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– ¿No tendrás miedo de mí, verdad, jefe? -le pregunté una vez-. De que yo esté un poco fuera de mis cabales y algún día me rebele o te persiga. Porque no has de tener miedo de mí, jefe. Soy la última persona que tocaría ni siquiera un pelo de tu cabeza.

– No tengo miedo de ti, hijo -contestó-. Pero me preocupa que estés ahí fuera. Me preocupa porque eras un crío cuando te enrolé. Me preocupa… saber cómo pasas las noches. Eres el mejor que he tenido, y a veces me parece demasiado fácil llamarte y que estés siempre ahí, y que las cosas vayan a la perfección, y yo tenga que gastar tan poca saliva.

– Te gusta hablar, jefe, es una de tus características. A mí no. Pero voy a decirte algo. No es fácil. Es excitante, pero nunca es fácil. Y a veces me deja sin respiración.

No recuerdo qué me contestó cuando le hice esa pequeña confesión, pero sí que habló mucho rato y que dijo, entre otras cosas, que chequeaba cada cierto tiempo a todas las personas que trabajaban para él. Las veía, las conocía, las visitaba.

– Eso no va conmigo, jefe -le aseguré-. Lo que oyes es lo que vas a tener.

Y ahora tenía que hacer un trabajo en la Posada de la Misión.

La llamada llegó la noche pasada y me despertó en mi apartamento de Beverly Hills. Y la aborrecí.

2 Del amor y la lealtad

Como dije antes, en el hotel de Riverside llamado la Posada de la Misión nunca hubo una misión de verdad, como la de San Juan Capistrano.

Era una fantasía, un hotel gigantesco lleno de patios, glorietas y claustros como los de una misión, con una capilla para las bodas y multitud de encantadores detalles decorativos góticos, incluidas pesadas puertas ojivales de madera, estatuas de san Francisco en nichos, incluso campanarios y la campana más antigua que se conoce de la cristiandad. Era un conglomerado de elementos que sugerían el mundo de las misiones desde un extremo de California al otro. Era un homenaje que la gente encontraba más vertiginoso y a veces más hermoso que las misiones de verdad, que sólo eran residuos de sí mismas. La Posada de la Misión era también algo indefectiblemente vivo, cálido e invitador, que vibraba con los ecos de voces alegres, alborotos y risas.

Supongo que desde el principio fue un lugar laberíntico, pero en las manos de los nuevos propietarios se había desarrollado de tal modo que ahora disponía de todas las comodidades de un hotel de la gama más alta.

Pero fácilmente podías perderte en él al pasear por sus muchas galerías, seguir sus innumerables escaleras, vagar de patio en patio, o sencillamente intentar encontrar tu habitación.

La gente crea esos ambientes extravagantes porque tiene visión, amor a la belleza, esperanzas y sueños.

Muchas mañanas, desde temprano la Posada de la Misión rebosaba de gente feliz, de novias fotografiadas en las escalinatas, familias que paseaban alegres por las terrazas, fiestas animadas en los numerosos restaurantes iluminados, pianos que sonaban, voces que cantaban, incluso tal vez un concierto en la sala de música. El ambiente era siempre festivo, y me envolvía y me apaciguaba siquiera por un corto rato.

Yo compartía el amor a la belleza que impulsaba a los propietarios del lugar, y también el amor a lo excesivo, el amor a una visión llevada hasta extremos casi divinos.

Pero yo no tenía planes ni sueños. Era estrictamente un mensajero, un propósito personificado, un «ve y haz esto» en lugar de un hombre.

Pero, una y otra vez el sin hogar, el sin nombre, el sin sueños, volvía a la Posada de la Misión.

Podéis decir que me gustaba el hecho de que fuera un lugar sobrecargado y absurdo. No sólo era un homenaje a todas las misiones de California, además daba el tono arquitectónico a una parte de la ciudad. Había campanas en las farolas de las calles vecinas. Había edificios públicos construidos en el mismo «estilo Misión». Me gustaba el hecho de que de forma consciente se hubiese creado esa continuidad. Todo era prefabricado, del mismo modo que yo era prefabricado. Era una invención, como yo mismo era una invención a la que había puesto por accidente la etiqueta de Lucky el Zorro.

Siempre me sentía bien al cruzar el arco de la entrada conocida como el campanario, por sus múltiples campanas. Me gustaban los helechos gigantes y las altísimas palmeras con sus esbeltos troncos envueltos en luces titilantes. Me gustaban los arriates de petunias de colores vivos que flanqueaban la entrada.

En cada una de mis peregrinaciones, pasaba buena parte de mi tiempo en los espacios públicos. Con frecuencia me dirigía al lobby inmenso y oscuro para contemplar la estatua de mármol blanco del niño que se arranca la espina del pie. Aquel interior en penumbra me relajaba. Me gustaban las risas y la alegría de las familias. Tomaba asiento en uno de los grandes y cómodos sillones, respiraba el polvo y observaba a la gente. Me gustaba el sentimiento amistoso que parecía fluir de aquel lugar.

Nunca dejaba de entrar a almorzar en el restaurante de la Posada de la Misión. La piazza era hermosa, con sus muros de varios pisos de altura, sus ventanas redondas y sus terrazas arqueadas, y yo tomaba prestado el New York Times para leerlo mientras comía bajo la protección de docenas de sombrillas rojas que se solapaban.

Pero el interior del restaurante no era menos atractivo, con sus paredes bajas de azulejos brillantes, y las arcadas de color beige con guirnaldas de enredaderas verdes hábilmente pintadas. El techo envigado estaba pintado como un cielo azul con nubes e incluso pequeños pájaros. Las puertas interiores, rematadas en arcos y ajimezadas, eran acristaladas, y otras puertas similares que se abrían a la piazza iluminaban el interior con la luz solar. El agradable parloteo de otras personas era como el murmullo del agua que brotara de una fuente. Encantador.

Vagaba por los oscuros pasillos y las distintas áreas cubiertas por alfombras decorativas y polvorientas.

Me detuve en el atrio delante de la capilla de San Francisco, y mis ojos recorrieron el dintel de la puerta, profusamente decorado, copia en cemento de una obra maestra de estilo churrigueresco. Me enternecía echar una ojeada a los inevitablemente lujosos y aparentemente eternos preparativos de boda, con la comida dispuesta en bandejas de plata sobre los manteles de las mesas, y la gente impaciente moviéndose alrededor.

Subí a la galería superior y, apoyado en la barandilla verde de hierro, miré abajo a la piazza del restaurante y, del otro lado, al inmenso reloj de Núremberg. Solía esperar el momento de las campanadas, cada cuarto de hora, para ver las lentas evoluciones de las figuras que salen del interior de la caja.

Todos los relojes me imponen respeto. Cuando mataba a alguien, paraba su reloj. ¿Y qué hacen los relojes sino medir el tiempo de que disponemos para hacer algo, para descubrir algo en nuestro interior que no sabíamos que estaba allí?

A menudo pensaba en el Fantasma de Hamlet cuando mataba a alguien. Recordaba su trágica lamentación ante su hijo: «Segado en plena flor de mis pecados…, con mis cuentas por hacer y enviado a juicio con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza.»*

Pensaba en cosas así cada vez que meditaba sobre la vida y la muerte, o sobre los relojes. No había nada en la Posada de la Misión (ni la sala de música, ni la sala china, ni el último rincón o la menor grieta), que no amara con un amor total.

Puede que me gustara porque, a pesar de todos sus relojes y sus campanas, se situaba fuera del tiempo, o porque la hábil acumulación de objetos de épocas diferentes podía hacer que una persona metódica enloqueciera.