Godwin se apresuró a acercar un taburete para mí, y me pidió que le explicara el plan.
Con toda la brevedad posible, le expuse lo que había ocurrido y ella empezó a tragar saliva al darse cuenta del peligro en que se encontraban su madre y todos los judíos de la ciudad de Norwich, donde nunca había estado.
Me contó muy por encima que había estado en Londres cuando muchos judíos de Lincoln fueron juzgados y ejecutados por la muerte del pequeño san Hugo, un crimen totalmente inventado.
– ¿Crees que podrás representar el papel de tu hermana?
– ¡Quiero hacerlo! -exclamó-. Quiero presentarme delante de esas personas que se atreven a decir que mi madre dio muerte a su hija. Quiero reñirles por esas acusaciones insensatas. Puedo hacerlo. Puedo insistir en que yo soy Lea, porque en mi corazón soy Lea tanto como soy Rosa, y Rosa tanto como Lea. Y no será una mentira decir que estoy impaciente por marcharme de Norwich y volver con Rosa, mi propio yo, otra vez a París.
– No tienes que exagerar -dijo Godwin-. Recuerda que, por muy grande que sea la rabia y el disgusto con esos acusadores, has de hablar con la misma dulzura con que hablaba Lea, e insistir con tanta suavidad como la que Lea habría empleado.
Ella asintió.
– Mi rabia y mi indignación son para ti y para el hermano Tobías -dijo-. Podéis confiar en que sabré qué es lo que he de decir.
– Has de darte cuenta de que, si esto sale mal, estarás en peligro -dijo Godwin-, y nosotros también. ¿Qué clase de padre dejaría a su propia hija acercarse demasiado a un fuego voraz?
– Un padre que sabe que una hija tiene obligaciones para con su madre -respondió ella de inmediato-. ¿No ha perdido ella ya a mi hermana? ¿No ha perdido el amor de su padre? No tengo dudas, y creo que la admisión sincera de que somos dos gemelas será una gran ventaja, y sin ella el engaño sin duda no funcionaría.
Nos dejó entonces, diciendo que iba a prepararse para el viaje.
Godwin y yo conseguimos un coche que nos había de llevar a Dieppe, desde donde navegaríamos hasta Inglaterra cruzando de nuevo el traicionero Canal, esta vez en un barco alquilado.
Cuando salimos de París apenas había amanecido, y yo estaba lleno de dudas, tal vez porque veía a Rosa demasiado furiosa y confiada, y a Godwin demasiado inocente, incluso en la forma en que repartió el dinero de su hermano entre los criados al despedirse.
Ningún bien material significaba nada para Godwin. Ardía en deseos de soportar cualquier cosa a que lo forzaran la naturaleza, o el Señor, o las circunstancias. Y algo me hizo pensar que ese saludable deseo de sobrevivir que se encuentra en nuestro interior podría serle un poco más útil que su candorosa manera de aceptar lo que el hado pudiera depararle.
Estaba absolutamente comprometido con el engaño que planteábamos llevar a cabo. Pero en último término aquello le resultaba innatural.
Había sido él mismo en todos sus libertinajes, me dijo cuando su hija dormía aparte de nosotros, y en su conversión y su compromiso con Dios tampoco había habido otra cosa que su propio yo.
– No sé fingir -dijo-, y me temo que no conseguiré hacerlo bien.
Pero yo pensé para mí, más de una vez, que no sentía suficiente miedo. Casi parecía que, en su inveterada bondad se hubiera convertido en un simplón, un buenazo inocente, como a veces ocurre, creo, a quienes se entregan por completo a Dios. Una y otra vez repetía que confiaba en que Dios acabara por arreglarlo todo.
Es imposible relatar aquí todas las otras cosas de que hablamos durante el largo viaje hasta la costa; o las continuas conversaciones que tuvimos mientras el barco afrontaba las aguas embravecidas del Canal, y mientras nuestro carro recién alquilado avanzaba por los caminos helados y embarrados que conducen a Norwich desde Londres.
