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Godwin se acercó en ese momento al anciano y se inclinó ante él al tiempo que susurraba de nuevo su nombre, Magister Elí, y esperó ante su sillón a que le diera permiso para hablar.

– Tú me lo has quitado todo -dijo el anciano con dureza, vuelto el rostro hacia Godwin-. ¿Qué más quieres ahora? Tu hermano te espera en el castillo. Está cenando con el lord sheriff y con su apasionada lady Margaret, y él le recuerda que nosotros somos una propiedad valiosa. Ah, ese poder. -Se volvió hacia el fuego-. De haber habido dinero suficiente…

– Está claro que no lo ha habido -dijo Godwin en tono muy suave-. Querido rabí, por favor, di algunas palabras de ánimo a Rosa para lo que tiene que hacer. Si hubieras conseguido ese dinero, no haría falta nada más, ¿no es así? -El anciano no le contestó-. No la culpes a ella de mis pecados. Fui lo bastante malo de joven para perjudicar a otros con mi imprudencia y mi inconsciencia. Pensé que la vida era como las canciones que solía cantar acompañado por mi laúd. Ahora sé que no es así. Y he consagrado mi vida al mismo Señor al que tú adoras. En su nombre, y por el bien de Meir y de Fluria, te ruego que me perdones por todo el daño que te he hecho.

– ¡No me prediques a mí, hermano Godwin! -dijo el anciano con un sarcasmo lleno de amargura-. No soy uno de tus estudiantes atolondrados de París. Nunca te perdonaré que me hayas robado a Rosa. Y ahora que Lea ha muerto, ¿qué me queda si no es mi soledad y mi desconsuelo?

– No es así -dijo Godwin-. Seguramente Fluria y Meir criarán hijos e hijas de Israel. Están recién casados. Si Meir puede perdonar a Fluria, ¿por qué tú no?

De pronto el anciano tuvo un arrebato de ira.

Se volvió y apartó a Rosa de un empujón con la misma mano que ella tenía entre las suyas e intentaba besar de nuevo.

Ella cayó hacia atrás sobresaltada, y Godwin le dio la mano y la ayudó a ponerse en pie.

– He dado mil marcos de oro a vuestros miserables frailes negros -dijo el anciano con la cara vuelta hacia ellos, y la voz temblorosa de rabia-. ¿Qué más puedo hacer, sino guardar silencio? Llévate a la niña contigo al castillo. Probad vuestras zalamerías con lady Margaret, pero no os excedáis. Lea era mansa y dulce por naturaleza, y esta hija tuya es una Jezabel. Tenlo muy presente.

Yo me adelanté.

– Mi señor rabí -dije-, no me conocéis pero me llamo Tobías. También soy un monje negro, y llevaré a Rosa y al hermano Godwin conmigo al castillo. El lord sheriff me conoce, y allí haremos rápidamente el trabajo que hemos de hacer. Pero, por favor, el carro está en la parte de atrás, cuidad de estar listo para subir a él tan pronto como los judíos del castillo hayan sido liberados sanos y salvos.

– No -respondió en tono seco-. Es poco menos que obligado que vosotros salgáis de la ciudad después de esa pequeña comedia, pero yo me quedaré hasta asegurarme de que los judíos están a salvo. Ahora marchaos de aquí. Sé que has sido tú el que ha ideado este engaño. Adelante con él.

– Sí, he sido yo -confesé-. Y si algo sale mal, la culpa será mía. Por favor, por favor, preparaos para marchar de aquí.

– Yo podría hacerte la misma advertencia -dijo el anciano-. Tus frailes están enfadados contigo porque te fuiste a París a buscar a «Lea». Quieren por todos los medios hacer santa a una chiquilla atolondrada. Cuidado, porque si esto falla, sufrirás lo mismo que el resto de nosotros. Sufrirás el mismo destino que nos quieres evitar.

– No -dijo Godwin-. Nadie sufrirá ningún daño, y sobre todo no lo sufrirá quien nos ha ayudado con tanta abnegación. Vamos, Tobías, hemos de subir al castillo ahora. No hay tiempo para que yo hable a solas con mi hermano. Rosa, ¿estás preparada para lo que hemos de hacer? Recuerda que vienes enferma del viaje. No estabas durante este largo conflicto, y habrás de hablar sólo cuando lady Margaret te pregunte. Y recuerda las maneras dulces de tu hermana.

