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Pensé que se iba a formar un tumulto. Por todas partes sonaban gritos furibundos. El obispo pidió silencio varias veces.

– Traed la Biblia a esta niña para que jure -dijo el obispo-, y traed el libro sagrado de los judíos a la madre para que jure que es su hija Lea.

Rosa y su madre intercambiaron miradas asustadas, y de pronto Rosa empezó a llorar de nuevo y corrió a los brazos de su madre. En cuanto a Fluria, parecía agotada por su encierro, débil e incapaz de decir o de hacer nada.

Trajeron los libros, aunque no sabría decir cuál era ese «libro sagrado de los judíos».

Y Meir y Fluria murmuraron las mentiras que les fueron exigidas.

Por su parte, Rosa tomó el grueso volumen de la Biblia encuadernado en piel y puso de inmediato la mano sobre él.

– Juro ante vos -dijo, con una voz rota y trastornada por la emoción-, por todo lo que creo como cristiana, que soy Lea hija de Fluria y pupila del conde Nigel, y que he venido aquí para limpiar el nombre de mi madre. Y que mi único deseo es que se me permita marchar de este lugar sabiendo que mis padres judíos están a salvo y que no van a recibir ningún castigo por mi conversión.

– No -gritó lady Margaret-, Lea nunca habló con esa facilidad, nunca en su vida. Era una muda, comparada con ésta. Os digo que esta niña nos está engañando. Es cómplice del asesinato de su hermana.

Al oír aquello, el conde perdió la sangre fría y gritó, en voz más fuerte que nadie de los presentes a excepción del obispo:

– ¿Cómo os atrevéis a contradecir mi palabra? -Dirigió una mirada furiosa al obispo-. Y vos, ¿cómo osáis desafiarme cuando os digo que yo soy el tutor cristiano de las dos niñas, que están siendo educadas por mi hermano?

Godwin se adelantó entonces.

– Mi señor obispo, os lo ruego, no dejéis que este asunto vaya más allá. Devolved a estos buenos judíos a sus casas. ¿No podéis imaginar el dolor de estos padres privados de unas hijas que han abrazado la fe cristiana? Me honro en ser su maestro, y amo a las dos con un auténtico amor cristiano, pero no puedo sentir sino compasión por los padres a los que han dejado atrás.

Durante un instante se produjo el silencio, salvo por los murmullos febriles de la multitud, que parecían serpentear, ahora aquí, ahora allá, entre los reunidos como si se disputara un juego a base de susurros.

Todo parecía depender ahora de lady Margaret, y de lo que podía decir.

Pero cuando se disponía a protestar, y señalaba con el dedo a Rosa, el anciano Elí, el padre de Fluria, se adelantó y gritó:

– Pido ser escuchado.

Creí que Godwin iba a derrumbarse por la aprensión. Y Fluria se refugió en el pecho de Meir.

Pero el anciano consiguió que todos callaran. Se puso entonces en pie con la ayuda de Rosa, hasta situarse sin verla frente a lady Margaret, con Rosa entre ambos.

– Lady Margaret, vos que os decíais amiga de mi hija Fluria y de su buen marido Meir, ¿cómo os atrevéis a enfrentaros con los conocimientos y la razón de un abuelo? Ésta es mi nieta, y la conocería por muchas réplicas suyas que corrieran por el mundo. ¿Quiero abrazar a una niña apóstata? No, nunca, pero es Lea y la conocería por más que mil Rosas se presentaran en esta sala a sostener lo contrario. Conozco su voz. La conozco como posiblemente no puede conocerla ningún vidente. ¿Vais a contradecir a mis cabellos grises, a mi cognición, a mi honestidad, a mi honor?

Tendió los brazos a Rosa, que se precipitó en ellos. Apretó a Rosa contra su hombro.

– Lea, mi Lea -murmuró.

– Yo sólo quería… -empezó lady Margaret.

– Silencio, digo -la interrumpió Elí con una voz inmensa y profunda, como si quisiera que todos los que abarrotaban la gran sala lo oyeran-. Ésta es Lea. Yo, que he dirigido las sinagogas de los judíos toda mi vida, lo atestiguo. Yo lo atestiguo. Sí, esas niñas son apóstatas y deben ser expulsadas de la comunidad de sus hermanos judíos y eso supone un trance amargo para mí, pero todavía más amarga es la obstinación de una mujer cristiana que ha sido la verdadera causa de la defección de esta niña. ¡De no haber sido por vos, nunca habría abandonado a sus piadosos padres!

