Rosa dormiría febril en brazos de su padre, con los ojos cerrados, porque había enfermado en el viaje, y yo, que no conocía a nadie en la judería, preguntaría a los soldados si podíamos o no llevar a Lea a su propia casa, o debíamos dirigirnos al Magister de la sinagoga de Meir, si los soldados sabían dónde podíamos encontrarlo.
Yo podía alegar con toda naturalidad mi total desconocimiento de aquella comunidad, y lo mismo Godwin, y todos sabíamos que nuestro plan se vería inmensamente facilitado si lord Nigel había llegado ya y se encontraba en el castillo esperando a su hermano.
Era posible que los guardias de la judería estuvieran preparados para una cosa así. Pero ninguno de nosotros lo estaba para lo que ocurrió en realidad.
El sol era un pálido resplandor detrás de los nubarrones grises cuando entramos en la calle donde estaba la casa de Meir, y todos nos sorprendimos al ver luz en las ventanas.
Sólo se nos ocurrió pensar que Meir y Fluria habían quedado en libertad, de modo que salté del carro y llamé de inmediato a la puerta.
Casi de inmediato aparecieron unos guardias de entre las sombras, y un hombre muy belicoso, lo bastante grande como para aplastarme entre sus manos, me gritó que no molestara a los habitantes de la casa.
– Pero si vengo como amigo -susurré, para no despertar a la hija enferma. La señalé con un gesto-. Es Lea, la hija de Meir y de Fluria. ¿No puedo llevarla a la casa de sus padres mientras se repone lo bastante para ir a ver a sus padres al castillo?
– Entrad, pues -dijo el guardián, y llamó bruscamente a la puerta golpeándola con el dorso de la mano derecha.
Godwin bajó del carro, y tomó luego a Rosa en sus brazos. Ella se reclinó en su hombro mientras él la sostenía colocando el brazo derecho por debajo de sus rodillas.
La puerta se abrió, y vi allí a un hombre flaco de cabellos ralos muy blancos y frente amplia. Llevaba puesto un pesado chal negro sobre su larga túnica. Las manos eran huesudas y blancas, y su mirada apagada parecía dirigirse hacia Godwin y la muchacha.
Godwin tragó saliva, y al instante se detuvo con su carga.
– Magister Elí -dijo en un susurro.
El anciano dio un paso atrás, volvió el rostro hacia el soldado, y finalmente nos hizo gesto de que entráramos en la casa.
– Puedes decir al conde que su hermano ha llegado -dijo el anciano al guardián, y luego cerró la puerta.
Comprendí en ese momento que el hombre era ciego.
Godwin depositó con cuidado en el suelo a Rosa. También ella estaba pálida por la conmoción que le había producido la presencia de su abuelo en este lugar.
Él parecía frío y distante; aspiró profundamente, como si saboreara el tenue perfume de ella. Luego volvió la cabeza a otra parte, con desdén.
– ¿He de creer que eres tu piadosa hermana? -preguntó-. ¿Crees que no sé lo que pretendes hacer? Oh, eres su doble exacto, lo recuerdo muy bien, ¿y no fueron tus malvadas cartas desde París lo que la indujo a ir con esos gentiles a la iglesia? Pero sé quién eres. Conozco tu olor. ¡Conozco tu voz!
Pensé que Rosa iba a echarse a llorar. Inclinó la cabeza. Noté que temblaba, aunque él no la había tocado. La idea de que había matado a su hermana debía de habérsele ocurrido en algún momento anterior, pero ahora la asaltó con toda su enorme fuerza.
– Lea -susurró-. Mi querida Lea. Me he quedado incompleta para el resto de mis días.
Otra figura salió de entre las sombras y se acercó a nosotros: un hombre joven y robusto, de cabello oscuro y cejas espesas, que también llevaba un grueso chal sobre los hombros para protegerse del frío de la casa. También él llevaba cosido el parche amarillo de los Diez Mandamientos.
Se detuvo, con la espalda vuelta hacia el fuego.
– Sí -dijo el desconocido-. Veo que eres su doble exacto. No podría haber distinguido entre las dos. Es posible que el plan funcione.
Godwin y yo lo saludamos, agradecidos por aquel comentario entusiasta.
El anciano volvió la cabeza hacia nosotros y se dirigió muy despacio al sillón colocado delante del fuego.
Por su parte, el hombre más joven miró a su alrededor y al anciano, y luego se acercó a él y le murmuró algo entre dientes.
