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Bajé la vista hacia mí mismo. Mis ropas estaban en desorden y arrugadas.

Pero llevaba uno de mis trajes, americana y pantalones caquis con chaleco, y camisa blanca con el cuello desabrochado. Ropas habituales en mí.

Busqué en el bolsillo y descubrí que llevaba la identificación que solía utilizar cuando venía aquí como yo mismo. No Toby O’Dare, desde luego, sino el nombre que utilizaba para moverme por ahí sin disfraz.

Volví a meter en el bolsillo mi permiso de conducir, salté de la cama y fui al cuarto de baño a mirarme en el espejo. No había magulladuras, ni señales.

Pero creo que fue la primera vez en muchos años que vi mi propia cara. Vi a Toby O’Dare, de veintiocho años de edad, mirándome desde el espejo.

¿Por qué pensaba que tenía que haber magulladuras y señales?

El hecho era que no podía creer que estuviera aún vivo, no podía creer que hubiera sobrevivido a lo que parecía ser una muerte merecida delante de la catedral.

Y si este mundo no me hubiera parecido tan vívido como aquél, habría creído estar soñando.

Paseé por la habitación, aturdido. Vi mi habitual bolsa de piel, y me di cuenta de lo mucho que se parecía a la bolsa que había estado cargando de aquí para allá a lo largo del siglo xiii. También estaba aquí mi ordenador, el portátil que utilizaba sólo para la búsqueda de información.

¿Cómo estaban aquí esos objetos? ¿Cómo había llegado yo aquí? El ordenador, un portátil Macintosh, estaba abierto y conectado, como podía haberlo dejado yo mismo después de usarlo.

Por primera vez se me ocurrió que todo lo ocurrido había sido un sueño, un mero producto de mi imaginación. El único problema es que nunca podría haber imaginado algo así. No podría haber imaginado a Fluria, o a Godwin, o al anciano Elí y la manera que tuvo de dar la vuelta al juicio en el momento decisivo.

Abrí la puerta y salí a la galería cubierta. El cielo era de un color azul pálido y el sol me calentó la piel, y después de la nieve, el barro y los cielos cubiertos que había conocido las pasadas semanas, aquel calor me pareció una caricia.

Me senté a la mesa de hierro y noté la brisa que me envolvía y me preservaba del excesivo calor del sol; esa vieja frescura familiar siempre presente en el aire del sur de California.

Planté los codos sobre la mesa e incliné la cabeza hasta dejar que descansara en mis manos. Y lloré. Tanto lloré que incluso prorrumpí en sollozos sonoros.

El dolor que sentía era tan horrible que no pude describírmelo ni siquiera a mí mismo.

Me di cuenta de que pasaba gente a mi lado, y no me importó lo que veían ni lo que sentía. En cierto momento, una mujer se me acercó y puso su mano en mi hombro.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -susurró.

– No -dije-. Nadie puede. Todo se ha acabado.

Le di las gracias, tomé su mano en la mía y le dije que era muy amable. Sonrió, asintió y se fue con su grupo de turistas. Desaparecieron por la escalera de la rotonda.

Busqué en un bolsillo, encontré un ticket de aparcamiento de mi coche y bajé, cruzando el lobby y pasando bajo el campanario. Entregué el ticket al guardacoches con un billete de veinte dólares y me quedé allí, aturdido, mirándolo todo como si nunca lo hubiera visto antes: el campanario con sus muchas campanas, las petunias que florecían en los arriates de la entrada, y las palmeras esbeltas que se alzaban como para señalar el cielo impecablemente azul.

El guardacoches se colocó a mi lado.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó.

Yo me llevé la mano a la nariz. Me di cuenta de que aún lloraba. Saqué un pañuelo de lino del bolsillo y me soné.

– Sí, estoy bien -dije-. Acabo de perder a un puñado de buenos amigos -añadí-. Pero no me los merecía.

No supo qué decir, y no lo culpo por ello.

Me puse al volante del coche y conduje tan rápido como pude hasta San Juan Capistrano.