Lo más importante para mí es señalar que llegué a conocer a Rosa y a Godwin mejor de lo que había conocido a Fluria, y por muy tentado que estuve de asaetear a Godwin a preguntas sobre Tomás de Aquino y Alberto Magno (a quien ya llamaban por ese honroso sobrenombre), hablamos más de la vida de Godwin con los dominicos, de su entusiasmo por los estudiantes brillantes, y de su dedicación al estudio en hebreo de Maimónides y Rashi.
– No soy un gran experto en lo que se refiere a la escritura -dijo-, excepto tal vez en mis cartas informales a Fluria, pero espero que lo que soy y lo que hago sobrevivirán en las mentes de mis estudiantes.
En cuanto a Rosa, había sentido remordimientos por la vida de que gozaba entre los gentiles, y en no pequeña parte la causa había sido el placer vivísimo que había sentido al ver las representaciones navideñas delante de la catedral, hasta que sintió que Lea, a tantas leguas de distancia de ella, sufría atroces dolores.
Una vez me dijo, mientras Godwin dormía en el carro delante de nosotros:
– Siempre tendré presente que no abandoné la fe de mis antepasados por miedo ni porque ninguna persona malvada me incitara a hacerlo, sino debido a mi padre y al entusiasmo que vi en él. Sin duda adora al mismo Señor del Universo al que adoro yo. ¿Y cómo puede ser errónea una fe que lo ha hecho tan sencillo y tan feliz? Creo que sus ojos y sus gestos hicieron más para convertirme que nada de lo que me dijo. Y siempre encuentro en él un ejemplo brillante de lo que yo misma querría ser. Pero el pasado pesa mucho en mí.
»No puedo soportar pensar en el pasado, y ahora que mi madre ha perdido a Lea, sólo puedo rezar de todo corazón para que, como aún es joven, tenga muchos hijos con Meir; y por esa razón, por su vida los dos juntos, hago este viaje y me he decidido, quizá con demasiada facilidad, a hacer lo que es necesario hacer.
Parecía consciente de pronto de mil dificultades que antes ni siquiera se le habían ocurrido.
Lo primero y principal, ¿dónde nos alojaríamos al llegar a Norwich? ¿Iríamos de inmediato al castillo, y cómo representaría ella el papel de Lea ante el sheriff, cuando ni siquiera sabía si Lea había conocido a aquel hombre en persona?
Es más, ¿cómo podríamos siquiera acercarnos a la judería y buscar refugio junto al Magister de la sinagoga, porque para los mil judíos de Norwich no había más que una sinagoga, con una «Lea» que no conocía ni el aspecto que tenía el Magister ni su nombre?
Me sumergí en una plegaria silenciosa al pensar en esas cosas. «¡Malaquías, tienes que guiarnos!», insistí. El peligro de una confianza excesiva era muy real.
El hecho de que Malaquías me hubiera traído aquí no significaba que me ahorrara esfuerzos y sufrimientos en mi misión. Pensé de nuevo en la idea que me había asaltado en la catedral sobre la mezcla del bien y el mal. Sólo el Señor sabe a ciencia cierta lo que es en realidad bueno y malo, y nosotros sólo debemos esforzarnos en seguir cada palabra suya que Él nos ha revelado como buena.
En resumen, eso quería decir que podía ocurrir cualquier cosa. Y el número de personas implicadas en nuestro plan me preocupaba más de lo que me permitía dejar ver a mis compañeros.
Era la hora del mediodía, bajo un cielo plomizo y en medio de una nevada, cuando nos acercamos a las puertas de la ciudad, y yo me vi acometido por una excitación muy parecida a la de antes de cobrarme una vida, sólo que en esta ocasión había un aspecto nuevo muy llamativo. El destino de muchas personas dependía de lo bien o lo mal que yo actuara, y eso nunca había sucedido antes.
Cuando maté a los enemigos de Alonso, había dado pruebas de una temeridad parecida a la que ahora mostraba Rosa. Y no lo había hecho por Alonso. Ahora me daba cuenta. Lo había hecho para vengarme del mismo Dios por haber permitido lo que les ocurrió a mi madre, mi hermano y mi hermana. Y la monstruosa arrogancia de aquella actitud se apoderó de mí y me privó de cualquier posibilidad de paz.
Por fin, mientras nuestro carro tirado por dos caballos rodaba hacia Norwich, ideamos el siguiente plan.