Ya veis, desde luego yo no era el único hombre abatido de este planeta que oía misa. Pero era uno de la minoría muy reducida que prestaba atención, murmuraba las respuestas y a veces incluso cantaba los himnos. A veces incluso iba a comulgar, desafiante y consciente de que estaba en pecado mortal. Después me arrodillaba con la cabeza inclinada y pensaba: «Esto es el infierno. Esto es el infierno. Y el infierno será peor que esto.»
Siempre ha habido grandes y pequeños criminales que asistían con sus familias a misa y a las ceremonias relacionadas con los sacramentos. No hace falta mencionar al mafioso italiano de la leyenda cinematográfica que asiste a la primera comunión de su hija. ¿No es lo que hacen todos?
Yo no tenía familia. No tenía a nadie. No era nadie. Iba a la misa por mí mismo, que no era nadie. En mis dossiers en la Interpol y el FBI, eso era lo que pone: «No es nadie. Nadie sabe qué aspecto tiene, ni de dónde ha venido, ni dónde aparecerá la próxima vez.» Ni siquiera saben si trabajo para algún hombre.
Como he dicho antes, para ellos yo era un modus operandi, y les llevó años determinarlo, enumerar con vaguedad los disfraces mal observados por los vídeos de vigilancia, sin utilizar palabras demasiado precisas. Con frecuencia describían los golpes con errores sustanciales respecto de lo que en realidad había ocurrido. Pero casi acertaban en una cosa: yo no era nadie. Era un muerto que rondaba por ahí en el interior de un cuerpo vivo.
Y trabajaba sólo para un hombre, mi jefe, al que en el fondo de mi corazón llamaba el Hombre Justo. Sencillamente nunca se me ocurrió trabajar para alguien más. Y nadie más podría haber recurrido a mí para un trabajo, y nunca nadie lo hizo.
El Hombre Justo podría haber sido el Dios Padre barbudo del retablo, y yo su hijo ensangrentado. El Espíritu Santo sería el acuerdo que nos ataba, porque estábamos atados, eso es seguro, y nunca dejé que mis pensamientos fueran más allá de las órdenes del Hombre Justo.
Eso es una blasfemia. ¿Y qué?
¿Cómo sabía yo todas esas cosas sobre los dossiers de la policía y los archivos de las agencias? Mi querido jefe tenía sus contactos, y se reía mientras me contaba por teléfono toda la información que le llegaba por esa vía.
Él sabía cuál era mi aspecto. La noche en que nos conocimos, diez años atrás, y con él yo fui yo mismo. El hecho de no haberme vuelto a ver durante todos esos años le inquietaba.
Pero yo siempre estaba ahí cuando me llamaba, y en cada ocasión en que me deshacía de un teléfono móvil, lo llamaba para darle el nuevo número. Al principio me ayudó a conseguir los papeles falsos, los pasaportes, los permisos de conducir y esas cosas. Pero hacía mucho tiempo que yo había aprendido a adquirir ese tipo de material por mí mismo, y a confundir a las personas que me lo proporcionaban.
El Hombre Justo sabía que yo era leal. No pasaba una semana sin que lo llamara, tanto si él se había puesto en contacto conmigo como si no. A veces se me cortaba de pronto la respiración al oír su voz, sólo porque seguía allí, porque el destino no lo había apartado de mí. Después de todo, si un hombre es tu vida entera, tu vocación, tu búsqueda, has de temer perderlo.
– Lucky, quiero sentarme contigo -me decía a veces-. Ya sabes, igual como solíamos estar aquel primer par de años. Tengo ganas de saber qué es de ti.
Yo reía lo más suavemente que podía.
– Me gusta el sonido de tu voz, jefe -decía.
– Lucky -me dijo una vez-, ¿sabes tú mismo qué es de ti?
Aquello hizo que me echara a reír, pero no de él, sino de todo.
– ¿Sabes, jefe? -le dije en más de una ocasión-, hay cosas que me gustaría preguntarte, como quién eres en realidad, y para quién trabajas. Pero no te lo pregunto, ¿verdad?
– Las respuestas te sorprenderían -dijo-. Ya te dije una vez, muchacho, que trabajas para los Chicos Buenos.
Y así quedó la cosa.
«Los Chicos Buenos.» ¿La pandilla buena, la buena organización? ¿Cómo podía yo saber cuál era? Y qué importancia tenía, puesto que yo hacía exactamente lo que él me pedía que hiciera, de modo que ¿cómo podía ser bueno?
Pero yo soñaba de vez en cuando que él estaba del lado bueno de las cosas, que el gobierno lo apoyaba, lo limpiaba, y me convertía a mí en un soldado de infantería, en una persona válida. Por eso podía llamarlo el Hombre Justo, y decirme a mí mismo: «Bueno, puede que sea del FBI después de todo, o quizá de la rama de la Interpol que trabaja en el interior del país. Puede que estemos haciendo algo razonable.» Pero la verdad es que no lo creía. Yo mataba. Lo hacía para ganarme la vida. No lo hacía por otra razón que para seguir viviendo. Mataba a gente. Los asesinaba sin previo aviso y sin explicaciones de por qué lo hacía. El Hombre Justo podía ser uno de los Chicos Buenos, pero ciertamente yo no lo era.