– ¿Me darás tu bendición, abuelo? -le apremió Rosa. Yo deseé que no lo pidiera-. Y si no es así, ¿me darás tus oraciones?

– No te daré nada -dijo él-. Estoy aquí por otras personas, que sacrificarían sus vidas antes que hacer lo que has hecho tú.

Se volvió de espaldas a ella. Parecía tan sincero y desgraciado al rechazarla como podría serlo el más infeliz de los hombres.

No pude entenderlo del todo, porque ella me parecía una muchacha frágil y cariñosa. Tenía un temperamento fogoso, pero era solamente una niña de catorce años, obligada a afrontar un enorme desafío. Me pregunté si el plan que yo había propuesto era el más acertado. Me pregunté si no estaba cometiendo un tremendo error.

– Muy bien, pues -dije. Miré a Godwin, y él pasó con cariño su brazo sobre los hombros de Rosa-. Vamos.

Unos fuertes golpes en la puerta nos sobresaltaron a todos.

Oí la voz del sheriff que anunciaba su presencia, y la del conde. De pronto se produjo un griterío en el exterior, y ruidos de gente que golpeaba las paredes.

15 El juicio

No podíamos hacer otra cosa que abrir la puerta, y al hacerlo vimos al sheriff aún montado y rodeado de soldados, y a un hombre que no podía ser otro que el conde, de pie junto a su montura, y con lo que parecía ser su propia guardia de hombres a caballo.

Godwin fue de inmediato a abrazar a su hermano, y con la cara de éste entre sus manos, empezó a explicarle algo en voz baja.

El sheriff esperó a que acabara.

Empezaba a reunirse un grupo numeroso de gente de aspecto hostil, algunos con bastones en las manos, y el sheriff ordenó de inmediato a sus hombres que despejaran la calle, con voz firme.

Estaban también allí dos de los dominicos y varios de los canónigos de ropajes blancos de la catedral. Y la multitud parecía crecer por momentos.

Un murmullo se elevó del gentío allí reunido cuando Rosa salió de la casa y se echó atrás la capucha del manto.

También su abuelo había salido, acompañado por el judío más joven, cuyo nombre no llegué a conocer. Se quedó al lado de Rosa como para protegerla, y yo hice lo mismo.

De todas partes brotaron voces, y pude oír el nombre «Lea» repetido una y otra vez.

Uno de los dominicos, un hombre joven, dijo entonces con voz acerada:

– ¿Es Lea, o su hermana Rosa?

El sheriff, que sin duda pensaba que ya había esperado demasiado tiempo, intervino:

– Mi señor -dijo al conde-, hemos de subir ahora al castillo y dejar resuelta esta cuestión. El obispo nos espera en el gran salón.

De la multitud se elevó un gruñido decepcionado. Pero al instante el conde besó a Rosa en ambas mejillas y, después de pedir a uno de sus soldados que desmontara, la subió a la grupa del caballo y encabezó el desfile de los reunidos hacia el castillo.

Godwin y yo seguimos juntos durante el largo camino de ascenso a la colina del castillo, y luego por el sinuoso sendero que nos condujo hasta la puerta de entrada y el patio interior.

Cuando los hombres desmontaron, atraje la atención del conde tirándole de la manga.

– Haced que uno de vuestros hombres se haga cargo del carro que está detrás de la casa de Meir. Será prudente tenerlo aquí a la puerta del castillo cuando liberen a Meir y a Fluria.

Él hizo un gesto de asentimiento, se acercó a uno de sus hombres y le envió a cumplir el encargo.

– Podéis estar seguro -me dijo el conde- de que saldrán de aquí conmigo y con mis hombres dándoles escolta.

Me sentí más tranquilo al oírlo, porque lo acompañaban ocho soldados, todos con monturas que lucían vistosas gualdrapas, y él mismo no parecía temeroso o inquieto en lo más mínimo. Recibió a Rosa con un gesto de protección, y pasó el brazo sobre sus hombros mientras cruzábamos la arcada que daba a la gran sala del castillo.