El anciano hizo un ademán de desesperación.
El joven se volvió a nosotros.
– Sed rápidos y prudentes -dijo a Rosa y a Godwin. No parecía saber qué actitud tomar conmigo-. El carro que está ahí fuera, ¿es lo bastante grande para llevar a tu padre y a tu madre, y también a tu abuelo? Porque cuando hayáis llevado a cabo vuestra pequeña representación, tendréis que marcharos de aquí a toda prisa.
– Sí, es lo bastante grande -dijo Godwin-. Y estoy de acuerdo contigo en que la prisa es de la mayor importancia. Nos iremos tan pronto como veamos que nuestro plan ha funcionado.
– Haré que lo coloquen en la parte de atrás de la casa -dijo el hombre-. Hay un callejón que da a otra calle. -Me miró vacilante, y continuó-: Todos los libros de Meir están ya en Oxford -dijo-, y los restantes objetos de valor han sido llevados fuera de esta casa durante la noche. Hubo que sobornar a los guardias, desde luego, pero se hizo. Podréis partir de inmediato, después de representar vuestra pequeña farsa.
– Lo haremos -dije.
El hombre se despidió con una reverencia y salió por la puerta principal.
Godwin me dirigió una mirada angustiada, y luego señaló al anciano.
Rosa no perdió el tiempo.
– Sabes cuál es el motivo que me ha hecho venir hasta aquí, abuelo. He venido a colaborar en un engaño necesario para acabar con las acusaciones de que mi madre envenenó a mi hermana.
– No me hables -dijo el anciano, con la mirada fija al frente-. No estoy aquí con la intención de ayudar a una hija que entregó a su propia hija a los cristianos. -Se volvió como si pudiera ver el resplandor del fuego-. Ni he venido para proteger a niñas que han abandonado su fe para correr al lado de padres que se comportan como salteadores nocturnos.
– Abuelo, te lo suplico, no me juzgues -dijo Rosa. Se arrodilló junto a la silla y le besó la mano izquierda.
Él no se movió, ni se volvió hacia ella.
– He venido aquí -dijo el anciano-, para aportar el dinero necesario para salvar a la judería de la demencia de estas gentes, atizada por la conducta insensata de tu hermana el entrar en su iglesia. Y eso está ya hecho. He venido aquí para salvar los libros preciosos que pertenecen a Meir, y que corrían el peligro de perderse. En cuanto a ti y a tu madre…
– Mi hermana pagó por haber entrado en la iglesia -dijo Rosa-, ¿no es cierto? Y también mi madre ha pagado por todo lo ocurrido. ¿No vas a acompañarnos y a declarar que soy quien voy a decir que soy?
– Sí, tu hermana pagó por lo que hizo -dijo el anciano-. Y ahora parece que personas inocentes van a tener que pagar también, y por eso he venido. Habría sospechado vuestra pequeña trama incluso aunque Meir no me lo hubiera confesado, y no sabría decir cuánto quiero a Meir incluso a pesar de que ha sido lo bastante loco para enamorarse de tu madre.
De pronto se volvió hacia ella, que seguía arrodillada a su lado. Pareció que se esforzaba en verla.
– Como no tengo hijos, lo quiero a él -dijo-. En tiempos, pensé que mi hija y mis nietas eran el mayor tesoro que podía poseer.
– Nos ayudarás en lo que intentamos hacer -dijo Rosa-. Por el bien de Meir y por el bien de todos los demás de esta ciudad. ¿Verdad que lo harás?
– Saben que Lea tiene una hermana gemela -dijo en tono frío-. Era algo que sabía demasiada gente en la judería para que pudiera mantenerse en secreto. Corres un gran riesgo. Desearía que nos hubieras dejado a nosotros la tarea de negociar para comprar una salida de este aprieto.
– No voy a negar que somos gemelas -contestó Rosa-. Sólo diré que Rosa me está esperando en París, lo que en cierto modo es verdad.
– Me disgustas -dijo el anciano entre dientes-. Desearía no haber puesto nunca mis ojos en ti cuando eras un bebé en los brazos de tu madre. Nos persiguen. Hombres y mujeres mueren por su fe. Pero tú abandonas tu fe únicamente para complacer a un hombre que no tiene derecho a llamarte hija suya. Haz lo que quieras y atente a las consecuencias. Quiero irme de este lugar y no volver a hablar nunca contigo ni con tu madre. Y es lo que haré en cuanto sepa que los judíos de Norwich están a salvo.