Fue como despertar de un sueño, cuando noté que Godwin me agarraba del brazo.
– Ven ahora, antes de que las cosas cambien.
Yo sacudí la cabeza.
– Vete -dije-. Yo me quedo aquí. Si hay más disturbios, mi puesto está aquí.
Quiso protestar, pero le recordé lo urgente que era que subiera al carro y se fueran todos.
El obispo se levantó de la mesa, y él y los canónigos de la catedral vestidos de blanco desaparecieron en una de las antesalas.
El gentío estaba dividido e impotente, mientras veía el carro descender la colina escoltado a ambos lados por los soldados del conde. El conde en persona cabalgaba detrás del carro con la espalda erguida y el codo izquierdo doblado como si la mano estuviera colocada en la vaina de su espada.
Di media vuelta y salí al patio.
Los rezagados me miraron, y miraron a los dominicos que venían detrás de mí.
Empecé a caminar más y más aprisa colina abajo. Vi el grupo de los judíos delante de mí, ya a salvo, y el carro que empezaba a aumentar la velocidad. Pronto los caballos se pusieron al trote y toda la escolta aceleró el paso. En pocos minutos estarían lejos de la ciudad.
También yo empecé a caminar más deprisa. Vi la catedral y algún instinto me impulsó a dirigirme a ella. Pero escuché pasos de hombres a mi espalda.
– ¿Adónde piensas dirigirte ahora, hermano Tobías? -preguntó fray Antonio con voz irritada.
Seguí caminando hasta que su mano dura se plantó en mi hombro.
– A la catedral, a dar las gracias. ¿Adónde, si no?
Seguí caminando tan aprisa como pude, sin correr. Pero de pronto tuve a los frailes dominicos rodeándome, y a un grupo numeroso de los jóvenes más brutos de la ciudad respaldándolos y mirándome con curiosidad y sospecha.
– ¿Crees que podrás acogerte a sagrado, allí? -preguntó fray Antonio-. Yo creo que no.
Estábamos ya al pie de la colina. Me hizo darme la vuelta de un empujón y apuntó a mi cara con el dedo.
– ¿Quién eres tú exactamente, hermano Tobías? Tú, que has venido aquí a desafiarnos, tú que has traído de París a una niña que puede no ser quien asegura ser.
– Ya has oído la decisión del obispo -dije.
– Sí, y será respetada, y todo estará bien, pero ¿quién eres tú y de dónde vienes?
Volví la vista a la gran fachada de la catedral y tomé por una calle que llevaba hacia ella.
De pronto me agarró, pero con un tirón me solté.
– Nadie ha oído hablar de ti -dijo uno de los hermanos-, nadie de nuestra casa de París, nadie de nuestra casa de Roma, nadie de nuestra casa de Londres, y después de escribir a todas partes entre este lugar y Londres y Roma, hemos llegado a la conclusión de que no eres uno de los nuestros. Ninguno de los nuestros -insistió fray Antonio- sabe nada de ti, el estudiante viajero.
Yo seguí caminando, y al escuchar el estruendo de sus pasos a mi espalda pensé: «Los estoy alejando de Fluria y de Meir, tan cierto como si fuera el flautista de Hamelin.»
Por fin llegué a la plaza de la catedral, pero entonces dos de los monjes me agarraron.
– No entrarás en esa iglesia sin habernos contestado antes. Tú no eres uno de nosotros. ¿Quién te ha enviado a simular que lo eras? ¿Quién te envió a París a traer a esa niña que dice ser su propia hermana?
Vi que me rodeaban esos jóvenes brutos y, de nuevo, a mujeres y niños entre el gentío, y empezaron a aparecer antorchas ante la oscuridad creciente de aquel atardecer invernal.
Me debatí para liberarme, y no conseguí sino que más personas me sujetaran. Alguien rajó la bolsa de piel que llevaba al hombro.
– Veamos qué cartas de presentación llevas -dijo uno de los monjes, y al vaciar la bolsa sólo cayeron de ellas monedas de plata y de oro que rodaron en todas direcciones.
La multitud rugió.
– ¿No contestas? -preguntó fray Antonio-. ¿Admites que no eres más que un impostor? ¿Nos hemos equivocado de impostor por esta vez? ¿Es de eso de lo que nos enteramos ahora? ¡Tú no eres un fraile dominico!