– Sólo hice lo que…

– Desgarrasteis el corazón de una familia y de un hogar -declaró él-. ¿Y ahora la negáis, cuando ha recorrido un camino tan largo para salvar a su madre? No tenéis corazón, señora. Y vuestra hija, ¿qué papel representa en todo esto? Os desafío a probar que no es la niña que conocéis. ¡Os desafío a ofrecer la sombra siquiera de una prueba de que esta niña no es Lea, hija de Fluria!

La multitud rugió de entusiasmo. A nuestro alrededor la gente murmuraba: «El viejo judío tiene razón», y «sí ¿cómo van a probarlo?», y «la conoce por la voz», y cientos de otras variaciones sobre el mismo tema.

Lady Margaret rompió en un llanto ruidoso, aunque parecía silencioso al lado de la forma de llorar de Rosa.

– ¡No he querido hacer daño a nadie! -gimió de pronto lady Margaret. Extendió sus brazos hacia el obispo-. Sinceramente creí que la niña estaba muerta, y creí también que la culpa había sido mía.

Rosa se volvió a ella.

– Señora, consolaos, os lo ruego -dijo con una voz vacilante y tímida.

La multitud se apaciguó al oírla. Y el obispo reclamó silencio con voz furiosa cuando los clérigos empezaron a discutir entre ellos y fray Antonio siguió dando muestras de incredulidad.

– Lady Margaret -siguió diciendo Rosa, y su voz era frágil y dulce-, de no haber sido por vuestra amabilidad conmigo, nunca habría ido a reunirme con mi hermana en su nueva fe. Lo que no podíais saber es que las cartas que me escribía fueron el suelo en el que germinó la idea de acompañaros aquella noche a la misa de Navidad, pero vos me afirmasteis en mi convicción. Perdonadme, perdonadme de todo corazón por no haberos escrito y expresado mi gratitud. Ha sido el amor que siento por mi madre… Oh, ¿no lo comprendéis? Os lo ruego.

Lady Margaret no pudo resistir más. Abrazó a Rosa y una y otra vez repitió cuánto sentía haber sido la causa de tanto dolor.

– Señor obispo -dijo Elí, volviendo sus ojos ciegos al tribunal-. ¿No vais a dejarnos regresar a nuestras casas? Fluria y Meir se marcharán de la judería después de estos disturbios, como estoy seguro de que comprenderéis, pero aquí nadie ha cometido un crimen de ninguna clase. Y trataremos de la apostasía de estas niñas a su debido tiempo, puesto que todavía no son más que… niñas.

Lady Margaret y Rosa estaban ahora fundidas en un estrecho abrazo, y sollozaban, y se susurraban, y la pequeña Eleanor las rodeaba también con sus brazos.

Fluria y Meir permanecían mudos, como también Isaac, el físico, y los demás judíos, sus familiares tal vez, que habían estado encerrados en la torre.

El obispo se recostó en su sitial y mostró las palmas de las manos en un gesto de frustración.

– Muy bien, pues. Reconocéis que esta muchacha es Lea.

Lady Margaret asintió con vigor.

– Dime tan sólo -dijo a Rosa- que me perdonas, que me perdonas por todo el dolor que he causado a tu madre.

– De todo corazón -dijo Rosa, y dijo muchas cosas más, pero toda la sala estaba en efervescencia.

El obispo declaró concluido el proceso. Los dominicos miraban con dureza a todas las personas concernidas. El conde dio de inmediato a sus hombres la orden de montar, y sin esperar una palabra más de nadie se dirigió a Meir y a Fluria y les invitó a seguirlo.

Yo me quedé quieto como un tonto, observándolo todo. Vi que los dominicos se apartaban a un lado, mirando a todos con desaprobación.

Pero Meir y Fluria salieron de la sala, acompañados por el anciano, y detrás salió Rosa abrazada a lady Margaret y a la pequeña Eleanor, llorosas las tres.

Miré a través de la arcada y vi que toda la familia, incluido el Magister Elí, subía al carro, y Rosa daba un último abrazo a lady Margaret.

Los demás judíos siguieron su camino colina abajo. Los soldados montaron en sus caballos.