Todo lo que había ocurrido pasaba por mi mente como una larga cinta, y no veía ni las colinas, ni la autopista ni las señales de tráfico. En mi corazón me encontraba en el pasado, y sólo por instinto conducía el coche en el presente.

Cuando entré en el terreno de la misión, miré a mi alrededor desesperanzado y de nuevo susurré: «Malaquías.»

No hubo respuesta, y no vi a nadie que se pareciera ni remotamente a él. Sólo las familias de costumbre, que paseaban entre los arriates de flores.

Fui directamente a la capilla Serra.

Por fortuna no había mucha gente allí, y las pocas personas presentes rezaban.

Recorrí la nave con la vista fija en el tabernáculo y la luz encendida a su izquierda, y deseé de todo corazón tenderme en el suelo de la capilla con los brazos abiertos y rezar, pero me di cuenta de que los otros se me acercarían si hacía una cosa así.

Todo lo que pude hacer fue arrodillarme en el primer banco y repetir otra vez la oración que dije cuando el gentío me atacó.

– Señor Dios -recé-. No sé si ha sido un sueño o real. Sólo sé que ahora soy tuyo. Nunca quiero ser otra cosa que tuyo.

Por fin me senté en el banco y lloré en silencio durante una hora por lo menos. No hice ningún ruido que pudiera molestar a la gente. Y cuando alguien pasaba cerca de mí, yo bajaba la vista y cerraba los ojos, y ellos seguían sencillamente su camino para decir sus oraciones o encender sus velas.

Miré el tabernáculo y dejé mi mente en blanco, y acudieron a mí muchos pensamientos. El más desolador fue que estaba solo. Todas las personas a las que había conocido y amado con todo mi corazón habían sido apartadas de mí para siempre.

Nunca volvería a ver a Godwin ni a Rosa. Nunca volvería a ver a Fluria ni a Meir. Lo sabía de cierto.

Sabía que nunca, nunca en mi vida, volvería a ver a las únicas personas que había realmente conocido y amado. Se habían ido lejos de mí; estábamos separados por siglos, y yo no podía hacer nada, y cuanto más pensaba en ello más me preguntaba si volvería a ver a Malaquías alguna vez.

No sé cuánto tiempo me quedé allí.

En algún momento me di cuenta de que se estaba haciendo de noche.

Había dicho al Señor una y otra vez cuánto lamentaba el mal que había hecho, y le pregunté si los ángeles me habían infundido una ilusión para mostrarme el error de mi conducta, o bien si había estado en realidad en Norwich y en París; y le confesé que, tanto si había estado allí como si no, no era merecedor de la gracia que había recibido.

Por fin salí de allí y volví a la Posada de la Misión.

Había oscurecido ya, porque era primavera y anochecía pronto. Me encerré en la suite Amistad y me puse a trabajar con el ordenador.

No me fue difícil encontrar imágenes de Norwich, fotografías del castillo y de la catedral, pero el castillo de las fotografías era radicalmente diferente de la vieja construcción normanda que yo había visto. En cuanto a la catedral, la habían ampliado considerablemente desde mi visita.

Tecleé «judíos de Norwich» y leí con una vaga aprensión toda la horrible historia del martirio del pequeño san Guillermo.

Luego, con manos temblorosas, tecleé Meir de Norwich. Para mi completo asombro, había más de un artículo sobre él. Meir, el poeta de Norwich, había sido una persona real.

Me recosté en mi asiento, sencillamente atónito. Y durante un largo rato fui incapaz de hacer nada. Luego leí aquellos breves artículos y supe que el hombre era conocido sólo por un manuscrito con poemas en hebreo en el que se identificaba a sí mismo, un manuscrito conservado en los Museos Vaticanos.

Después de eso tecleé muchos nombres diferentes, pero no apareció nada importante que pudiera relacionar con lo que me ocurrió. No había ninguna historia sobre la muerte de más niños.

Pero la triste historia de los judíos en la Inglaterra de la Edad Media llegó muy pronto a una brusca conclusión en 1290, cuando todos los judíos fueron expulsados de la isla.

Me recosté de nuevo en mi asiento.