Le dirigí una patada furiosa y lo empujé atrás, y me volví hacia las puertas de la catedral. Quise correr hacia allí, pero enseguida uno de los jóvenes me atenazó y me empujó contra la pared de piedra de la iglesia, con tanta fuerza que lo vi todo negro por un instante.
Oh, si esa oscuridad hubiera sido para siempre. Pero no podía desear una cosa así. Abrí los ojos y vi que los frailes intentaban contener la furia de la multitud. Fray Antonio gritó que yo era «asunto suyo» y que él lo arreglaría. Pero el gentío no atendía a razones.
La gente tironeaba de mi manto, que al fin se rasgó. Alguien me dio un tirón del brazo derecho y sentí un dolor intenso que lo recorría desde el hombro. De nuevo me vi estampado contra el muro.
Veía a la gente entre parpadeos, como si la luz de mi conciencia se encendiera y se apagara, una vez y otra, y poco a poco se materializó una escena horrible.
Todos los clérigos habían sido empujados atrás. Ahora sólo me rodeaban los jóvenes brutos de la ciudad y las mujeres más rudas.
– ¡No eres un cura, no eres un fraile, no eres un hermano, impostor! -gritaban.
Mientras me golpeaban, me pateaban y me arrancaban la ropa, me pareció que más allá de aquella masa movediza yo veía otras caras. Caras conocidas para mí. Las caras de los hombres a los que había asesinado.
Muy cerca de mí, envuelto en silencio como si no formara parte en absoluto de aquel tumulto, invisible para los rufianes que desahogaban su rabia conmigo, estaba el último hombre a quien maté, en la Posada de la Misión, y a su lado la joven muchacha rubia que maté muchos años atrás en el burdel de Alonso. Todos me miraban, y en sus rostros no vi ningún juicio, ningún regocijo, sino únicamente consternación y una leve tristeza.
Alguien se había apoderado de mi cabeza. Golpeaban mi cabeza contra las piedras, y sentí que la sangre me corría por el cuello y la espalda. Por un momento, no vi nada.
Pensé de una forma extrañamente desinteresada en mi pregunta a Malaquías, que él dejó sin respuesta: «¿Podría morir en esta época? ¿Es eso posible?» Pero ahora no lo llamé.
Mientras me derrumbaba bajo aquel torrente de golpes, mientras sentía los zapatos de cuero golpeándome en las costillas y el estómago, mientras el aliento me faltaba y perdía la visión de mis ojos, mientras el dolor se extendía por mi cabeza y mis miembros, dije una sola oración.
«Dios querido, perdóname por haberme apartado de Ti.»
16 De vuelta al mundo y al tiempo
Soñaba. Oí otra vez los cánticos, como los ecos de un gong. Pero se desvanecieron a medida que fui recuperando la conciencia de mí mismo. También se desvanecieron las estrellas, y el vasto cielo oscuro desapareció.
Abrí los ojos despacio.
Ningún dolor, en ninguna parte del cuerpo.
Estaba tendido en la cama de baldaquín, en la Posada de la Misión. Me rodeaba el mobiliario familiar de la suite.
Durante largo rato dejé descansar la vista en el dibujo ajedrezado de la seda del baldaquín, y me di cuenta, me obligué a mí mismo a darme cuenta, de que estaba de vuelta en mi propio tiempo, y de que no sentía dolor en ninguna parte del cuerpo.
Me incorporé poco a poco.
– ¿Malaquías? -llamé.
Sin respuesta.
– Malaquías, ¿dónde estás?
Silencio.
Sentí que algo en mi interior estaba a punto de quebrarse, y aquello me aterrorizó. Susurré su nombre una vez más, y no me sorprendí cuando tampoco hubo respuesta.
Una cosa sabía, sin embargo. Sabía que Meir, Fluria, Elí, Rosa, Godwin y el conde habían escapado sanos y salvos de Norwich. Lo sabía. En algún lugar de mi mente nublada perduraba la visión del carro escoltado por los soldados alejándose velozmente por el camino de Londres.
Aquello parecía tan real como cualquier detalle de esta habitación, y esta habitación parecía completamente real, fiable y sólida.